BUKELE, UN REMEDIO PEOR QUE LA ENFERMEDAD

Bukele, un remedio peor que la enfermedad

En El Salvador para luchar contra la inseguridad y la delincuencia organizada se ha renunciado a la democracia y el estado de derecho. Desde que hace poco más de un año se declarara el estado de excepción en el país, la Asamblea legislativa, en la que el partido de Bukele, Nuevas Ideas, cuenta con una amplia mayoría, ha prorrogado ocho veces esta situación que concede poderes extraordinarios al presidente y restringe derechos fundamentales. Este órgano también ha aniquilado la separación de poderes destituyendo a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema y al Fiscal General para colocar en su lugar a afines.

Jaime Bordel Gil / Viernes 28 de abril de 2023

Hace unas semanas estallaba la conmoción entre los sectores progresistas en Chile. El último informe de la demoscópica Cadem mostraba que el presidente extranjero mejor valorado por los chilenos era el salvadoreño Nayib Bukele, muy por delante de Volodimir Zelenski y Joe Biden. Casi un 70% de los chilenos puntúa a Bukele con las notas máximas, mientras que solo un 18% valora negativamente al conocido como presidente “milenial”. El mismo fenómeno se está dando en otros países como Colombia, donde la revista Semana, muy crítica con el presidente Petro, dedicó un extenso reportaje hace unas semanas al combate contra las maras en El Salvador titulado “El milagro Bukele”. El presidente salvadoreño acapara elogios en Latinoamérica en un momento donde la seguridad se está volviendo un asunto central en numerosos países.
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Las dos grandes medidas de Nayib Bukele en su primer mandato han sido establecer el Bitcoin como moneda de curso legal y llevar a cabo una política de mano dura frente a las pandillas. La primera, a pesar de haberle hecho ganar popularidad entre los fanáticos de las criptomonedas, no tuvo el éxito esperado, pero la segunda, sí ha alcanzado los objetivos que se buscaba con su implementación.

El 27 de marzo de 2022, el Gobierno de Bukele declaró un estado de excepción tras sufrir varias jornadas de violencia extrema con 87 víctimas mortales a manos de las maras. Desde entonces, comenzó una guerra sin cuartel contra estas organizaciones criminales, y un año después el país centroamericano cuenta con una tasa de dos homicidios por cada 100.000 habitantes frente a los 103 de 2015 o los 17,6 de 2021 según fuentes del Gobierno.

Estas impresionantes cifras no han sido gratis, y el saldo de la guerra contra las pandillas es de más de 60.000 detenidos, cientos de desaparecidos en las cárceles, y miles de denuncias por detenciones arbitrarias en apenas un año. El periódico El Faro accedió a unos documentos de la Fiscalía salvadoreña que mostraban al menos 690 casos de personas encarceladas sin apenas pruebas ni acceso a un juicio o a un abogado, y un extenso informe de Human Rights Watch y Cristosal ha sacado a la luz numerosos casos de torturas, detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas de corta duración y otros malos tratos.

En El Salvador para luchar contra la inseguridad y la delincuencia organizada se ha renunciado a la democracia y el estado de derecho. Desde que hace poco más de un año se declarara el estado de excepción en el país, la Asamblea legislativa, en la que el partido de Bukele, Nuevas Ideas, cuenta con una amplia mayoría, ha prorrogado ocho veces esta situación que concede poderes extraordinarios al presidente y restringe derechos fundamentales. Este órgano también ha aniquilado la separación de poderes destituyendo a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema y al Fiscal General para colocar en su lugar a afines.

La consecuencia más notoria de estas medidas es que, gracias a una sentencia del Alto Tribunal, Bukele podrá presentarse a la reelección pese a no estar permitido en la Constitución salvadoreña, pero también existen otras consecuencias no menos importantes. En la situación actual, Bukele controla de facto el proceso judicial a través de la Sala de lo Constitucional, ya que a través de ella puede transferir jueces y fiscales a nuevos puestos, lo que se ha convertido en un mecanismo de coerción y castigo sobre los jueces. Desde entonces, no han parado de darse casos como el del juez Godofredo Salazar, que fue transferido en abril de 2022 tras haber sido acusado públicamente por Bukele de complicidad con las pandillas por haber absuelto a 42 personas procesadas sin pruebas suficientes.

La situación no es mejor en materia de derechos humanos, y desde la declaración del estado de excepción las libertades de reunión y de asociación han sido fuertemente restringidas y ya no existe la obligación de poner a los detenidos a disposición de un juez en un plazo de 72 horas. A esto hay que sumarle las pésimas condiciones en las prisiones, las detenciones en masa, y medidas como la reducción de la edad de imputabilidad a los 12 años. Un panorama francamente hostil y autoritario, en el que como definió el antropólogo Juan Martínez d’Aubuisson en un artículo en el Washington Post, la mafia de las maras ha sido sustituida por la mafia del estado.

El dilema Bukele

Ante una situación tan desoladora se podría esperar que el presidente Bukele despertara la misma hostilidad que otros mandatarios de regímenes autoritarios, pero lo cierto es que su figura está teniendo un gran éxito dentro y fuera de sus fronteras. Con una espectacularización de la represión y una frenética actividad en redes sociales, el líder salvadoreño ha conseguido hacer pasar su mensaje represivo por uno de orden, presentando su modelo como el único factible para hacer frente al crimen organizado. De cara al interior, muchos ciudadanos salvadoreños aseguran haber recuperado la libertad que les habían arrebatado las maras, mientras que en el exterior, políticos populistas y extrema derecha se confiesan admiradores del modelo Bukele y plantean replicarlo para sus países.

Bukele plantea un falso dilema a su sociedad y a la comunidad internacional: o democracia y derechos humanos o paz y libertad. Este es el discurso que el presidente salvadoreño usa para justificar las políticas aplicadas durante estos meses, al cual suma un toque populista para aplacar las críticas internacionales, presentando a El Salvador como un pequeño país que solo quiere ser soberano y aplicar las políticas que considere adecuadas sin que las naciones poderosas le molesten. Bukele establece así una dicotomía en la que o se está con el gobierno o con los criminales, y despacha a los críticos acusándoles de estar más pendientes de los Derechos Humanos de los delincuentes que de los de la gente de a pie. Una estrategia que le ha hecho ganar numerosos adeptos tanto a nivel nacional como internacional.

Y es que una de las cosas que más sorprende de Nayib Bukele es su enorme proyección a nivel internacional, la cual debería preocupar bastante a la izquierda. En un momento político donde la seguridad se encuentra entre las principales preocupaciones de los ciudadanos de muchos países, discursos como el de Bukele pueden encontrar el contexto perfecto para calar en la población. Candidatos como Javier Milei en Argentina o José Antonio Kast y Franco Parisi en Chile ya han mostrado de maneras más o menos explícitas su sintonía con Bukele, y en varios países del continente las siguientes elecciones se pueden dar bajo el siguiente esquema: orden y mano dura contra el caos.

Este contexto ha sido en ocasiones favorable para la izquierda, pero si se llega en un momento donde las preocupaciones en materia de seguridad estén al alza, las cosas pueden ponerse más complicadas. Por mucho rechazo que pueda causar en algunos sectores, el modelo Bukele se ha mostrado exitoso a la hora de erradicar el crimen organizado reduciendo notablemente el poder y la influencia de las maras. Y aunque existen argumentos de sobra para combatirlo, si no hay ningún modelo enfrente para afrontar los problemas de seguridad, mucha gente puede verse empujada a votar por opciones que, aunque no respeten los derechos humanos, ataquen duramente los problemas que les impiden vivir tranquilos en su día a día.

Para sobrevivir a este dilema entre el respeto irrestricto de los derechos humanos y la seguridad ciudadana, la izquierda necesita una fórmula para atajar la seguridad en el corto plazo que aporte soluciones a los problemas de criminalidad y delincuencia en los barrios sin caer en una pendiente punitivista. El problema es que hasta la fecha las soluciones que se han dado han sido demasiado parecidas a las que habría dado un gobierno de derecha o centroderecha, como las declaraciones de estados de excepción de los Gobiernos de Gabriel Boric en Chile y Xiomara Castro en Honduras. Con ellas no solo no se ha conseguido llegar a la raíz de los problemas, sino que en algunos casos como el chileno han conseguido reforzar a los sectores más duros de la derecha. En este sentido se manifestaba el presidente del Partido Republicano de José Antonio Kast en Chile, Arturo Squella, que aseguraba en una entrevista que oír a La Moneda y al Partido Comunista hablar sobre seguridad en los mismos términos que su partido demostraba que iban por el buen camino y estaban logrando sus propósitos.

El gran reto para los gobiernos progresistas como el de Gabriel Boric, Gustavo Petro o Lula Da Silva es encontrar soluciones a estos problemas que empiecen a producir resultados en el corto plazo sin hablar el mismo lenguaje que la derecha. Si no se hace nada al respecto y las respuestas se dan únicamente en clave punitivista es muy probable que una parte de la gente afectada por estos problemas de seguridad acabe votando a opciones políticas que prometan acabar con estos problemas arrasando con la democracia y los Derechos Humanos. El próximo ciclo político será fundamental ya que en muchos países se puede decidir si se camina a medidas como la libre portación de armas, o a aplicar redadas y detenciones masivas en los barrios.

El diputado Gaspar Rivas, del Partido de la Gente en Chile, afirmó hace unas semanas que “había que terminar con el show de los derechos humanos para los delincuentes” y que “los derechos humanos eran para los humanos derechos”. Una afirmación peligrosa y que puede conducir a una espiral antidemocrática. Parafraseando de nuevo a Martínez d’Aubuisson, en las próximas elecciones muchos países pueden jugarse pasar de sufrir una mafia de las organizaciones criminales a sufrir una mafia del Estado. Y un futuro sin contrapesos democráticos y en el que los Derechos Humanos solo se respeten para aquellos que se consideren “humanos derechos” puede ser un remedio bastante peor que la enfermedad.

Publicado en El Salto

 

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