EL POPULISMO DE LA EXTREMA DERECHA EN EL MEDIO RURAL

El populismo de la extrema derecha en el medio rural

19/07/2023

Las políticas dirigidas al campo desde la UE han enriquecido a los grandes propietarios y empresas externas al territorio, dejando a la mayoría de la población fuera de ese supuesto progreso. La ultraderecha quiere dirigir la frustración contra la izquierda, encarnada en la figura de la urbanita progre y feminista.

El 20 de marzo de 2022 una serie de organizaciones agrícolas, ganaderas y vinculadas con el mundo de la caza se manifestaba en Madrid para protestar contra el Gobierno español. Buena parte de su energía se centraba en el Ministerio de Igualdad y la figura de la ministra Irene Montero, que carece de competencias para satisfacer sus demandas. Esta protesta estaba vinculada al partido político Vox y su líder, Santiago Abascal, ofreció unas declaraciones en las que hablaba de cuidados y soberanía alimentaria, transformando en su favor dos conceptos generalmente utilizados desde los movimientos sociales. Hablaba también de religión climática y fundamentalismo climático, oponiendo los intereses de la población rural a las propuestas ecologistas.

Esta escena refleja una tendencia más amplia que se está dando en toda Europa, por la cual los populismos autoritarios están permeando cada vez más en la población rural, especialmente en la vinculada al sector primario, tratando de posicionarse como sus principales aliados. Como todas las maniobras populistas, esta necesita un Otro al que oponerse. Para esto, los populismos de derechas han utilizado la figura del –o más bien, la– urbanita progre, feminista, ecologista y absolutamente desligada de la realidad. En este caso, personificada en la figura de Irene Montero. Para una población cada vez más significativa – aunque parece que no mayoritaria – las opciones políticas de ultraderecha suponen un mecanismo de defensa ante el ataque de este Otro, culpable de todos sus males, y de ahí el hincapié en señalar a la ministra Montero en aquella protesta

Vox, como muchos de sus homólogos de otros países de Europa, es, sin embargo, un partido de señoritos, cuyos intereses en principio no tendrían por qué tener que ver con los de quienes se están manifestando a su lado. Poco tiene que ver un agricultor cerealista castellano ahogado por los créditos y subsistiendo por la Política Agraria Común -la principal fuente de subvenciones a la agricultura europea- con un señor de apellidos compuestos que vive en el barrio de Salamanca. ¿Qué es, entonces, lo que ha generado esta alianza?

La modernización del sector primario a raíz de la revolución verde a mediados del siglo XX supuso un cambio radical para el medio rural español, y para el de todo el planeta, a distintas velocidades. La aplicación de distintas tecnologías basadas en la disponibilidad de combustibles fósiles baratos permitió por primera vez una agricultura que podía independizarse de los recursos de su territorio, ya que la entrada de insumos externos –fertilizantes, pesticidas, mecanización, regadío– permitía suplir las carencias de un lugar concreto y homogeneizar la producción, aumentando espectacularmente los rendimientos generados. La promesa neoliberal consistía en que esto no solo mejoraría la seguridad alimentaria, sino que sería un motor importante de desarrollo económico. Y en buena parte así ha sido, solo que no para quienes esperaban la mejora. Lo que prometía ser la lanzadera del progreso para los pequeños agricultores y ganaderos, fundamentalmente hombres, ha supuesto en realidad una extensión del control de las grandes empresas a lo largo de toda la cadena alimentaria.

Esta sustitución de lo que antes era mano de obra por insumos basados en el petróleo y el gas natural implicó que una parte importante de quienes trabajaban en el campo dejase de ser necesaria, trasladándose masivamente a las ciudades. También que quienes se quedaban dejasen de dedicarse a la agricultura familiar para pasar a gestionar empresas neoliberales, orientadas a la comercialización en largas cadenas de valor y a la obtención de beneficios económicos en lugar de a la reproducción de la unidad familiar. Este modelo solo puede sostenerse con explotaciones muy grandes, volúmenes muy grandes y precios muy bajos, por lo que comenzó a generalizarse la dependencia de grandes inversiones y créditos. Esto puede llevar a los pequeños propietarios, por ejemplo, a tener que hipotecar sus invernaderos para poder acceder a más capital con el que ampliarlos, o a tener que recortar salarios, incluido el propio, para poder bajar los precios en la medida que exige la gran distribución.

Este modelo ha generado unos tremendos patrones de dependencia tanto de las empresas que venden los insumos –abonos, maquinaria, pesticidas– como de las entidades de crédito, por un lado, y de las grandes estructuras de distribución por el otro. Esto ha supuesto que mucha gente quede atrapada en un modelo en el que la toma de decisiones sobre su explotación es de todo menos libre, y la única salida es invertir y crecer constantemente o caer. La situación ha desembocado, a su vez, en distintas dinámicas de acaparamiento de recursos –tierras, agua, etcétera- por empresas cada vez más grandes, y un desplazamiento de la capacidad de decisión de la población rural a otras entidades que operan desde otros lugares y que no tienen un interés concreto en que se mantengan unas condiciones de vida dignas en el territorio que explotan, ya que, cuando se agote, pueden simplemente marcharse a otra parte. Un modelo también denominado “uberización del campo”.

Esta dinámica ha estado amparada y promovida por la clase política tanto de Bruselas como de las distintas capitales europeas, generalmente en nombre del progreso, y apoyada por una apisonadora cultural que tachaba de atrasada y paleta a toda persona que no siguiese esta vía de neoliberalización del campo.

La población rural nunca ha sido de especial interés electoral para los partidos políticos, por lo que sus demandas por lo general no han sido ni escuchadas ni atendidas Clic para tuitear

Al ser el sector primario un eje que vertebraba toda la vida social de los pueblos, esta dinámica ha alterado además muchas de las dimensiones que tienen que ver con la comunidad y las relaciones sociales, con las relaciones entre personas y el territorio, con la separación entre ciclos productivos y calendario social, por ejemplo. El proceso de desagrarización ha supuesto una desconexión mayor entre la población y el territorio que la sostiene, lo que afecta a la comprensión social de la vida rural, especialmente entre la población urbana, que ya no necesita conocer nada de la vida del campo para poder subsistir.

A esto se suma el hecho de que, por lo dispersa y cada vez más escasa, la población rural nunca ha sido de especial interés electoral para los partidos políticos, por lo que sus demandas por lo general no han sido ni escuchadas ni atendidas. La situación ha desembocado en una erosión creciente de los servicios públicos e infraestructuras disponibles para las zonas rurales, en un círculo vicioso en el que menos población implica cada vez menos servicios, lo cual supone que menos gente quiera vivir en esas zonas, y así sucesivamente.

El ninguneo económico, cultural y social ha generado una muy comprensible sensación de abandono en el medio rural, bien documentado no solo en nuestro país sino en muchos otros lugares de Europa. Un abandono que influye en la autoestima de la población, generando sensaciones de vergüenza e inseguridad que se suman a la inseguridad económica y social. Autores como Salvela y von Scheve han estudiado cómo este entorno emocional varía según el género. Aunque los hombres son mayoritariamente propietarios de la tierra y quienes ostentan la mayor parte de los puestos de trabajo asociados al sector primario, el miedo a la pérdida de status puede ser más fuerte que la pérdida de status en sí, y son los hombres quienes sienten que han perdido más y, sobre todo, que tienen más por perder.

Es en este lugar de abandono y resentimiento donde los populismos autoritarios han encontrado un vacío que han utilizado para generar apoyos. Como dijo el propio Santiago Abascal, la política no es solo cambiar farolas, sino también generar emociones, y el medio rural europeo es un lugar emocionalmente muy cargado en estos tiempos. La extrema derecha ha sabido aportar un reconocimiento y una reparación que no han cuidado los partidos de izquierda ni los movimientos sociales, y esto les ha permitido generar una confianza a la que están sacando rédito. Una dinámica analizada desde la sociología rural, por ejemplo, por Jaume Franquesa, Natalia Mamonova o Ian Scoones.

La estrategia es la siguiente: aportar una serie de nuevas ideas que permiten a la población recuperar un autoconcepto con el que poder vivir en paz, tratando de reparar esa brecha de insultos generada durante décadas, y a esto sumarle una serie de ideas anexas como si todo fuera un paquete único. El reconocimiento de la labor agrícola se mezcla con una vuelta a valores tradicionales que de repente se hace inseparable del deseo de ley y orden, de la nostalgia por las glorias pasadas, de un liderazgo fuerte. Abascal se graba galopando por los campos de España como si estos fueran la nación verdadera aún no corrompida, como si la Reconquista fuera recuperar la Meseta castellana de manos de ese Otro urbanita y progre. Y este es un imaginario que no solo apela a la población rural, sino también a la población urbana que vive en las ciudades pero también tiene esta nostalgia dentro. La nostalgia nos permite mirar al pasado de una forma reparadora, recordando selectivamente aquello que más nos conviene proyectar en el presente.

En este momento, y en una proporción significativa, esta estrategia está funcionando, y no tendría por qué ser así. La extrema derecha puede ser antiliberal en lo identitario, pero sigue siendo neoliberal en lo económico. Y, con las opciones que hay ahora mismo encima de la mesa, no puede ser de otra manera. Su recorrido junto a quienes se dedican a la agricultura y ganadería no puede avanzar mucho sin tener que confrontarse con los intereses de grandes empresas, en cuyo caso tendrán que separar caminos. Este no es el caso de los partidos de izquierda y, sobre todo, de los movimientos sociales, que sí comparten intereses comunes reales y pueden transitar codo con codo buena parte del viaje.

Nuestros sistemas alimentarios se acercan cada vez más a un momento de cambio inevitable. Los combustibles fósiles y los recursos minerales de los que se han hecho tremendamente dependientes son cada vez más escasos y, por tanto, más caros. Una situación agravada por la guerra de Ucrania, pero que responde a mecanismos independientes de esta y que solo pueden empeorar. Esto ya se está reflejando en el precio de fertilizantes y piensos, por ejemplo, algo que de hecho ya se escucha en las protestas. Esta dependencia es, a su vez, una de las principales responsables de los problemas ambientales a los que nos enfrentamos y que los movimientos sociales llevan décadas señalando. Esta problemática común apunta a una posible alianza entre movimientos sociales y el sector primario convencional, que tendría más sentido que las que se están dando actualmente.

Los cambios productivos que nos permitirían deshacernos de esta dependencia supondrían un aumento, de nuevo, del protagonismo de las personas en el sector primario, a costa de reducir el papel de las grandes empresas. El paso más lógico sería que fuesen quienes ya están produciendo nuestros alimentos quienes protagonizasen estos cambios, y que no estuvieran dirigidos por paracaidistas urbanos o políticas públicas europeas, sino desde la consciencia de cuáles son las condiciones de trabajo con las que mejor pueden vivir, contando con los recursos –tierra, agua, energía- que realmente tenemos. La soberanía alimentaria no es el autoabastecimiento del que parecía hablar Abascal el día de aquella manifestación del 20 de marzo, sino la recuperación de la toma de decisiones de una población sobre cómo producir, distribuir y consumir sus alimentos.

Para que estas alianzas puedan darse, sin embargo, es necesario reparar las brechas actualmente existentes, que parecen girar más en torno a cuestiones identitarias que materiales. Esa deuda de lo urbano con lo rural –esas décadas de abandono electoral y de tratar a su población de atrasada y paleta, o de idílicos campesinos bucolizados– necesita repararse para poder generar confianza y vínculos fructíferos. Muchas mujeres rurales rechazan llamarse a sí mismas feministas, por ejemplo, no porque se consideren inferiores a sus compañeros hombres, sino porque asignarse ese nombre supondría una traición al eje urbano-rural al que sienten que le deben más lealtad. El monstruo del Otro urbanita-progre dibujado por la extrema derecha solo puede disolverse con vínculos reales, con comprensión mutua, con diálogo y empatía. Solo a partir de ahí podrán generarse nuevas dinámicas, nuevas oportunidades y nuevas alianzas, que tendrán desde luego mucho más sentido que las que se están dando hasta ahora.

Este texto pertenece al monográfico Odios, publicado en noviembre de 2022. Puedes conseguir tu ejemplar en papel en nuestra tienda online.

 

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