El miedo constituye el núcleo de todas las religiones. En primer lugar, porque su origen biológico e histórico no es otro que la ignorancia y el terror ante lo incontrolable y lo desconocido. Y en segundo lugar, porque todos los dioses exigen ser temidos, y sus representantes en la Tierra así lo predi- can incansablemente. Según ellos, y sus respectivos textos sagrados, el temor a dios es un don, salva del orgullo humano, es el principio de la sabiduría, acerca al bien y aleja del mal. El Juez Supremo lo sabe todo, incluso lo que pensamos, es todopoderoso, y puede destruirnos o castigarnos para toda la eternidad. Venganza insuperable pero curiosa en unos sistemas de creencias que supues- tamente predican el amor.
Los últimos avances en neurología han demostrado que la religión fue un pro- ducto de la evolución de la especie humana creado por el cerebro por sus funciones analgésicas. La experiencia religiosa libera una serie de neurotrans- misores (como la serotonina, la dopa- mina o la oxitocina) y de hormonas que mitigan el estrés que sufre el cerebro ante los pequeños problemas de la vida diaria y las grandes preguntas que, desde siempre, se hace el ser humano. Nuestros antepasados más remotos se enfrentaban a situaciones inciertas sin disponer de explicaciones racionales, y menos aún científicas. Necesitaban pro- veedores de sentido que ofrecieran explicaciones y procuraran consuelo.
Este dato incluso es utilizado actual- mente como un argumento en favor de la religión ya que, aunque se reconozca que se trata de una creencia falsa, resul- taría útil al ser humano en la medida en que lo haría más feliz, o en todo caso menos desgraciado. Pero se trata de un razonamiento tan débil como absurdo. Los niños también inventan cuentos para explicarse una realidad que no entien- den, o inventan mentiras para evitar el castigo de los adultos. ¿Debemos acep- tar que hay que mantener a los seres humanos en un estado de perpetuo infantilismo supuestamente por su pro- pio bien? Si nuestra razón ha evolucio- nado hasta el punto de poder llegar a permitirnos comprender el mecanismo que lo genera, ¿por qué resignarnos a vivir en la impostura y la charlatanería? Además, ¿quién decidiría esto desde una postura tan paternalista y qué bene- ficios políticos obtendría usando este mecanismo de control social? Esto nos desvía hasta el final de este artículo, pero dejando para entonces sus perver- sos efectos sociales, lo que cabe añadir aquí es simplemente lo que decía Horacio, y siglos después popularizó Kant: Sapere aude, es decir, atrévete a pensar, ten el valor de usar tu propia razón. Basta observar las posturas al “hablar con dios” en las tres grandes religiones del libro: los cristianos se arrodillan, los musulmanes se arrodillan y se postran en el suelo sucesivamente, los judíos se dan cabezazos simbólicos en un muro. Todas ellos son gestos que implican humillación, sumisión, renun- cia al propio entendimiento en favor de seres tan superiores como imaginarios. La fe es creer sin intentar siquiera com- prender, es obedecer de forma ciega y acrítica, es abdicar de nuestra condición de seres humanos dignos y libres para convertirnos en miembros de un rebaño. Pero si no eres una oveja no necesitas un pastor.
Sabemos que vamos a morir, y que la vida seguirá sin nosotros. En muchas per- sonas esta certeza provoca un descon- suelo existencial. La respuesta más racio- nal es asumir la realidad y apreciar la belleza y el valor que tiene la vida, y que esta constatación estimule para hacer un esfuerzo en mejorar la propia vida y la de los que nos rodean. Sin embargo, hay personas que prefieren lanzarse en bra- zos de la solución más simple, la que pro- porcionan la mitología y la religión, la que afirma que después hay otra vida. Y dado que el cuerpo se pudre, es necesa- rio inventar un concepto como el alma para asegurar esa continuidad, esa inmortalidad. Pero este artificio tiene efectos devastadores sobre la propia vida. Nietzsche lo explica así: “Cuando uno coloca el centro de gravedad de la vida no en la vida misma, sino en el “más allá”-en la nada-, uno despoja por com- pleto a la vida de su centro de gravedad.
La gran mentira de la inmortalidad personal destruye toda razón, todo lo que es natural a los instintos: cualquier cosa que en los instintos sea beneficioso y pro- mueva la vida o garantice un futuro levanta desconfianza. Vivir así es decir que ya no tiene ningún sentido vivir, eso ahora se convierte en el “sentido” de la vida. ¿Para qué el sentido común? ¿Para qué un agradecimiento a nuestros des- cendientes y ancestros? ¿Para qué coo- perar, confiar, promover, planear cual- quier bienestar común.1
No es casualidad que todas las religiones sean enemigas del placer y de su discurso, el hedonismo, y a la vez sientan una especial proximidad con el martirio, el masoquismo, el sadismo y otras manifestaciones patológicas. Los seres huma- nos tendemos a buscar el goce de vivir en aspectos como la comida o el sexo, por poner dos ejemplos obvios, pero actividades tan sencillas y biológica- mente necesarias son siempre sospecho- sas para la religión, y merecen un control estricto (en la comida con ayunos como el del Ramadán o el de la carne en V iernes Santo; en la vigilancia de la sexualidad, sobre todo de la femenina, los ejemplos son innumerables). El ideal religioso es la santidad, pero todos intui- mos que ese comportamiento tiene que estar muy lejos de la felicidad. Sin embargo los obispos, imanes o rabinos nos dicen que los esfuerzos en su aproxi- mación a ella es la mejor garantía para acceder al cielo respectivo. Si la vida terrenal es un valle de lágrimas, un breve lapso de tiempo ante la eternidad que nos aguarda, no es una mala inversión “portarse bien”. Pero, en primer lugar ¿qué es portarse bien?; ceder autoridad sobre nuestra vida, la única que tene- mos, a personas e ideas a las que desde pequeño nos han adiestrado a obedecer confiadamente.
Y en segundo lugar ¿quién nos lo garantiza? Porque esos representantes terrenales no suelen ofrecer precisamente unos edificantes espejos morales en los que verse reflejados. Y para acabar con el apartado de la moral una simple pregunta: ¿qué comportamiento es éticamente superior, el de aquel que actúa por miedo al castigo o para obtener un premio, es decir, en ambos casos por una motivación egoísta, o el de aquel que actúa movido por su conciencia después de un proceso de reflexión personal?
Además de sobre las personas individualmente consideradas, la religión ha tenido y tiene evidentes consecuencias e implicaciones de tipo político. A lo largo de la historia las clases dominantes han intentado controlar al resto de la socie- dad para asegurar su preeminencia. Lo han hecho mediante las leyes, las policías, los ejércitos, las cárceles, etc. Pero todo esto nunca ha sido suficiente. Siempre ha habido “delitos” que a pesar de todo les han afectado a ellos o que, aunque no les afectaran directamente, minaban los cimientos de su poder al poner en cuestión el orden social vigente. Para llegar allí donde no llega la maquinaria represiva, o mejor aún, para hacer que ni siquiera fuera necesaria, las clases dominantes han recurrido a la reli- gión, otra maquinaria represiva aunque de distinto cariz. Por ejemplo: todos los dioses castigan el robo, y en todos los ordenamientos jurídicos robar en pequeñas cantidades tiene un castigo severo, ¿pero qué pasa con el robo al por mayor?, ¿qué otra cosa han hecho a lo largo de la historia los poderosos sino robarnos a gran escala el producto de nuestro sudor? Lo mismo pasa con el asesinato: matar al detall siempre es algo feísimo y muy condenable; sin embargo, organizar guerras le puede convertir a uno, sobre todo si las gana, en un héroe, en un hombre de Estado. No obstante, esas clases dominantes, tan pías y fervo- rosas con el dios de turno, siempre que- dan impunes de sus fechorías tanto de la justicia divina como de la humana. Decía Leonardo Sciascia que los crímenes del poder siempre quedan impunes, y alguien le replicaba que él decía eso por- que era siciliano, a lo que él replicaba: desengáñese, todo el mundo es Sicilia.
La religión ayuda a legitimar el orden establecido, a perpetuar las desigualda- des y la opresión. Desde Sumeria hasta Franco, los gobernantes lo han sido “por la Gracia de Dios”, y de esta manera rebe- larse a aquellos era desobedecer a lo más sagrado y por tanto buscarse la con- denación eterna. La religión siempre ha estado presente en los rituales del poder político prestándoles sus símbolos y su escenografía (basta pensar en los crucifi- jos y la Biblia que siguen presidiendo la toma de posesión del presidente del gobierno y de los ministros en el “acon- fesional” Estado español), buscando el refuerzo mutuo frente al pueblo.
Por tanto, miedo a la muerte, miedo a la vida, miedo al superpolicía y miedo al poder. Si la definición de miedo es la per- turbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario, no parece que se trate de algo muy positivo para la mayoría el fomento de todos esos miedos. El problema es que sí que lo es para la minoría que ostenta el poder real. Frente a la opresión, la explotación y el miedo, solo cabe el librepensamiento. José Luis Sampedro, en la entrevista a Jordi Évole que se puede encontrar en Internet, dijo: “Desde la primera infan- cia, nos enseñan lo que nos dicen las autoridades, los padres, la mayoría, el cura… Primero a creer, y luego a razonar sobre lo que hemos creído. No; la libertad de pensamiento es justo al revés, es pri- mero a razonar y luego creer en lo que nos ha parecido bien de lo que razona- mos. Si usted no tiene libertad de pensa- miento la libertad de expresión no tiene ningún valor”.
Pero quizá la mejor frase sobre el miedo es, de nuevo, una de Horacio2: Al que vive temiendo, nunca le tendré por libre.
MIGUEL HERNANDEZ ALEPUZ
NOTAS
1 NIETZSCHE, F. El anticristo, punto 43.
2 HORACIO, Epístolas, libro I, 16, v. 66.