¿ÁFRICA SOBERANA?

Vijay Prashad y Mikaela Erskog

¿África soberana?

 

 

El mes pasado, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, la primera ministra de Namibia, Saara Kuugongelwa-Amadhila, fue preguntada por la decisión de su país de abstenerse en la votación de una resolución de la Asamblea General de la ONU para condenar a Rusia por la guerra en Ucrania. Kuugongelwa-Amadhila, economista que ocupa su cargo desde 2018, no se inmutó. «Estamos promoviendo una resolución pacífica de este conflicto —dijo— para que el mundo entero y la totalidad de los recursos mundiales puedan concentrarse en la mejora de las condiciones de la gente a escala planetaria en lugar de gastarse en adquirir armas, matar personas y, de hecho, crear hostilidades». El dinero que se está invirtiendo copiosamente en la adquisición de armamento, continuó, «podría ser más provechosamente utilizado si se invirtiera en la promoción del desarrollo en Ucrania, en África, en Asia y en otros lugares o en la propia Europa, donde mucha gente está pasando penurias».

Esta opinión cuenta con un amplio consenso en todo el continente africano. En septiembre, el presidente de la Unión Africana, Macky Sall, se hizo eco del llamamiento en pro de una solución negociada del conflicto ucraniano, señalando que África estaba sufriendo los efectos de la inflación de los precios de los alimentos y el combustible, provocada por las sanciones, al tiempo que se veía arrastrada al conflicto que Estados Unidos había provocado con China. «África —dijo— ya ha sufrido bastante el peso de la historia […], no quiere ser ahora el caldo de cultivo de una nueva Guerra Fría, sino un polo de estabilidad y oportunidades abierto a todos sus socios».

La «carga de la historia» y sus emblemas son bien conocidos: incluyen la devastación causada por la trata de esclavos a través del Atlántico, los horrores del colonialismo, la atrocidad del apartheid y la creación de una crisis permanente de la deuda a través de estructuras financieras neocoloniales. Al tiempo que enriquecía a las naciones europeas e impulsaba su avance industrial, el colonialismo reducía el continente africano a proveedor de materias primas y consumidor de productos terminados. La relación de intercambio sumió a sus Estados en una espiral de endeudamiento y dependencia. Los intentos de Kwame Nkrumah en Ghana o de Thomas Sankara en Burkina Faso para intentar salir de esta situación se saldaron con golpes de Estado apoyados por Occidente. El desarrollo tecnológico en nombre del progreso social se hizo imposible. De ahí que, a pesar de la inmensa riqueza natural y mineral y de su capacidad humana, más de un tercio de la población africana viva actualmente por debajo del umbral de pobreza, lo cual multiplica por nueve la media mundial. A finales de 2022, la deuda externa total del África subsahariana alcanzaba el nivel récord de 789 millardos de dólares, cifra que duplica el volumen registrado hace una década y representa el 60% del PIB del continente.

En el siglo pasado, los principales críticos de esta dinámica colonial fueron Nkrumah y Walter Rodney; sin embargo, hay pocos estudios contemporáneos que continúen su legado. Privados de estos nuevos análisis, a menudo carecemos de la claridad conceptual necesaria para analizar la fase actual del neocolonialismo, cuyos conceptos básicos —«ajuste estructural», «liberalización», «corrupción», «buena gobernanza»— son impuestos por las instituciones occidentales a las realidades africanas. Sin embargo, como demuestran las declaraciones de Sall y Kuugongelwa-Amadhila, las recientes crisis coyunturales —la pandemia de la COVID-19, la guerra en Ucrania, las crecientes tensiones con China— han puesto de manifiesto el creciente abismo político surgido entre los Estados occidentales y los Estados africanos. Mientras los primeros se precipitan en un conflicto entre grandes potencias con aterradores envites nucleares sobre la mesa, los segundos temen que el belicismo reinante debilite aún más sus perspectivas de desarrollo.

A medida que las naciones africanas se han ido distanciando de las potencias atlánticas, muchas se han ido acercando a China. En 2021, cincuenta y tres países del continente se habían adherido al Foro de Cooperación China-África (FOCAC), concebido para mejorar las relaciones comerciales y diplomáticas entre sus miembros. Durante las dos últimas décadas, el comercio bilateral ha aumentado cada año, pasando de 10 millardos de dólares en 2000 a 254 en 2021, de tal modo que la RPCh se ha convertido en el principal socio comercial de la mayoría de los Estados africanos. En la octava conferencia del FOCAC celebrada en marzo de 2021, China anunció que durante los próximos cuatro años importaría productos manufacturados de los países africanos por valor de 300 millardos de dólares y que incrementaría el comercio libre de aranceles, eliminándolos posteriormente sobre el 98% de los productos procedentes de las doce naciones africanas menos desarrolladas. Las secuelas del colonialismo hacen que el comercio exterior de África siga estando fuertemente financiado por la deuda y que sus exportaciones consistan principalmente en materias primas sin procesar, mientras que sus importaciones sean en su mayoría productos terminados. Para China, la inversión en África está motivada por el deseo de fortalecer su papel en la cadena mundial de materias primas y por imperativos políticos, como la necesidad de obtener el apoyo africano a las posiciones de su política exterior (sobre Taiwán, por ejemplo).

Las instituciones financieras chinas también han suscrito importantes préstamos para financiar proyectos de infraestructuras africanos, que se enfrentan a un déficit anual de más de 100 millardos de dólares. Los avances de China en los campos de la inteligencia artificial, la biotecnología, las tecnologías verdes, los trenes de alta velocidad, la computación cuántica, la robótica y las telecomunicaciones resultan atractivos para los Estados africanos, cuyas nuevas estrategias industriales, como, por ejemplo, el desarrollo de la Zona Continental Africana de Libre Comercio (AfCFTA), dependen de las transferencias de tecnología. Como escribió en 2008 el expresidente de Senegal, Abdoulaye Wade, «la aproximación de China a nuestras necesidades está sencillamente mejor adaptado que el lento y a veces condescendiente planteamiento poscolonial de los inversores europeos, las organizaciones donantes y las organizaciones no gubernamentales». Se trata de una opinión muy extendida en los países que siguen asfixiados por las trampas de la deuda del FMI, que se ha hecho aún más patente con el reciente declive de la inversión extranjera directa occidental en el continente.

El estrechamiento de los lazos entre África y China ha provocado la previsible reacción de Washington. El año pasado, Estados Unidos publicó un documento estratégico en el que esbozaba su planteamiento sobre el África subsahariana. A diferencia de lo que describe como sus propias «inversiones transparentes, basadas en valores y de alto nivel», las inversiones chinas se presentan como un intento de «desafiar el orden internacional basado en normas, de promover sus propios y estrechos intereses comerciales y geopolíticos, de socavar la transparencia y la apertura, y de debilitar las relaciones de Estados Unidos con los pueblos y gobiernos africanos». Para contrarrestar estas «actividades dañinas», Estados Unidos espera desplazar el terreno de la contienda del comercio y el desarrollo, donde China disfruta de una posición ventajosa, hacia el militarismo y la guerra de la información, donde Estados Unidos sigue ocupando una posición indiscutible.

Estados Unidos creó el Mando para África (AFRICOM) en 2007 y durante los quince años siguientes ha construido veintinueve bases militares a lo largo del continente, como parte de una red que abarca al menos treinta y cuatro países. Entre los objetivos declarados del AFRICOM figuran «la protección de los intereses estadounidenses» y «el mantenimiento de la superioridad sobre los competidores». Estados Unidos pretende igualmente mejorar la «interoperabilidad» entre los ejércitos africanos y las fuerzas de operaciones especiales estadounidenses y de la OTAN. La construcción de bases militares y el establecimiento de oficinas de enlace con los ejércitos africanos ha sido el principal mecanismo para potenciar la autoridad estadounidense frente a China. En 2021, el general Stephen Townsend, responsable del AFRICOM, escribió que Estados Unidos «ya no puede permitirse subestimar las oportunidades económicas y las consecuencias estratégicas que representa África y que competidores como China y Rusia reconocen».

Al mismo tiempo, Estados Unidos ha intensificado su campaña de propaganda sobre el continente. La America Creating Opportunities to Meaningfully Promote Excellence in Technology, Education, and Science Act, aprobada por el Senado en marzo de 2022, destinaba 500 millones de dólares a la Agency for Global Media estadounidense, como parte del intento de combatir la «desinformación» propalada por la República Popular China. Pocos meses después, empezaron a circular en Zimbabue informes de que la embajada estadounidense había financiado talleres de formación que animaban a los periodistas a atacar y criticar las inversiones chinas. La organización local que participa en estos programas está financiada por el Information for Development Trust, que a su vez está financiado por el National Endowment for Development del Gobierno estadounidense.

Ni que decir tiene que la militarización de África por parte de Occidente durante la última década no ha hecho nada por su gente. En primer lugar, se lanzó la desastrosa guerra de 2011 en Libia en la que la OTAN lideró el cambio de régimen, cuyo resultado trajo aparejada la muerte de cientos de víctimas civiles y la destrucción de infraestructuras clave (incluido el mayor proyecto de irrigación del mundo, que proporcionaba el 70% de toda el agua dulce de Libia). A continuación, la región del Sahel experimentó un recrudecimiento de los conflictos, muchos de ellos impulsados por nuevas formas de actividad derivadas de las acciones de las milicias, de la piratería y del contrabando. Poco después, Francia lanzó sus propias intervenciones en Burkina Faso y Mali, que en lugar de remediar el desastre causado por la guerra occidental en Libia sirvieron para desestabilizar todavía más la región del Sahel, permitiendo a los grupos yihadistas apoderarse de grandes extensiones de terreno. La participación militar francesa no contribuyó en absoluto a aliviar las condiciones de inseguridad. En realidad, la clasificación del Índice Global de Terrorismo empeoró para ambos países: entre 2011 y 2021 Burkina Faso pasó del puesto centésimo decimotercero al cuarto, mientras que Malí pasó del cuadragésimo séptimo al séptimo. Mientras tanto, Estados Unidos continuó con su intervención pluridecenal en Somalia, internacionalizando sus conflictos locales y fortaleciendo las facciones más extremistas y violentas implicadas en los mismos.

La reciente salida de las tropas francesas de determinadas zonas del Sahel apenas ha reducido la escala de las operaciones militares occidentales en la región. Estados Unidos mantiene sus principales bases en Níger; ha desarrollado una nueva huella militar en Ghana, y ha anunciado recientemente su intención de mantener una «presencia persistente» en Somalia. Está claro que el plan de la Unión Africana para «silenciar las armas» —su campaña por un África libre de conflictos para 2030— nunca se cumplirá mientras los Estados occidentales continúen con su patrón de intervención sangrienta y las empresas armamentísticas obtengan enormes beneficios de la venta de armas a los correspondientes actores estatales y no estatales. Al dispararse el gasto militar africano entre 2010 y 2020 (el 339% en Malí, el 288%, en Níger y el 238% en Burkina Faso), se ha consolidado paulatinamente un círculo vicioso de militarismo y subdesarrollo. Cuanto más dinero se gasta en armamento, menos se destina a infraestructuras y desarrollo y cuanto menos se gasta en este, más probabilidades hay de que estalle la violencia armada, hecho que suscita nuevas peticiones de ulteriores gastos militares.

Este año la Unión Africana cumplirá sesenta años desde la fundación de su predecesora, la Organización para la Unidad Africana. Durante la conferencia inaugural de la OUA en 1963, Nkrumah advirtió a los líderes allí presentes de que para lograr la integración económica y la estabilidad, la organización tendría que ser explícitamente política, motivada por un antiimperialismo claro y coherente. «La unidad africana —explicó— es, ante todo, un asunto político que sólo puede conseguirse por medios políticos. El desarrollo social y económico de África solo se producirá dentro del ámbito político, y no a la inversa». Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de los movimientos de descolonización, los intereses económicos —principalmente los de las empresas multinacionales occidentales y sus patrocinadores estatales— acabaron ocupando el lugar de la política. En el despliegue de este proceso, la unidad africana fue vaciada y con ella la soberanía y la dignidad del pueblo africano.

La concepción de Nkrumah puede estar lejos de cumplirse en 2023. Su afirmación de que «ningún Estado africano independiente tiene hoy por sí mismo la posibilidad de seguir un curso independiente de desarrollo económico» sigue siendo cierta. A pesar de algunos nobles intentos, como la Resolución de 2016, que prohibía las bases militares extranjeras, la Unión Africana ha sido incapaz hasta la fecha de liberarse de las constricciones neocoloniales. Sin embargo, la negativa del continente a plegarse a la Nueva Guerra Fría —sus llamamientos a las negociaciones de paz en Ucrania, su reconfiguración de los socios internacionales— sugiere que es posible un orden mundial diferente: uno en el que África ya no se halle en una posición de aquiescencia y sumisión frente al «Occidente unido».

Véase Giovanni Arrighi, «La crisis africana», NLR, 15.

[Fuente: El Salto. Artículo original: Sovereign Africa? publicado en Sidecar, blog de la New Left Review, y traducido con permiso expreso por El Salto.]

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