LA NUEVA ANORMALIDAD. UN SUAVE GOLPE DE ESTADO(Miquel Amorós)

La nueva anormalidad. Un suave golpe de Estado

Gobernar por el miedo en tiempos de crisis

En verdad, las condiciones de vida en la sociedad del crecimiento infinito constituyen una seria amenaza para la salud del vecindario, pero los dirigentes y sus asesores no plantean soluciones técnicas que no discurran en el sentido de los intereses dominantes. El problema es que estos son contradictorios. Hay conflicto de potencias y conflicto dentro de ellas. Las estructuras de poder se están reconfigurando a escala mundial ante las crisis venideras que el choque de intereses está planteando. Se articulan de nuevo los Estados, el capitalismo y la tecnociencia -la megamáquina- con previsibles malas consecuencias para la población, de la cual una parte cada vez mayor ya resulta inútil para el sistema. Se trata de gestionar excedentes, técnicamente, bien por guerras, bien mediante enfermedades infecciosas. Si lo que se persigue es la obediencia incondicional, el miedo, y en casos graves, el terror, es la herramienta necesaria de gobierno. En el caso concreto de la pandemia, todo consistiría en encajar la salud con la economía convirtiendo aquella en una oportunidad de tecnificación y desarrollo. La costosa sanidad pública se dejaría tal como está, es decir, semidesmantelada. Los medicamentos caros y las vacunas milagreras serían el primer objetivo de la industria farmacéutica, la más corrupta, y por supuesto, de los gobiernos. Acompañadas por medidas profilácticas como el lavado de manos, el saludo con codo, el pago con tarjeta, la mascarilla, la distancia, la ventilación, el silencio y pronto el carnet de inmunidad, abrirán paso al control general. Pero para que la población obedezca los consejos que brinda la farmacopea del espectáculo, urge una sumisión servil, y ahí está el problema: nadie cambia alegremente sus hábitos sociales por el aislamiento sin sentido por más que lo ordenen las autoridades. Situaciones supuestamente alarmantes requieren dosis superiores de catastrofismo y gran despliegue policial. La dominación ha de recurrir primero al miedo y luego, si eso no funciona con todos, a la fuerza. Políticamente, eso significa la supresión de las apariencias democráticas del parlamentarismo en pro del autoritarismo típico de las dictaduras, cuya eficacia ahora depende de un control digital absoluto. En efecto, la supresión de las libertades formales (de circulación, de reunión, de manifestación, de residencia, de prescripción médica, etc.) que garantizan las constituciones, el «rastreo», las multas y el fomento de la delación, tienen muy poco que ver con el derecho a la salud y mucho con la remodernización del poder a la que no es ajena la pérdida de confianza de los gobernados, que, ante la duplicidad, la ineptitud y la irresponsabilidad de los gobernantes, incurren con desenvoltura en la desobediencia. Y puesto que la soberanía llamada popular allá donde reina la mundialización no reside realmente en el pueblo, considerado un ser irracional que debe ser neutralizado, sino en el Estado, fiel ejecutor de los designios de las altas finanzas, el despotismo es la respuesta natural del poder a la pérdida de legitimidad. Al separar la gobernanza del derecho mediante decretos ad hoc de legalidad cuestionable, el Estado cobra a la población el peaje de una pretendida crisis que confiesa no haber sabido conjurar, pero de la que culpa al “comportamiento incívico” de determinados sectores, principalmente juveniles. Si no hubiera resistencia a tanto abuso, la vida social acabaría recluida en el espacio virtual y lo único democrático que permanecería en pie sería el contagio.

El último libro de Vaneigem empieza así: «Desde los días sombríos que iluminaban la noche de los tiempos, solamente era cosa de morir. De ahora en adelante se trata de vivir. Vivir en fin, es reconstruir el mundo». Literalmente, la situación empuja a una reacción colectiva contra la privatización, la artificialización y la burocratización en defensa de la vida, estrechamente ligada a la defensa de la libertad. Lo que mata a la una (el Estado, el Capital), mata a la otra, por lo que tal defensa empieza por la desobediencia civil a los dictados de ambos. Ellos son el verdadero peligro, y no el virus. La reacción desobediente contra todas las imposiciones constituye en estos momentos el eje de la lucha social, pero desobedecer no es suficiente: frente a la confusión fomentada por el poder, hay que reivindicar la verdad. Conviene evitar a toda costa que la protesta sea desacreditada por las alucinaciones del complotismo y el negacionismo. Las fisuras que se están produciendo en el consenso científico pueden contribuir a ello. Respecto a la pandemia, la primera norma de la autodefensa aconseja guardar distancias higiénicas con el Estado e ir a la autogestión de la sanidad. El coronavirus, arma del Estado, también podría usarse en su contra. No interesa una sanidad pública porque depende del Estado y sus filiales autonómicas, sino un sistema de salud en manos de colectivos compuestos por personal sanitario, usuarios y enfermos. La cuestión consiste menos en crear clínicas alternativas en la órbita de la economía social -opción tampoco descartable-, que en arrebatar al Estado la gestión de una medicina que se quiere a escala humana, es decir, descentralizada y próxima. Nada será posible sin sostenidos estallidos de cólera que pongan en movimiento a masas insumisas hartas de sufrir la torpe manipulación de las autoridades y sus estúpidos confinamientos. Mejor afrontar las consecuencias de su insubordinación que vivir bajo la férula de ejecutivos ignorantes y tecnócratas embusteros. En un mundo determinado por el trabajo muerto y devorado por una psicosis inducida desde los medios, que sean cada vez más los cuerdos que tomen partido por la naturaleza, libertad, la verdad y la vida.

¡La bolsa o la vida! O el caos económico y sanitario, o el fin de la dominación. O las engañosas comodidades cada vez mas constreñidas de una economía mortífera, o la aventura de una existencia soberana, esa es la cuestión. Las protestas conscientes de la vida cotidiana han de tener como horizonte un mundo antidesarrollista, no patriarcal, sin polución, sin alimentos industriales, sin ocio de fábrica, sin basura, desglobalizado y desestatizado. Si nos detenemos de nuevo en la salud, recordemos que para propagarse, los virus requieren una población numerosa, densa y en perpetuo movimiento. En cambio, los agrupamientos pequeños y tranquilos no padecen enfermedades epidémicas. El hacinamiento y la hiperactividad promueven la transmisión -condiciones que se dan óptimamente en las metrópolis-, así como también los desplazamientos masivos debido a las hambrunas, las guerras y el turismo. Razones de más para que el mundo a reconstruir sea un agregado de pacíficas comunas autosuficientes mayormente rural, desmotorizado, desurbanizado y desmilitarizado.

Miguel Amorós

12 de noviembre de 2020.

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