CONTRA LOS MOLINOS

Contra los molinos

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El conocido escritor y comentarista político Daniel Bernabé publicaba recientemente un artículo cuyo tono conviene obviar. La estridencia hueca, la beligerancia heroica del que se lanza contra molinos anónimos y la suficiencia bronca del opinador son hoy valores en alza. Procuremos evitarlos.

El artículo tenía, además de un tono, un contenido, y uno que requiere enmiendas de fondo y de detalle. Los detalles ni son pocos ni poco relevantes (afirmaciones del tipo de “en España producimos mucha más energía de la que podemos gastar”), pero los dejaremos de lado para prestar sólo atención al fondo.

Petrocalipsis es un análisis crudo y claro de las posibles alternativas a nuestro sistema energético actual. Frente al triunfalismo que muchas veces exhiben las noticias sobre la futura utilización de nuevas fuentes energéticas, el libro plantea con concisión por qué no funcionan ni funcionarán cada una de las falsas soluciones que se han venido discutiendo durante las últimas dos décadas. No hay soluciones sencillas ni atajos al dilema que plantea la transición energética, doblemente necesaria no solo por el impacto ambiental de los combustibles fósiles, sino también por un factor a menudo ignorado: su próxima escasez.Bernabé comienza su artículo proponiendo que cabe “creer” en el cénit del petróleo como cabe creer en esta o en aquella teoría de la conspiración. Habría por tanto “creyentes”: personas que abrazan la irracionalidad del dogma. En el momento histórico en el que nos encontramos debiera sobrar la enmienda, pero parece que no es el caso. La Agencia Internacional de la Energía fecha el pico o cénit de producción de petróleo crudo convencional entre 2005 y 2006. En cuanto al resto de petróleos, menos rentables en términos tanto energéticos como económicos, su tasa de extracción viene asimismo descendiendo en los últimos años. Si bien existe una amplia discusión acerca del momento en que debiera fecharse el pico del petróleo, lo que no está en discusión es la inevitabilidad del declive de la producción tras el mismo. Existe también una amplia discusión acerca del significado del cénit del petróleo. ¿Qué supondrá para la que Vaclav Smil denomina “civilización de los combustibles fósiles” el declive de la que no por azar denomina su “fuente básica de energía”? La discusión está abierta, pero el margen de maniobra es bastante exiguo y poco amable con quienes se empeñan en abrazar la creencia en la posibilidad del crecimiento perpetuo.

Si, con la corriente dominante de opinión, abrazamos esa creencia, entonces no encontraremos ningún motivo para considerar que nuestro consumo de recursos energéticos y materiales pueda topar con alguna clase de límite. El problema es que esos motivos existen, y son de hecho un tanto tercos: las leyes de la física tienen ese defecto de carácter. Ante el cénit del petróleo, la formulación de aquella creencia adopta la siguiente forma: “¿que se acaba el vino?, pues empecemos con el champán”. En otras palabras, según la coreografía mediática que todos hemos aprendido ya, el problema al que hoy nos enfrentamos sería el de sustituir fósiles por renovables sin alterar nuestro rumbo de constante expansión material. La coreografía es vistosa, pero contiene una serie de pasos en falso que convendría debatir con calma.

Thanatia. Límites materiales de la transición energética

¿Qué pasos? A pesar del celebrado auge renovable que, sobre el papel, estaríamos experimentando, los combustibles fósiles siguen constituyendo, claro, “la fuente básica de energía de la civilización de los combustibles fósiles”: si en 1990 representaban el 80% de nuestro consumo energético, el 80% siguen representando hoy. Por su parte, las energías renovables que, según la coreografía, vendrán a sustituir a las fósiles (eólica y fotovoltaica) no ofrecen sino electricidad, que da cuenta de una quinta parte de nuestro consumo energético total. Adicionalmente, apenas una vigésima parte de la producción eléctrica total se debe a las referidas renovables. Una vigésima de una quinta parte, pues. Este holgado 1% es sólo uno de los muchos motivos por los cuales debiéramos aprestarnos a abrir espacio para un debate sosegado y constructivo.

Otro de los principales problemas de la idea de la sustitución de fósiles por renovables estriba en que las tecnologías empleadas para captar y transformar la energía proveniente de fuentes renovables no se construyen con buenas intenciones, sino con recursos minerales escasos cuya obtención requerirá cada vez mayores inversiones de energía en procesos extractivos cuyos impactos aumentarán mientras decae inexorablemente la calidad del recurso extraído. Antonio y Alicia Valero han compendiado recientemente décadas de cuidada investigación sobre este problema en un par de libros muy recomendables. En nuestro contexto de declive energético y creciente despliegue de tecnologías dependientes de gran cantidad de recursos minerales (cobalto, litio, magnesio, cobre, neodimio, disprosio), el mensaje que condensan esas páginas es el de que existen límites físicos que constriñen la disponibilidad de los recursos minerales de los que depende la viabilidad del dogma de la sustitución de fósiles por renovables. Así pues, pasar de la adicción a los combustibles fósiles a una politoxicomanía de la tabla periódica al completo puede sonar a buena idea, pero se trata de un proyecto lastrado por al menos dos problemas. En primer lugar, el de la disponibilidad limitada y la presencia finita y geográficamente concentrada de los recursos minerales indispensables para la transición. En segundo lugar, que su minería requeriría un significativo incremento de consumo de combustibles fósiles —la minería eléctrica no es hoy tan siquiera un recurso literario.
[Libro] En la espiral de la energía (2ª edición)

Las modernas energías renovables no comparten, en fin, ninguna de las características que ubicaron a las fósiles, y muy particularmente al petróleo, a la base de la Gran Aceleración: disponibilidad masiva no intermitente, facilidad de almacenamiento y transporte, versatilidad de uso, alta densidad energética, alta tasa de retorno energético. Podemos cerrar la enumeración de los puntos ciegos del dogma de la sustitución indicando, con Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes, que el esfuerzo de inversión energética destinado al remplazo de la infraestructura contemporánea —diseñada para una economía basada en combustibles fósiles, y muy particularmente en el petróleo— habría de realizarse, justamente, en un contexto de crisis energética.

Sea como fuere, en la experiencia de Bernabé, la preocupación por los acuciantes hechos relativos a la escasez de recursos materiales y energéticos excluye, por algún motivo inespecífico, la preocupación por la especulación inmobiliaria o la financiarización de la economía. Resulta, sin embargo, realmente difícil dar con un solo especialista en el análisis de esa escasez al que le sean ajenos esos rasgos obvios de nuestra época económica, y lo mismo se aplica a los activistas que buscan vías para traducir aquella preocupación en organización.

 

Daniel Bernabé
Daniel Bernabé. Fragmento de un fotograma por Instituto 25m. Fuente: Wikimedia Commons.

Con todo, para Bernabé, atender a las implicaciones sociales y económicas de la referida escasez no pasaría de ser un juego individualista de la fantasía de gentes acomodadas que se entregan al catastrofismo para bucear en su miedo a perder sus privilegios. El catastrofismo colapsista vendría así a consistir en un pasatiempo defensivo. En los hechos, ni las tradiciones de pensamiento político ni los movimientos sociales que dedican sus esfuerzos a corregir nuestra trayectoria de colapso tienen nada que ver con semejante caracterización —baste con la mención al trabajo de un par de eximios “individualistas” colapsistas: Carlos Taibo, Jorge Riechmann.

 

La desconexión entre aquella caracterización y su objeto tiene a la base, antes que una lectura específica de alguna corriente de pensamiento, un temple anímico: el de quien sabe a priori que eso de tratar de corregir nuestra trayectoria de colapso es una mera “coartada para que los problemas reales del capitalismo pasen a un segundo plano”. Sobra anotar en este punto que el capitalismo arrastra muchos problemas, todos ellos muy reales. Entre esos problemas, su incompatibilidad con los límites biofísicos del planeta no es ni de los menores ni de los menos reales. Afrontar el hecho de que el capitalismo es un absurdo termodinámico no implica cerrar los ojos al hecho de que genera miseria y desigualdades, e insistamos: es realmente complicado dar con alguien dedicado a la ardua tarea de comprender lo primero al que le pase inadvertido lo segundo —inventarnos bandos enfrentados en torno a trincheras espurias es un ejercicio que haríamos bien en abandonar: “fin del mundo, fin de mes: una y la misma lucha”, nos decía ejemplarmente la confluencia de ecologistas y chalecos amarillos.

Como indicábamos, para Bernabé, “la adicción al colapsismo es directamente proporcional al aburrimiento de la vida de clase media acomodada: temor a lo que se puede perder, secreta excitación hacia el caos”. Frases impactantes, pero deberíamos juzgarlas antes por su adecuación que por su efectismo. En cuanto a la primera, lo que los “adictos al colapso” vienen señalando es que prolongar la senda de la extralimitación material sólo servirá para profundizar con celeridad creciente en problemas que están ya aquí: cambio climático, erosión de los ciclos biogeoquímicos, escasez energética y material, drástica disminución de la biodiversidad, incremento de zoonosis.

La batalla por las ideas tras la pandemia Sí que hay bandos y trincheras, pues, pero muy diferentes de los que imagina Bernabé: de un lado, los que piden prudencia y sobriedad material ante las injusticas, riesgos e impactos derivados de la extralimitación de las sociedades desarrolladas; del otro, los que nos invitan a obviarlos. En ese otro bando, liberales verdes y neoliberales comparten la esperanza de la solución técnica de todo problema que nuestro ascenso por la pendiente del crecimiento perpetuo pueda enfrentar. De su mano, Bernabé destila optimismo ante la perspectiva de la pronta “estabilización” de una producción que no tardará en crecer con renovado vigor. Se trata de una perspectiva que no deja de arrojar interrogantes —¿durante cuánto tiempo?, ¿por siempre jamás?, ¿a costa de cuántos ecosistemas?, ¿cuántas especies?, ¿cuánto trabajo esclavo en las minas?, ¿cuántos territorios y pueblos subalternos?, ¿con qué petróleo?, ¿con qué cobalto?, ¿con qué cobre?—, pero poco pueden importarle al creyente.

Equiparar nuestra trayectoria de colapso con un apagón o alguna otra clase de eventualidad fechable —”la sociedad industrial colapsó el pasado 29 de febrero a las 15:32”— resulta tan orientador como sugerir que estamos viviendo “el fin del neoliberalismo”: lo que estamos viviendo es una época en la que asoma ya por el retrovisor la disponibilidad creciente de energía y recursos materiales que condiciona la salud de cualquier clase de economía capitalista. Es una suerte que el socialismo, por su parte, no dependa necesariamente del absurdo termodinámico.

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