LA TORMENTA PERFECTA YA ESTÁ AQUÍ

La tormenta perfecta ya está aquí

La tormenta perfecta ya está aquí

Abríamos el presente curso presagiando un otoño caliente, fruto de una serie de tendencias económicas globales (inflación, endeudamiento, desabastecimiento) que apuntaban a un agravamiento de la crisis estructural del capitalismo. Una crisis que por su virulencia y escala adoptaba ya forma de tormenta perfecta, en base a cuatro fenómenos complementarios y en plena aceleración: una acumulación de capital gripada, una financiarización insostenible, un cambio climático desbocado, y un agotamiento más que evidente de energía fósil y materiales.

Su inédita conjunción, así como la imposible resolución de sus contradicciones internas dentro de los cánones hegemónicos, auguraba una espiral de estallidos financieros, ecológicos, sociales y geopolíticos de primer orden. Dada la complejidad sistémica y la incertidumbre reinantes —además de nuestras limitadas capacidades—, no concretamos fecha de inicio ni origen de dicha espiral. No obstante, sí preludiábamos que esta generaría nefastas consecuencias en términos de precarización de la vida a escala global, si no se alteraba de manera radical el miope rumbo definido por una recuperación post-pandémica a lomos del imaginario de un capitalismo verde y digital.

Pues bien, si el otoño fue caliente, el invierno arde. No han pasado ni seis meses y la tormenta perfecta ya está descargando. La espiral se ha puesto en marcha, y la guerra en Ucrania es el estallido geopolítico que abre un nuevo momento en el desarrollo capitalista. Pese a que las variables que intervienen en este complejo conflicto son muy diversas, es indudable que las disputas entre bloques regionales por garantizar su seguridad y posición en un mundo multipolar y en crisis, tratando de controlar los recursos físicos y los exiguos nichos de mercado rentables de la nueva economía verde y digital, permiten entender mejor el marco internacional de dinámicas y responsabilidades en el que este conflicto estalla y se desarrolla. Ucrania es un punto y seguido en la tormenta capitalista en ciernes, incluso muy posiblemente la llave maestra que abra la caja de los truenos de una espiral de consecuencias impredecibles.

Muy al contrario, los relatos oficiales, al igual que ocurrió con la pandemia, invisibilizan la tormenta perfecta como génesis de la guerra en Ucrania. Simplifican de este modo su análisis, y confunden de manera torticera causas con consecuencias, factores externos con internos. La guerra sería así un accidente exógeno, básicamente fruto de la ambición imperial del sátrapa Putin, sin apenas mención alguna al marco global de intereses, agendas y responsabilidades de la Unión Europea, Estados Unidos, la OTAN y China —tanto previas como una vez iniciado el conflicto—, ni del rol económico y geopolítico que Ucrania juega en el panorama internacional actual.

Al mismo tiempo, la guerra se interpreta como la causa principal que estaría provocando el incremento desorbitado de los precios energéticos, alimentarios y de las materias primas. Se niega entonces el carácter estructural del proceso inflacionario y del agotamiento de energía y materiales, se borran las huellas de la inacción institucional frente al poder corporativo —mientras se siguen reforzando las alianzas público-privadas—, y se posiciona un imaginario de “economía de guerra” que justifique un nuevo shock autoritario, violento y lesivo para la clase trabajadora. Por tanto, la espiral de estallidos no solo no se enfrenta, sino que se recrudece.

Frente a este peligroso ejercicio propagandístico, al que también se abona parte de la izquierda, el presente artículo pretende posicionar una mirada más compleja de nuestra realidad actual a partir del marco de la tormenta perfecta. Dedicamos el primer apartado a situar Ucrania dentro de este para, posteriormente, radiografiar bajo sus parámetros la compleja coyuntura global que atravesamos. Se trata, en definitiva, de obtener una vista nítida del bosque global, más allá de cada árbol en particular, bajo la cual afirmamos que es la propia dinámica capitalista quien está generando la espiral en ciernes. Acabamos apuntando, en consecuencia, una serie de pilares desde los cuales plantear una estrategia política que realmente trate de virar radicalmente nuestro rumbo lejos del abismo al que nos aboca la tormenta perfecta.

La tormenta perfecta inicia su espiral en Ucrania

La tormenta perfecta ha generado las condiciones de posibilidad del conflicto en Ucrania. Y este, a su vez, refuerza la virulencia de dicha tormenta, amenazando con activar una espiral de estallidos de todo tipo. Supone pues un punto y seguido muy relevante en la huida hacia delante del sistema capitalista, por lo que debe ser analizado en toda su complejidad. Partiendo de la abundante literatura al respecto, nos limitaremos aquí a desarrollar algunos apuntes que expliciten la fuerte correlación entre los fenómenos que dan lugar a la tormenta perfecta y condicionan los términos de la contienda política global, por un lado, y la guerra en Ucrania, por el otro.

Partimos, por supuesto, de la incuestionable responsabilidad del gobierno ruso en iniciar un conflicto bélico que está causando miles de muertes, destrucción generalizada, desplazamientos masivos y que, como ya hemos señalado, abre una caja de los truenos de impredecibles impactos globales. Nada justifica la invasión del territorio ucraniano, menos aún bajo imaginarios reaccionarios y de vocación imperialista, por lo que no podemos sino exigir a Rusia el fin de las acciones militares.

No obstante, comprender lo que está ocurriendo, para construir agendas que realmente apunten a la superación del statu quo actual, exige integrar en el análisis tanto el peso de ciertas tendencias estructurales como un mapa internacional de actores que han desarrollado y siguen desarrollando una muy notable agencia en torno al conflicto. Esta perspectiva más amplia y compleja necesariamente vincula la guerra en Ucrania con la disputa económica y geopolítica inter-bloques, centrada en la búsqueda de seguridad y posición global en un contexto de interregno en la hegemonía mundial, profunda crisis y colapso ecológico.

Es ahí donde tres variables estrechamente vinculadas a la tormenta perfecta están jugando hoy en día un papel central en el panorama internacional, y específicamente en el conflicto ucraniano. En primer lugar, el control y/o acceso a las claves para tratar de impulsar un crecimiento económico hoy en día gripado. Incluimos en este punto la disputa por la moneda internacional de intercambio, la gestión del sistema financiero, la garantía de mercados preferentes vía tratados de comercio e inversión y, muy especialmente, la captura de los principales nichos de mercado del capitalismo verde y digital (energías renovables, inteligencia artificial, 5G, vehículo eléctrico, etc.) como elementos estratégicos.

En segundo término, la disputa por los recursos físicos necesarios para sostener dichas estrategias de crecimiento es también una variable crucial en la contienda política global. La disputa, en este momento de extrema vulnerabilidad ecológica, se centra tanto en la energía fósil y renovable como en las ingentes cantidades de materiales necesarios para impulsar el capitalismo verde y digital (litio, cobalto, fosfatos, tierras raras, níquel, cobre, etc.). Finamente, las garantías de seguridad de cada bloque y la búsqueda de equilibrios geopolíticos suponen también un lugar común en estos tiempos, fenómeno que parece alentar las dinámicas militares como complemento de las disputas económicas y geopolíticas.

Todos estos factores ayudan a entender la coyuntura global actual, y muchos ellos tienen una activa participación en el conflicto ucraniano. Condicionan, en este sentido, tanto las posiciones previas al conflicto como las que cada bloque sostiene en la actualidad, y que en términos generales están fortaleciendo la escalada bélica y alimentando la espiral de la tormenta perfecta.

Bajo esta perspectiva, Ucrania es un enclave paradigmático a escala global. Además de contar con un volumen significativo de gas, petróleo y uranio, atesora las mayores reservas de litio y tierras raras de todo el continente europeo. Estos últimos son minerales metálicos clave para la economía actual (teléfonos móviles, turbinas eólicas, automóviles eléctricos, etc.), cuya demanda se ha multiplicado exponencialmente dentro de un mercado mundial que controla China en un 80%, y que ya da síntomas de saturación. Ucrania es considerada, a su vez, no solo el granero de Europa, sino de un marco geográfico más amplio que incluye el Norte de África y Oriente Próximo.

Pero la relevancia de Ucrania no termina en sus recursos, sino que tiene que ver también con su rol de puente entre Europa y Asia. Esta situación geográfica siempre relevante —recordemos la teoría de Mackinder, que destaca la importancia geoestratégica de Europa Oriental y Asia Central— lo es aún más en un contexto en el que el centro de gravedad mundial parece pivotar hacia Asia. Ucrania se  reconfigura como un territorio clave para los mercados globales, tanto para el megaproyecto eurosiático de infraestructuras conocido como la Ruta de la Seda, como para el tránsito de los hidrocarburos rusos a través de los dos grandes sistemas de gaseoductos que conectan Rusia con Europa Occidental a través de Ucrania.

Partiendo de estas premisas, Ucrania evidentemente no es un conflicto local sino internacional, activado desde hace tiempo por la actuación de todas las potencias globales, las cuales atesoran su mayor o menor cuota de responsabilidad en favorecer, azuzar e incluso fortalecer la espiral bélica vigente. No realizaremos aquí un necesario análisis histórico de dicho conflicto, sino que nos limitaremos a valorar someramente las estrategias de EEUU, la UE y China, tanto en la génesis de la actual guerra a escala estatal como en la respuesta a la misma.

De esta manera, Estados Unidos, cuyas principales armas en la disputa actual por la hegemonía frente a China son el dólar y su poderío militar, ha resucitado a la OTAN para entorpecer el progresivo traslado del centro de gravedad mundial a Asia. Por eso ha venido desarrollando una agresiva política de cercamiento a China (fortaleciendo también AUKUS, la alianza militar de EEUU, Reino Unido y Australia), enconando la tensión en Taiwán y priorizando la inclusión de ciertos países en la alianza atlántica, entre ellos Ucrania. Esto supone una amenaza a Rusia como aliado del gigante asiático, haciendo saltar por los aires los acuerdos históricos de no ampliación de la OTAN vigentes desde hace treinta años y actualizados en la década pasada.

La pretensión fundamental de esta estrategia respecto a Ucrania, además de garantizar el control sobre los recursos del país, ha consistido en alejar a la Unión Europea del eje oriental para disciplinarla en el occidental, entorpeciendo así el proyecto de La Ruta de la Seda, la rúbrica final del acuerdo chino-europeo de inversiones (la UE es el mayor socio comercial de China desde 2020), así como la estrategia de fortalecimiento de las relaciones energéticas de esta con Rusia (la suspensión del gaseoducto Nord Stream II, que unía directamente Rusia y Alemania sin pasar por Ucrania, caminaba en esa dirección). EEUU, por tanto, está haciendo valer su peso militar para recuperar terreno económico frente a China, a expensas de los acuerdos políticos vigentes. No sería del todo descabellado que volviera a resucitarse, aprovechando el shock de la guerra y si se dieran las condiciones, la idea de un tratado de comercio e inversión entre Estados Unidos y la Unión Europea (un TTIP 2.0) que aunara estrategia militar y económica, asegurándose EEUU un acceso preferente a los mercados europeos.

EEUU ha azuzado irresponsablemente el conflicto en Ucrania, conociendo sin duda el carácter autoritario y de vocación imperialista del gobierno ruso, así como su posible respuesta ante una amenaza real de ampliación de la OTAN. Pero además sigue enconando la disputa promoviendo una escalada belicista y punitiva —más allá de su veto a los hidrocarburos rusos, entre otras medidas, no hay que olvidar el puñetazo en la mesa al sistema financiero al cerrar el sistema swift a ciertos bancos— en la medida en que los objetivos principales de su estrategia se están cumpliendo.

La Unión Europea, por su parte, tampoco ha contribuido a la distensión en favor de una solución diplomática que garantizara la neutralidad de Ucrania, al mismo tiempo que alimenta junto a EEUU la espiral belicista actual, salvo la excepción de los intentos de los presidentes francés y alemán por buscar una solución dialogada junto al jefe del ejecutivo chino. Es muy probable que su evidente retraso en la nueva economía verde y digital, el magro crecimiento económico, así como la dependencia material y energética que padece, hayan favorecido su intromisión en los asuntos ucranianos a lo largo de la última década. La UE ha mantenido, en términos generales, una posición de sumisión respecto a los intereses de EEUU como aliado principal, cimentada además sobre el distanciamiento creciente de los gobiernos del este de la Unión respecto a Rusia.

Si la autonomía política y estratégica de la UE ha brillado por su ausencia antes del estallido del conflicto, también lo ha hecho con posterioridad. La Unión Europea está contribuyendo a la escalada belicista enviando armas letales que enconarán la situación, imponiendo sanciones que incidirán en las vidas de la ciudadanía rusa y global, alentando una lógica de economía de guerra, e incluso acogiendo favorablemente la solicitud del gobierno ucraniano de ingreso exprés en la UE. Recordemos que Ucrania es un país de democracia de muy baja intensidad, en el que incluso la izquierda partidaria es ilegal. Hasta hace poco tiempo, por el contrario, se estaba debatiendo en el seno de la UE la vigencia de la cláusula de “respeto al Estado de derecho” como premisa de acceso de países como Polonia y Hungría a los fondos europeos de recuperación.

De este modo Europa, en vez de posicionarse como eje del equilibrio multilateral en un mundo multipolar, pone en cuestión su supuesto marco de derechos y libertades, y se somete a los dictados de unos Estados Unidos en declive que, además, no van a poder acompañar su estrategia de seguridad militar con el impulso de un “Plan Marshall del siglo XXI”, dada su situación económica.

China, que parece imponerse progresivamente como hegemón económico gracias al control de los nichos de la nueva economía y de parte significativa de los recursos físicos necesarios para impulsarlos —debido, paradójicamente, a no adoptar el dogma neoliberal de prioridad por el mercado—, defiende un multilateralismo activo y no injerencista en el plano internacional. Comparte así con Rusia su postura negativa a la agresiva estrategia de ampliación de la OTAN hasta sus fronteras, que sería parte del cercamiento al gigante asiático, pero no avala la invasión del territorio ucraniano, entre otras cuestiones, por su contexto específico en Taiwán (atención en los próximos tiempos a la isla como nuevo eje del conflicto en el marco de la tormenta perfecta, aderezado además por la crisis de los semiconductores). Al mismo tiempo, no quiere lesionar su relación estratégica con la UE, dada la escala de las sólidas relaciones económicas que mantienen, amenazadas en la actualidad por el rol sumiso y dicotómico que el proyecto europeo está manteniendo.

China, en este contexto, está aparentemente atrapada entre el reforzamiento de su alianza con Rusia y su apuesta por una vía diplomática y multilateral de solución al conflicto ucraniano. En este sentido, EEUU ha conseguido imponer por el momento su marco de confrontación occidente versus oriente, dado su mayor peso específico político-militar, sin que China haya aún logrado aún avances significativos en la paralización de la guerra que ayuden a superar esta dicotomía.

En definitiva, si Rusia es el culpable directo de la guerra en Ucrania, el conjunto de bloques regionales en disputa tienen también una responsabilidad directa y relevante, aunque asimétrica, en la gestación de la misma. Además, sus actuaciones, una vez iniciada la conflagración, no solo no han contribuido en términos generales a la distensión del conflicto, sino que ha activado una escalada belicista que pudiera anticipar una espiral de recrudecimiento de la tormenta perfecta.

En esta coyuntura, los principales actores internacionales, en medio de una crisis sin precedentes, han actuado y actúan en función de sus propios intereses económicos y geopolíticos, generando una situación en la que en última instancia son las mayorías populares del conjunto del planeta las grandes perdedoras. El pastel a repartir en tiempo de tormenta perfecta es muy limitado, y los actores internacionales prefieren confrontar que cooperar, aunque el resultado sea explícitamente negativo en términos planetarios. El conflicto ucraniano y su solución belicista, en consecuencia, no hacen sino ahondar en una espiral de nuevos estallidos.

La espiral ha comenzado, ¿y ahora qué?

Cuando el conflicto despertó, la tormenta perfecta no solo estaba ahí, sino que además se había fortalecido. La conjunción de una crisis de onda larga de un capitalismo gripado, financiarizado y cuestionado en su patrón global de acumulación, por un lado, y una realidad de extrema vulnerabilidad ecológica, por otro, han generado las condiciones para la guerra en Ucrania. Y esta, máxime en la vigente escalada belicista y punitiva, refuerza su virulencia y abre una espiral de posibles estallidos financieros, ecológicos, sociales e incluso militares.

Nos encontramos así ante una tormenta perfecta que ha empezado a descargar, pero que sigue acumulando densidad y presión. Sostenemos esta afirmación en base a la evolución de los cuatro fenómenos que definen la aporía capitalista en la que nos encontramos: cambio climático, agotamiento de energía fósil y materiales, inflación y deuda, acumulación gripada por limitaciones en la tasa de ganancia.

Comenzando por el cambio climático, este ha alcanzado un récord histórico en 2021, situándose la concentración de partículas de CO2 en la atmósfera en 419,13 ppm. La cifra de 350 sería el límite considerado seguro para que el clima no se desestabilice, umbral que ya se traspasó en 1990. Por tanto, el supuesto desacoplamiento entre crecimiento y emisiones que prometía el solucionismo tecnológico del capitalismo verde y digital es falso, más aún si tenemos en cuenta el contexto actual de crecimiento bajo. El recién publicado informe del Panel Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático (IPCC), que complementa el primero difundido en agosto, afirma que de continuar en esta lógica alcanzaremos un incremento de la temperatura global de 4,4 ºC sobre la época preindustrial, cuando los acuerdos de París situaban el objetivo en 1,5 ºC. Las consecuencias de no apostar por una drástica reducción de emisiones —meta antagónica con el crecimiento económico— serían nefastas en términos de subida del nivel del mar, alteraciones en los ecosistemas, fenómenos meteorológicos extremos, migraciones masivas, acidificación de los océanos y degradación de tierras agrícolas.

Junto al cambio climático destaca el agotamiento de energía y materiales como fenómeno ecológico que limita la base física de actuación del capitalismo. Energía, alimentos y materias primas vienen sufriendo desde hace tiempo una evolución errática en sus precios en forma de dientes de sierra que, entre otras cuestiones, es un indicador de la superación de picos y agotamiento. Los precios dependen de múltiples factores, algunos más coyunturales (conflictos bélicos y sanciones, especulación), otras de carácter estructural (mercados energéticos corporativizados, desinversiones en energía fósil por falta de rentabilidad), pero están abocados a un crecimiento sostenido, fruto de la escasez de oferta (petróleo, fosfatos, minerales metálicos, tierra fértil, etc.) y la creciente demanda de un capitalismo que, pese al relato de la desmaterialización de la economía, está pasando de la dependencia de la energía fósil a una multidependencia que incluye los minerales metálicos, dentro de un marco de elevado y creciente consumo físico.

La guerra ha reforzado esa tendencia previa, ya muy evidente en 2021, provocando que el barril de Brent llegue a situarse por encima de los 127 euros, que el gas europeo esté en los 215 euros por megawatio, que los alimentos se encarezcan un 20%, el litio un 437% y que el níquel alcanzara los 100.000 dólares la tonelada, por poner solo algunos ejemplos que afectan al conjunto de la actividad económica y social. Los impactos de este incremento de costes, más allá de su relación directa con las expectativas de crecimiento económico, son ya evidentes en términos de cierre o cese de la actividad de empresas y desabastecimientos dentro de las cadenas globales de producción, pero también de encarecimiento generalizado de las condiciones de vida e incluso de inseguridad alimentaria, abonando una dramática situación en la que 20 países ya se encontraban previamente en situación de alerta, especialmente en África y Oriente Medio.

Siguiendo con la secuencia de la tormenta perfecta, el incremento de costes de energía y materiales influye en una inflación en claro ascenso y sin parangón en las últimas décadas, proceso que ya era evidente en otoño del año pasado. Si esta se situaba en febrero en el 7,4% en el Estado español, en EEUU era del 7,5%; en Bélgica 8%, en Reino Unido 5,5% y en Italia 5,7%. Se trata entonces de un fenómeno general y estructural que, además de precarizar a la clase trabajadora vía salarios reales negativos, se come los ahorros, incrementando las tensiones para elevar los tipos de interés y cerrar el grifo de liquidez que mantenía en respiración asistida a la economía global. En consecuencia,  tanto EEUU como Reino Unido han previsto subidas de los tipos, mientras que el Banco Central Europeo acaba de anunciarlos también para 2022, al mismo tiempo que el cierre progresivo de los estímulos monetarios.

El resultado de estas medidas, en un contexto en el que la deuda pública y privada global supera los 296 millones de dólares (un 353% del PIB mundial, habiéndose incrementado en 36 billones entre 2020 y 2021, cifra similar a las economías china y estadounidense juntas), puede ser nefasto en forma de impagos y estallidos financieros, en el marco de mercados que son muy vulnerables al más mínimo cambio negativo. Aunque las élites se habían desprendido tácticamente del dogma neoliberal de luchar contra la inflación mediante la contención monetaria, sabedoras del rol balsámico a corto plazo de la inyección masiva de liquidez en un capitalismo estancado, esta ha exacerbado la contradicción entre economía productiva y finanzas, siendo estas últimas las que imponen su lógica, aunque se pinche el globo de innumerables burbujas sustentadas bajo la nada y completamente desreguladas.

Finalmente, llegamos al cuarto fenómeno que define la tormenta perfecta, seña de identidad del capitalismo: el crecimiento económico a través de la acumulación de capital. Nos encontramos ante una crisis de onda larga en la que, pese a los cantos de sirena de la digitalización, hace décadas que no se consigue un incremento significativo en la tasa de ganancia a través de aumentos sólidos y generalizados en la productividad, que generen sendas de crecimiento, inversión y empleo. Si la propia OCDE afirmó en 2014 que el crecimiento sería muy exiguo al menos hasta 2060, la pandemia y la actual guerra hacen que estas proyecciones se desplomen. Así, a la profunda recesión de 2020 (-3,2% del PIB mundial, aunque muy asimétricamente repartido por regiones) le siguió una recuperación del 5,5% en 2021, así como una enorme incertidumbre en torno al desempeño presente y futuro.

En este sentido, los cambios poco significativos en la evolución de la productividad y la tasa de ganancia, sumados al impacto de fenómenos de la tormenta perfecta (vulnerabilidad climática, agotamiento de recursos, inflación galopante, estallidos financieros, etc.) convierten el crecimiento en una quimera —no es posible crecer más con menos recursos— y condenan al capitalismo a una dinámica de estanflación, en la que se combina la recesión con guarismos altos de inflación. Una situación caótica a la que se suma la economía de guerra hoy vigente, lo que lleva a que ya se empiecen a escuchar con fuerza las trompetas de unas políticas de austeridad que podrían redoblar los impactos de las impulsadas tras el estallido financiero de 2008.

La guerra en Ucrania, en definitiva, abre la caja de los truenos de la tormenta perfecta. Pero también provoca la mutación de la agenda política del capitalismo verde y digital en una versión más belicista y autoritaria, que asume la violencia como fenómeno y herramienta estructural. La marginación de la vía diplomática, el cierre de medios de comunicación, el señalamiento de activistas no alineados con la propaganda oficial, el anuncio de incrementos en los presupuestos militares no son sino señales de una democracia aún más depauperada; de una institucionalidad multilateral descontextualizada y que pierde peso político a pasos agigantados; de unos Estados que redefinen los derechos desde una lógica de desregulación, expulsión, expropiación, encierro y destrucción, lesionando en una nueva vuelta de tuerca los intereses de las clases populares; de una violencia asumida como herramienta política generalizada, en la que no es tan importante la victoria en sí —como puede ocurrir en Ucrania— como el disciplinamiento social y geopolítico que genera. Una suerte de guerra social que pasa de ser una amenaza a convertirse en parte informal de la estructura institucional.

Pese a los cantos de sirena post-pandémicos, el capitalismo 4.0 era esto: una tormenta irresoluble, una agenda autoritaria y violenta, y una fuente de estallidos de todo tipo, que no excluye una espiral militar, dada la querencia capitalista por tratar de solucionar sus contradicciones vía guerras de amplia escala. Frente a este oscuro panorama, es necesario posicionar con ahínco una agenda política furibundamente antibelicista, que detenga cuanto antes tanto las acciones militares como el peligroso relato de la “economía de guerra”; que prefigure un nuevo marco de multilateralismo, ante el desmantelamiento evidente del vigente desde la segunda guerra mundial; que, dentro de dicho marco multilateral, fortalezca la autonomía política europea, frente al sumiso rol actual de la UE como simple “prestadora de servicios de apoyo geoeconómico en beneficio de la OTAN, es decir, de Estados Unidos”, en acertadas palabras de Wolfang Streeck. Que, en última instancia, impulse la necesaria transición económica, ecológica, social y política desde posturas anticapitalistas, en un momento en el que se evidencia que el sistema hegemónico nos conduce al abismo.

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