TENER SIEMPRE PRESENTE EL CAPITALISMO

Tener siempre presente el capitalismo

TENER SIEMPRE PRESENTE EL CAPITALISMO

al hablar de crisis ecológica

Las sociedades altamente tecnificadas y financiarizadas, donde imperan las condiciones posmodernas de producción y consumo -donde la economía funciona gracias al endeudamiento, el despilfarro y la acumulación de residuos- llevan tiempo en una fase crítica de rendimientos decrecientes. Eso significa que han de proseguir a mayor velocidad su lógica depredadora, sometiendo a las exigencias de la economía tanto la población asalariada como el territorio, con el fin de llegar a niveles de crecimiento capaces de compensar la bajada ganancial. La carrera de la productividad ocasionada por las dificultades de la acumulación capitalista está perturbando seriamente el planeta, deteriorando los ciclos biológicos naturales y agravando las condiciones de supervivencia de la población. Ahora mismo, la destrucción del territorio es superior a su capacidad de recuperación. La mercantilización del medio implica su devastadora artifialización. La crisis ecológica -hoy publicitada como calentamiento global o cambio climático- no es más que la punta del iceberg de una crisis múltiple que abarca todas las esferas de la actividad humana y que anuncia a medio plazo lo que algunos mamporreros del Estado llaman colapso, más bien un punto de inflexión a raíz del cual el sistema se degradará de manera irreversible. Dada la incompatibilidad absoluta entre una sociedad equilibrada y horizontal con otra desarrollista y jerarquizada, o si se quiere, entre una civilización industrial con un medio ambiente saludable, o en fin, entre el beneficio privado con la vida, la dinámica del desarrollismo, aunque sea calificada de “sostenible”, no hará más que agudizar las innumerables contradicciones que siguen aflorando y profundizando las crisis. Al inflar globos crediticios, acentuar la explotación de recursos, alcanzar “picos” de todo, contaminar a discreción y dilapidar energía, la humanidad entera se verá abocada inevitablemente a sufrir las consecuencias. Las agujeros financieros, parálisis institucionales y alteraciones ambientales peligrosas, en compañía de escasez de alimentos, epidemias y descomposición social, serán nuestro pan cotidiano. No hace falta mirarse en el espejo de las guerras actuales para saber que nos acercamos a un escenario de derrumbe sistémico que subraya la entrada en una época dura, de mucha más difícil adaptación, que comportará retrocesos hacia situaciones insoportables, desequilibrios agravados y crisis exacerbadas.

Un lenguaje apocalíptico ha surgido en los aspirantes a dirigentes para conjurar con palabras lo que no puede arreglarse con hechos. Crecer es acumular capital, es decir, convertir cada vez más cosas -los productos, la tierra, el ocio- en dinero. Por encima de las retóricas declaraciones de alarma, el sistema ha de seguir creciendo -acumulando- para escapar a sus crisis, pero el crecimiento no hace más que acentuarlas. Por ejemplo, en el campo ecológico, ¿Cómo crecer sin contaminar? El cambio del mix energético es la solución según los expertos intergubernamentales. El capital siempre busca la salida en la tecnología ¿Cómo se podría reducir la emisión de gases de efecto invernadero, los principales responsables del calentamiento global? Los asesores de los gobiernos aconsejan disminuir progresivamente la dependencia de la energía fósil mediante el recurso a la energía renovable industrial, íntimamente asociada a la fósil. La propuesta coincide con la de los ejecutivos de las empresas que promueven un capitalismo global “descarbonizado”. Desde la Cumbre de la Tierra (Johannesburg, 2002) han surgido lobbies transnacionales que apuestan por una “Nueva Economía Climática” producto de una “tercera revolución industrial”, o sea, de la digitalización, de la que la “transición energética” no sería más que el primer peldaño. Hace tiempo ya que las finanzas se aventuran por los negocios “ecológicos” y digitales como por ejemplo, los inmuebles “inteligentes”, los techos de paneles solares, el alumbrado LED, los coches y patinetes eléctricos, las pilas de hidrógeno, las subastas de energía o los mercados de emisiones. Y entre tanto, se piensa en tasas, peajes, acciones y bonos “verdes”, se calculan puestos de trabajo “verdes” y se promociona un consumismo alternativo “inserto en la matriz del Internet de las cosas”. Se trata de un capitalismo “verde” 5G que -alentado por el precio cada vez más bajo de las energías renovables y el cada vez mayor precio de las fósiles y de la electricidad- se está expandiendo y promete multiplicarse mediante la creación de una “red eléctrica inteligente” a escala internacional. Para un sector de la clase dirigente, el viraje hacia el ecologismo de mercado gracias a una “transición realista” que incluya al gas y el uranio en el paquete, o dicho de otro modo, el salto hiperdesarrollista en la línea de lo que llaman “sostenibilidad” y no lo es, significa una oportunidad para cambiar el mundo sin que nada cambie, es decir, conservando intactas las estructuras políticas y económicas actuales, y por consiguiente, no afectando un ápice los intereses creados que están tras ellas. Cabe decir que otros sectores, negacionistas, sin poner puertas al negocio, se inclinan más por el enroque nacionalista, el autoritarismo puro y la carrera armamentista.

Si consideramos el estado nefasto de las cosas desde su vertiente política, un número considerable de ejecutivos, consejeros y políticos proponen un “Nuevo Pacto Verde” entre las multinacionales, los gobiernos y “la parte social” (partidos, sindicatos y ONGs) que pase por la declaración de un estado de emergencia climática. Se trata de una amplia operación disciplinaria destinada a mantener bajo control suave a la población, -que no descarta los toques de queda, confinamientos y demás- preparándola para afrontar las medidas de austeridad que decretarán los gobiernos para “descarbonizar” o más bien desmantelar “el estado de bienestar” de las clases medias cuando este ya no pueda conservarse. Por ejemplo, restricciones del transporte, del suministro eléctrico y del agua; racionamiento del combustible, del azúcar, de la carne y de los productos lácteos; subida general de precios, etc.. De hecho equivaldría a la entronización de una economía de excepción sin más objetivo que el de renovar en condiciones extremadamente alteradas de supervivencia el complejo industrial y el Estado político que asegura su dominio. Los políticos prefieren hablar de resiliencia, esa arma de adaptación masiva a todos los sacrificios que impone lo que llaman “progreso”. No obstante, está por ver si esa clase de disposiciones remontará los obstáculos que presentarán tanto la naturaleza del sistema -hijo de los hidrocarburos y de la servidumbre voluntaria- como los mecanismos de bloqueo propios de su complejidad estructural y las averías del control social, más allá de la construcción en sus márgenes de economías tuteladas de tipo cooperativo destinadas a “reducir el coste humano del colapso”, o mejor, a neutralizar el potencial explosivo de la exclusión social.

La orquestación mediática y política de las protestas adolescentes políticamente correctas contra el cambio climático apenas disimula los albores de un periodo tardío del capitalismo caracterizado tanto por el carácter eminentemente destructivo de sus fuerzas productivas, como por su dificultad en crecer lo suficiente para pagar deudas, pensiones y salarios, crear empleos, mantener una enorme burocracia y fomentar la “electrificación” total del transporte, la agricultura y la industria. Los dirigentes  aplauden las demandas que los jóvenes manifestantes les dirigen de forma pacífica y festiva, pues no cuestionan nada ni a nadie, como si el conflicto social o incluso los desobedientes botellones cañeros no existieran. Así pues, no faltará quien trate de aprovechar la coyuntura, propicia al alarmismo, para montar una intermediación “verde” a través de “observatorios” subvencionados y de esta forma llevar a cabo una “política de mayorías” con argumentos catastrofistas. Eso es más una maniobra de legitimación del capitalismo “verde” que cualquier otra cosa. Para esa especie oportunista, el Estado sería el instrumento ideal de la transición económico-energética que impulsan las mismísimas multinacionales del petróleo, del gas y de la electricidad. Aprovechar la nueva corriente transicionista del capitalismo global -manifiesta en el New Green Deal, en los Acuerdos de París, en los trabajos del GIEC, la Agenda 2030 o en la oferta creciente de productos financieros verdes- para convertirse en su adalid parlamentario, sería como “marcar un gol en campo contrario”. ¿Contrario a qué y a quién? Nos preguntamos. Como era de esperar, la “nueva” izquierda que se asoma tras especulaciones electoralistas, discursos decrecentistas y desfiles festivaleros, se confunde con la vieja “izquierda” en su defensa del capitalismo y del Estado. Esta resulta bastante transparente en lo que respecta al crecimiento a toda costa y al consumo dilapidador. Como muestra, el botón de sus políticas de “desarrollo”, sus planes de remodelación de las metrópolis y sus proyectos de ordenación del territorio. Cuando la economía se sirve de la política, el Estado se funde con el Capital. Se puede decir, al menos desde que la burguesía tomó el poder, que los Estados fueron concebidos para ello y que esa es su verdadera tarea, por más que para los autoproclamados “demócratas ecosocialistas” esta consista mejor en maquillar de verde democrático la explotación capitalista.

No existe una verdadera reacción popular, pero se la teme, ya que los antagonismos entre dirigentes y dirigidos no se han esfumado, y se procura que ninguna nimiedad -una burbuja inmobiliaria, una subida de precios, un problema de abastecimiento, una catástrofe natural, la retirada de un subsidio, un acto brutal de las fuerzas del orden, etc.- la desencadene. El sistema termo-industrial está globalizado, así que los desperfectos en una zona concreta pueden repercutir en todo el conjunto. Esa es la fragilidad de su enorme poderío. La decisión ha de seguir residiendo en la cúspide jerárquica, por lo que se procurará impedir la aparición de espacios autónomos donde pueda darse una discusión libre y crearse un movimiento auto-organizado consciente de la incompatibilidad entre el Estado y la protección del entorno; un movimiento al tanto de la oposición irresoluble entre el desarrollo capitalista y la auténtica sostenibilidad, entre la acumulación y la igualdad; consciente además de la contradicción entre las economías “circulares” dentro del mercado y la ocupación de zonas resistentes fuera de la economía, diestras en la autodefensa, donde se puedan esbozar modelos sociales de cooperación igualitarios, solidarios y no industriales. En fin, donde nazcan prácticas a través de las cuales recobren los individuos la decisión sobre todo lo concerniente a su existencia, a su modo de vida y al tipo de sociedad que deseen. “No hay tiempo para eso”, dicen los ecociudadanistas extintores de la rebelión. Sí que lo hay, parece, para fomentar una protesta cautiva, inofensiva y superficial basada en la movilización espectacular, en la cooptación remunerada de personalidades llamense “independientes” y en el aislamiento de los radicales o “puristas”. La finalidad última de tanto discurso supervivencial, tanto politiqueo barato y tanta maniobra publicitaria no es otra que ejercer de puntal extra del Estado del capital. Ese Estado es el asidero de los partidos que intentan ser la expresión política de las clases medias acobardadas por las crisis bajo el capitalismo tardío.

La escasez de respuestas populares a las crisis, o lo que es lo mismo, la inexistencia de un sujeto social, histórico, -de una clase realmente antagónica- es explicable por el sencillo hecho de que la mayoría de la población es rehén de la economía, depende completamente de ella y por lo tanto, es prisionera de sus exigencias. Su imaginario y todos sus momentos vitales han sido colonizados por el capital. Bajo una lluvia de información sesgada y una incomunicación embrutecedora, no puede pensar en otra cosa que no sea su quehacer diario. En Europa, no quedan grupos tradicionales al margen como, por ejemplo, en América, capaces de constituir una alternativa radical al sistema. El despegue capitalista se produjo gracias a la destrucción de lo que Rosa Luxemburg denominaba “economía natural” y E. P. Thompson “economía moral”. Por otro lado, en la sociedad de consumo europea la clase mayoritaria no es el proletariado de la industria, muy reducido, ni el precariado, sin apenas medios de defensa, sino la clase media asalariada ligada al sector terciario no productivo: profesionales, funcionarios y empleados principalmente. Dicha clase es el pilar mayor del consumismo y la base social del parlamentarismo y de la partitocracia. No se considera antisistema ni enemiga del Estado, por más que las crisis hayan reducido sus efectivos y que la tercera parte de ellos admita encontrarse en una posición difícil. Llegado el caso, escoge la transacción frente a la intransigencia, la seguridad frente a la libertad, la obediencia frente a la revuelta. A pesar de la desvalorización de sus titulaciones, de la presión de las hipotecas y de la supresión de los puestos de trabajo que les correspondían, conserva su mentalidad burguesa y sus aspiraciones de ascenso, que ha sabido transmitir a su entorno. Su confianza en los gobiernos no se ha esfumado aunque haya disminuido, con lo cual los partidos no han perdido demasiada legitimidad, y por consiguiente, la crisis política se ha estancado. En fin, dado que, de momento, tanto el desastre financiero como la crisis energética y el declive estatal han podido contenerse hasta cierto punto, las dimensiones sanitaria, demográfica, cultural y social de la crisis, aunque se hayan dejado ver, no se han desplegado en toda su magnitud. Los servicios públicos y los transportes regulares funcionan peor, pero están ahí. Podemos hablar de crisis moral, de pérdida de valores, de desconfianza en las instituciones, de síntomas anómicos, de irracionalidad y violencia urbana, pero la crisis social todavía no ha llegado al límite. Se está en ello.

Sería un error pensar en un próximo hundimiento del sistema capitalista, puesto que se trata de un proceso de descomposición no lineal, que puede tomar distintos derroteros y distintas velocidades en función de los escenarios que vaya encontrando y de las etapas que vaya superando. No olvidemos lo que antes del reinado de la filosofía “de la diferencia” se llamaba “condiciones históricas específicas”: poderes fácticos, clases ilustradas, polarización social, tradiciones de lucha, peso de la casta política, conciencia social, derechos adquiridos, organizaciones populares no burocratizadas, etc. Esa clase de condiciones puede acelerar el proceso o frenarlo. En general, un colapso ocurre cuando la satisfacción de las necesidades básicas ya no es posible para la mayoría y el Estado se muestra impotente ante los disturbios que ello comporta. No es ese el caso para la mayoría de Estados. La inversión no desfallece y el precio de la energía aunque alto es asumible, por lo que la economía aún puede tratar de crecer conteniendo la exclusión con asistencia calculada y medidas de control, sobre-explotando a los inmigrantes y pisando sendas “verdes”. Los motores de la civilización termo-industrial -el petróleo, el gas y el crédito- siguen incólumes. Mientras los programas de protección medioambiental creen empleos, los cree el turismo ecológico o cualquier otra actividad pintada de verde capaz de industrializarse, el derrumbe de la clase media puede retrasarse, la crisis ecológico-social no despertará en las masas una cólera demasiado enérgica, y, por consiguiente, no surgirán en número suficiente formas colectivas de convivencia radicalmente transformadoras. Las protestas contra la desigualdad y el desequilibrio ambiental serán incapaces de confluir, y por consiguiente, no osarán cuestionar el Estado, ni se atreverán a apartarse de las reglas del mercado y forzar así una salida de la economía, con lo cual no se podrá revertir la exclusión, ni la metropolitanización, ni el calentamiento global, ni la degradación de los ecosistemas, ni la destrucción del territorio.

Lo que queda más claro, es que el crecimiento económico nunca podrá prescindir de la energía fósil y la nuclear, y por lo tanto, nunca dejará de envenenar el planeta. La vuelta al equilibrio con la naturaleza y la estabilidad territorial -la sostenibilidad- si todavía es posible, empieza con el fin inmediato de la producción y el consumo de energía fósil y nuclear en paralelo con el desmantelamiento de la industria y la minería, es decir el hundimiento de la economía de mercado y de la civilización termo-industrial. En definitiva, supone la subversión completa del orden mundial y el fin del capitalismo en todas sus modalidades, incluida la verde. No hay fuerza social capaz de conducir a un final de tal naturaleza, pero en cambio, la implosión del propio sistema es bastante probable. Su previsible desmoronamiento a fuego lento posibilitaría la puesta en marcha de pequeñas zonas autónomas -ya desconectadas de una economía mundial en ruina- que satisfacieran las necesidades elementales del vecindario. Experiencias de ese tipo son la parte más prometedora de los escasos combates actuales. Sin la conformación de un sujeto colectivo nacido de las luchas anticapitalistas con objetivos desindustrializadores claros, en lugar de una transición hacia un sistema comunal, autogestionado, ecológico y descentralizado, tendremos la barbarie estatal fascista, la barbarie mafiosa o seguramente ambas. Además, ninguna transformación de esas características podrá emprenderse desde el Estado, el último refugio de todas las clases desahuciadas.

*Actualización de un texto anterior descartado. 2 de diciembre de 2022

Miguel Amorós en Kaosenlared

 

 

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