EL GRAN LABORATORIO CLIMÁTICO( O CÓMO REDUCIR EL PLANETA A UNA OLLA A PRESIÓN)

EL GRAN LABORATORIO CLIMÁTICO (O CÓMO REDUCIR EL PLANETA A UNA OLLA A PRESIÓN)

José Ardillo

Ya a principios de este siglo se pensaba que el asunto del calentamiento global reduciría la agenda ecológica, ya de por sí bastante escuálida por entonces, todo hay que decirlo, a la sola dimensión del aumento de gases en la atmósfera y a las oscilaciones de temperatura de la Tierra. Y los que así pensaban no se equivocaron mucho.

En efecto, se podría afirmar, mirando en retrospectiva lo que ha ocurrido en los últimos veinte años, que todo el contenido potencialmente subversivo de la ecología del siglo XX ha sido reformulado en términos de “alarma” climática. El esquema aumento de emisiones igual a aumento de temperatura global ha convertido la imaginación ecológica de nuestro tiempo en una mera caja de resonancia de los poderes gubernamentales y empresariales con aspiración al “pragmatismo”. La sensación general que se ha difundido es que nos encontramos ante un problema de escala gigantesca al que solo los Estados podrían responder… Las súplicas ante tanto gobernante “que no hace nada” se han convertido en la normalidad. Pero, ¿dónde nos hemos perdido? ¿No estábamos de acuerdo en que la misma existencia de los Estados era la principal causa de la devastación ecológica y que por todo ello no tendría sentido llamar a sus puertas pidiendo “soluciones”? Pero más allá de esta evidencia, ¿la alarma climática no es ya en sí misma, conceptual y políticamente, una forma de renunciar a pensar y por ende de renunciar “a hacer algo”?

El calentamiento global, en ese sentido, no es meramente un hallazgo fortuito e inquietante, una disfunción de un sistema económico construído sobre la dilapidación de casi todo: es también uno de los más acabados productos mediáticos de una sociedad fascinada por su propio poder de producir y consumir información. No sólo hemos sufrido dos décadas de una intensa campaña publicitaria para poner en el centro del problema las “emisiones”, también hemos asistido a su refrendo científico, empresarial e institucional. Muchos creyeron que la revelación mundial de tan desastroso proceso en marcha se convertiría en un factor de crisis para las instituciones de Poder. Nada más lejos de la realidad. La llamada “crisis climática” ha sido la coartada decisiva para crear un consenso imprescindible para la fundación del “new green deal”.

En el año 2000 nunca hubiéramos sospechado que masas de jóvenes urbanitas saldrían a las calles, enardecidas, para protestar por el “clima”. Pero es lo que ha sucedido.

¿Cómo hemos podido llegar a esta situación?

La respuesta no puede ser simple, pero tampoco encierra ningún misterio. Desde los años ochenta, ya lo sabemos, se ha ido produciendo una absorción paulatina de la ecología por parte de gobiernos e instituciones. La ecología era, entre otras cosas, una especie de economía autocrítica, un cuestionamiento al dogma del crecimiento económico. Venía a decir: una sociedad más equilibrada -¿más ecológica?- solo podría ser una sociedad más descentralizada, con amplias responsabilidades locales, más autónoma y mucho menos mecanizada. ¿A alguien le suena todo esto? Se trataba, entonces, de silenciar o marginar toda ecología que quisiera mantener semejantes aspiraciones tan poco respetuosas del Estado, poniendo el énfasis sobre la función de salvaguardia que éste podría desempeñar ante una “alarma” cuya naturaleza y cuyas causas quedaban deliberadamente envueltas en la confusión. El clima como gran abstracción -o como gran laboratorio- es la misma abstracción de un Poder que se quiere incontestable. En los años setenta la ecología luchaba por otro tipo de sociedad construida desde la base; una sociedad capaz de tomar en sus manos sus problemas de supervivencia, situándolos en una escala cercana. En el año 2000 buena parte de la ecología se había ya conformado al sistema de la súplica, pacífica o violenta, poco importa, ya que esta súplica era el producto de una dimisión: se aceptaba luchar dentro de una abstracción sin poner en cuestión la abstracción misma.

El corazón de esta abstracción, la “alarma climática”, permite una modelización novedosa de la economía mundial. Desde hace más de veinte años nos parece de lo más natural comprender la vida del planeta Tierra como una especie de olla a presión sobre la que hay que actuar rápidamente para ralentizar el aumento de temperaturas. Esta modelización se escinde en dos sistemas enfrentados pero inevitablemente dependientes entre sí; dos camarotes que se querrían estancos pero que, de forma inevitable, están bien comunicados. En el primer camarote se encuentran varios países ricos y “cultos” de la zona templada, en donde la “alarma climática” ha permitido toda una reformulación de la economía, la industria y el consumo. Ahora se trata, a toda costa, de “reducir las emisiones” y contener el crecimiento económico dentro de una carcasa artificial, tecnológica y burocrática, instalar válvulas de escape y evitar el estallido. Des-carbonizar la economía quiere decir, ante todo, desplazar hacia los países del segundo camarote los procesos de combustión más flagrantes y aislar en lo posible los terminales de la economía “limpia” de los países ricos y “cultos”. El negocio del “cambio climático” se traduce pues en los megaproyectos eólicos y fotovoltaicos, el mantenimiento de la industria nuclear allí donde su fraude económico y su “coste sanitario” sea todavía más o menos posible camuflar a ojos del electorado, la extensión de la aplicación de las “redes inteligentes” al suministro energético (“smart grids” y contadores Limky), consumando, mediante la informatización, la mercantilización del flujo eléctrico, el desarrollo de los mecanismos de compensación de carbono, broma concienzuda y aberrante de la nueva economía y, por último, el horizonte de una futura movilidad eléctrica para todos (¿sueño o realidad?).

De esa forma, un país rico como Alemania puede soñar con cerrar sus centrales térmicas de carbón así como sus centrales nucleares en el plazo de los próximos veinte años, lograr que casi el 70 por ciento de su producción energética sea “renovable”, reduciendo así -¡oh milagro de la planificación moderna!- sus emisiones… Poco importa que para lograrlo tenga que multiplicar sus centrales de gas de ciclo combinado (que servirán de apoyo a la fluctuante producción “renovable”). Poco importa que en otras áreas distantes como China o Estados Unidos continúen las extracciones de carbón a cielo abierto así como la explotación o el desarrollo de la energía nuclear. Poco importa, en fin, que los países de la vieja Europa se conviertan en focos de servicios y “producción cultural”, turismo, etc, y su opción sea tan solo el privilegio de naciones que pueden permitirse una economía “desmaterializada” mientras sobre los países del segundo camarote recae el grueso de la producción más contaminante, los procesos de extracción de combustibles y materias primas, la deforestación, etc. Los países “virtuosos”, de acuerdo a las normas que ellos mismos se han sacado de la manga, podrán confinar los círculos viciosos de una producción global (de la que dependen), vía manu militari o por medio de acuerdos unilaterales, en las zonas más pobres o en aquéllas donde todavía domina un modelo de desarrollo intensivo, desacomplejado y sin eufemismos.

En un planeta reducido conceptualmente a una olla a presión que parece que va a estallar más pronto que tarde, lo único que nos queda, parece, es protestar para que los que mandan en la cocina “hagan algo”. Ese es nuestro drama (y nuestra farsa).

Las protestas con ocasión de las cumbres climáticas olvidan, casi siempre, lo esencial. El fraude de las cumbres es anterior a la mendacidad de nuestros ilustres dirigentes y a la codicia inherente a los grandes grupos industriales, todo lo que se denuncia habitualmente en el seno de las contracumbres. Este fraude previo, lo constituye haber aceptado las reglas de un juego perverso: aceptar ver el planeta como una olla a presión y olvidar que una ecología consecuente es aquella que no transige con los cálculos y el “imago mundi” de los poderosos. El cambio climático y su consenso, tal y como se ha construído en los últimos veinte años, constituye una derrota de la ecología crítica. La ecología no claudica “porque haya dejado de denunciar una situación”, claudica porque ha aceptado un campo de batalla diseñado por sus mismos enemigos y falsificadores. Claudica no porque acepte el “informe” de la ciencia, claudica porque acepta el informe de la ciencia aliada al Poder. Claudica, en suma, porque olvida su principal función: la de provocar e inspirar el desafecto en la población hacia todas las formas en que se disfraza el Estado, y con ella, la de invitar a la deserción y a la resistencia al modelo de urbanización y organización del territorio, a las formas de consumo degradante y a la propaganda más pueril.

La ecología crítica y exigente no tiene ninguna excusa. La ignorancia no lo es. La ecología, llamada alguna vez “ciencia subversiva”, está obligada pues a reencontrar el hilo que la une con su pasado más reciente. Este pasado se funde con la tradición libertaria y, en la actualidad, continúa alimentando las formas más originales y fecundas de la resistencia a la sociedad industrial.

Revista “Al Margen”

Share