El Gran Miedo

Entre los miedos primitivos se con- taba la hiena, el rayo y el trueno, el Hambre, los eclipses, el frío y el sol del desierto, las criaturas imaginadas en la oscuridad… Muchos de esos miedos eran aprendidos, se debían a la experiencia, a la visión del compañero devorado por las bestias o a las cosechas quemadas por el calor. Otros miedos eran intuitivos, espontáneos. Tal vez no hubiera ningún orco escondido entre la oscuridad pero sonaba razonable la propuesta de que- darse en casa, al amor de la lumbre. Entre estos últimos miedos estaba el miedo al Tirano y al Dinero. No fueron pocos los intentos realizados para evitar la llegada del Déspota. Ni menos los realizados para evitar la llegada del Capital. Sin necesidad de experiencia propia ni confirmación empírica se sabía, como se sabe que cier- tos olores indican la cercanía de la muerte, que tanto el Amo como el Capital aca- barían, si se les dejaba, por liquidar todo lo que éramos. Así lo escriben Deleuze y Guattari: “De ahí la obstinación con que las formaciones anteriores al capitalismo encierran al mercader y al técnico, impi- diendo que flujos de dinero y flujos de pro- ducción tomen una autonomía que des- truiría  sus códigos”  (El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia).

El miedo no siempre tiene éxito en su misión, como es evidente. Tiranía y Dinero llevan  siglos  campando  por  el  mundo como si fuera su finca privada. ¿Qué fue, entonces, del miedo?

Basta un simple vistazo para confirmar que la dominación usa el miedo para someternos. Miedo a no ser el más popu- lar. Miedo a no cumplir las expectativas ni estar a la altura. Miedo a perder el trabajo. Miedo a no encontrar trabajo. Miedo a no llegar a fin de mes. Miedo a ser diferente. Miedo a que tu consumo no esté a la altura. Miedo al Otro. Miedo al padre, al maestro, al médico, al jefe, al policía y al burócrata que nos tiene que sellar un documento necesario. Estos miedos no se parecen en nada a los primitivos. Son rea- les, no se trata de una luna que desaparece tras un desconocido disco cósmico, tanto como inútiles. O mejor que inútiles, absur- dos porque consiguen justo lo contrario de lo que pretenden. No nos libran de ningún dolor, de ningún peligro, de ninguna muerte segura. Más bien al contrario, nos lanzan, pelados y bien cocinados, a los dientes de la bestia. Es un miedo que no nace de lo aprendido en la caza o en el amor, no nos lo enseña el hermano mayor o nuestro mejor amigo, no se susurra con la mirada perdida en las tardes de tor- menta. Es un miedo que nos inoculan a la fuerza por vía oral, parental, cutánea, res- piratoria, por todos y cada uno nuestros poros y aberturas. Por lo tanto, este miedo, poco tiene que ver con nuestro miedo original.

Hay otro miedo que sí se parece al de las cuevas y al de los poblados de adobe, aunque ahora habite en la última planta del edificio más alto de la ciudad. Es el miedo, palpitante y constante, que nos tiene el Poder. Igual que el vampiro repre- senta a la aristocracia cruel y codiciosa, el zombie representa el miedo que los pode- rosos sienten ante las masas  esaltadas. En esta metáfora no preocupa el aspecto desaliñado y desagradable del zombie, ni su   andar   lento   y   discurrir   pesado. Preocupa la condición de imparable que posee la masa activa. En sus pesadillas, nos quitamos las cadenas, nos liberamos de consignas impuestas y de valores falsos y, nosotras, turba despojada, nos alzamos para poner fin a este mundo, a su mundo. Las evidencias de este argumento son abrumadoras. El Poder se esfuerza cons- tantemente en evitar que sus pesadillas se tornen realidad. El currículum oculto de la escuela, sometimiento a horarios, rutinas  y  jerarquía,  está  presente  en  la pública,  la  concertada  y  la  privada.  La metralla publicitaria nos golpea, cientos de veces al día, con mensajes que nos invitan a ser responsables consumidores, piezas de la máquina capitalista. Piezas reversi- bles: trabajadores por la mañana, consu- midores  por  la  tarde.  La  crisis  ha  sido usada para consolidar, hasta lo insoporta- ble, diluyéndola en el centro del planeta, en el núcleo de nuestras almas, la necesi- dad de trabajar. No somos nada si no tra- bajamos aunque trabajar no nos sirva para ser nada. Las detenciones al azar y los cas- tigos ejemplarizantes han estado siempre a la orden del día, que se lo digan si no a Laura Gómez, a Alfon o a los cinco de Barcelona. FIES, dispersión, barrotes, balas de goma, gases lacrimógenos. La policía está a todas horas en la calle, los perros enseñan  los  dientes,  muy  ladradores  y mordedores. El gasto en material antidisturbios no conoce el recorte. Etcétera. Lo más cobarde del mundo no es “un millón de dólares en busca de inversión”.

Es el capitalista, el burgués, muerto de miedo  al  pensar  que  su  mundo  mezquino, artificial y violento, pueda llegar a su fin. A nosotras, solo nos resta darles la razón,  deshacernos  del  miedo  inútil  y salir a la calle a tomar lo que nos pertenece.

FEDERICO MONTALBÁN LÓPEZ

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