LA TECNOLOGÍA NO NOS SALVARÁ

La tecnología no nos salvará

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Por Carmen Duce Díaz

 

Para frenar la emergencia climática solo hay un camino: dejar de quemar combustibles fósiles. Dejarlos enterrados, evitar nuevas prospecciones y afrontar un verdadero cambio sistémico que ataje de raíz el origen del cambio climático.

La Cumbre del Clima parece que va a terminar sin alcanzar los acuerdos que necesitamos para frenar la crisis climática. A pesar de la decepción, hay algo que no admite duda: tanto la presidencia británica como la gran mayoría de los países, se han llenado la boca para hablar de la emergencia climática. Las declaraciones institucionales han asumido como propias las evidencias científicas presentadas por el Panel de Expertos para el Cambio Climático (IPCC). En el avance de su Sexto Informe de Evaluación, presentado en agosto de 2021, el IPCC es claro: el cambio climático es generalizado, rápido y se está intensificando.

Si las emisiones no se reducen de manera rápida, será imposible limitar el incremento de la temperatura a los 2º C. Y si bien ya estamos notando los efectos del calentamiento global (inundación de zonas litorales, incendios de magnitud desconocida antes, pérdida de la biodiversidad, propagación de enfermedades infecciosas o derretimiento de glaciares milenarios, entre otras) la comunidad científica ni siquiera se atreve a vislumbrar qué es lo que podría ocurrir por encima de los 2ºC. Una vez se superen ciertos puntos de inflexión (tipping points) y se desequilibre completamente el sistema climático, no podremos hacer más que adaptarnos a lo inevitable y hacer frente a pérdidas y daños que ya están ocurriendo pero que, sin duda, aumentarán a gran escala.

Frente a esta acuciante y desesperada situación, las empresas que se han enriquecido con la quema de combustibles fósiles siguen empeñadas en vender humo. Nos proponen soluciones de final de tubería, tecnologías de ciencia ficción para que nada cambie, y para que el sistema capitalista siga rodando, apretando el acelerador hacia el precipicio.

En esta COP26 se ha hablado mucho de neutralidad climática, el net zero, poniendo el foco fundamentalmente en tecnologías —a pesar de que han demostrado su ineficacia y sus riesgos— como la captura y almacenamiento de carbono o la energía nuclear. También se ha hablado de propuestas tan fantasiosas como la gestión de la radiación solar.

En la zona azul de la COP —los espacios de negociación oficiales- los países ricos, a instancias de las multinacionales patrocinadoras de la cumbre, han abogado por incluir estas tecnologías fallidas en sus compromisos de reducción de emisiones, las NDC (nationally determined contribution).

No en vano, en lo que va de siglo se han destinado miles de millones de dinero público y privado a experimentos que han tratado de capturar carbono o reflejar la radiación solar. El Tribunal de Cuentas de la Unión Europea publicó en 2018 un informe sobre los fondos dedicados a este tipo de proyectos. Según el informe, “ninguno de los proyectos de captura y almacenamiento de CO2 financiados por el NER300 han obtenido resultados satisfactorios”.

Pero hablemos de algunos de sus efectos negativos. En la Cumbre de los Pueblos de Glasgow, el encuentro alternativo a la COP26 que ha congregado a miles de activistas, hemos podido escuchar testimonios de las comunidades afectadas por algunos de estos experimentos de geoingeniería. La geoingeniería se presenta como una solución tecnológica para combatir el cambio climático, al manipular a gran escala algunos factores que influyen en el clima del planeta. Las tecnologías de geoingeniería climática pueden dividirse en: la gestión de la radiación solar (reflejar la luz del sol al espacio), la captura y almacenamiento de gases de efecto invernadero y la modificación del clima. Dentro del marco de la geoingeniería se incluyen una amplia gama de técnicas, entre ellas: “blanquear” las nubes para que reflejen los rayos del sol; lanzar partículas de materiales reflectantes, como los sulfatos o el carbonato cálcico a la estratosfera; espolvorear perlas de silicato reflectantes sobre los hielos polares; verter partículas de hierro en los océanos para alimentar el plancton que absorbe el CO2; o modificar genéticamente los cultivos para que su follaje refleje mejor la luz solar.

Muchos de estos experimentos están previstos en territorios indígenas originarios y tradicionales, como el proyecto SCoPEx, que propone inyectar partículas de sulfato en la atmósfera para probar su eficacia para bloquear el sol. SCoPEx ha sido temporalmente paralizado dada la oposición de la comunidad Saami (Laponia) a la puesta en marcha de un proyecto en su territorio sin haber realizado previamente ningún proceso de consulta ni información pública. La población nativa se opone también al proyecto Ice911 en Alaska, ahora conocido como Arctic Ice Project, que pretende esparcir millones de diminutas burbujas de vidrio sobre el hielo del Ártico para ralentizar el deshielo y reflejar la luz solar.

Estos proyectos, además de llevar décadas de experimentación sin demostrar su viabilidad, pueden provocar graves impactos en territorios vulnerables, y son un freno a la verdadera lucha contra el cambio climático, al detraer recursos económicos y energéticos de las verdaderas soluciones.

Por otro lado, una de las energías más peligrosas que la humanidad ha desarrollado, la energía nuclear, también ha estado también muy presente en esta COP26, especialmente en los espacios abiertos al público. Incluso en la zona verde (la zona de eventos abierta al público, mayoritariamente copada por las empresas patrocinadoras de la cumbre), un expositor muestra las teóricas maravillas de la fusión nuclear, una tecnología que lleva más medio siglo en fase experimental y de la que siempre se dice que le faltan otros cuarenta años más para ser viable, y rentable.

Pero ya no hay tiempo. Para frenar la emergencia climática solo hay un camino: dejar de quemar combustibles fósiles. Y para ello, la única vía es dejarlos enterrados, evitar nuevas prospecciones y afrontar un verdadero cambio sistémico que ataje de raíz el origen del cambio climático.

Para reducir las emisiones asociadas al transporte, por ejemplo, debemos pensar más en cómo reducir la necesidad de movilidad de personas y mercancías (mediante la producción y el comercio local, o la reducción del consumo de productos superfluos que no necesitamos), y menos en electrificar todo lo que se mueve. De nada sirve invertir esfuerzos en intentar algo tan inviable como la electrificación de toda una flota de vehículos si mantiene su tamaño actual.

Nos queda muy poco tiempo para organizar una transición justa a un sistema socioeconómico que ponga de verdad la vida en el centro, y no los beneficios económicos. Este cambio va a requerir mucha energía y muchos esfuerzos, y no podemos permitirnos el lujo de despilfarrarlos en falsas soluciones que ya se han demostrado inútiles e incluso, peligrosas.

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