SERÁ LA DESIGUALDAD LA QUE HARÁ ARDER LAS CALLES(Y EL PLANETA)

Será la desigualdad la que hará arder las calles (y el planeta)

“Jamás una propuesta podrá ser adecuada si no se acepta la dimensión del problema. Por eso es tan importante la pedagogía decrecentista”, señala el autor.
Protestas en Chile, 2019. Foto: Vivian Morales C./Flickr

 

 

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Qué aparente paradoja: precisamente la falta de combustible –las consecuencias de sus altos precios– será una de las razones que harán que, más pronto o más tarde, las calles ardan. La chispa será la [falta de] gasolina. Ya pasó en parte con los chalecos amarillos franceses, aquella suerte de preludio de lo que está por venir.

Aún no se ha entendido bien –mejor dicho, no se ha querido que se entienda– lo dependientes que somos de esos combustibles fósiles que, a la vez que tenemos que ir abandonando para no destrozar más el clima estable y la vida, siguen siendo la base de nuestro sistema alimentario totalmente petrodependiente. Esa es quizá la contradicción más grande: comemos combustibles fósiles, pero usarlos indiscriminadamente está haciendo a las cosechas sufrir un clima cada vez más extremo, que puede acabar haciendo pedazos la estabilidad –y no solo la climática–, pues del orden aparente al caos absoluto hay unas pocas comidas de diferencia.

Los avisos han estado a la vista de quienes han sabido encontrarlos. Aparentemente los gobiernos no han estado entre ellos. Ya que de ser verdaderamente conscientes, las medidas deberían haber sido mucho más atrevidas. Y las campañas de pedagogía necesarias han brillado, pero por su ausencia.

Recientemente, The Economist publicaba sobre «la catástrofe alimentaria que viene» marcada por la invasión de Ucrania. Pero es que días antes de que ese conflicto estallara ya avisábamos Antonio Turiel y yo que venía un problema tremendo con el aumento del precio de los fertilizantes –cuya raíz viene de lejos y es eminentemente energética- y que eso nos situaría ante una gran crisis alimentaria, y ante una elección crucial, que debería ser simple, pero que si no se puede hacer coordinada y cooperativamente se torna terriblemente compleja: hay que simplificar, elegir qué sostener y qué dejar caer. Porque energéticamente vamos a tiempos interesantes, como reza aquella supuesta maldición china. Y si no construimos un sujeto político capaz de elegir, la mano invisible hará visible nuestra elección inconsciente.

Desde muchos sectores se ha querido –y se quiere– esconder que una transición a energías renovables que conserve una cantidad de energía similar a la que consume el mundo es simple y termodinámicamente imposible. Que las renovables son el futuro, sin duda. Pero ese futuro ni está garantizado, ni será similar a lo que ahora disfrutamos. Que vienen curvas y el coche eléctrico no servirá para agarrarnos al asfalto como si nada hubiera pasado. Que en el transporte de mercancías y la alimentación están los puntos más débiles de nuestro sistema hipercomplejo.

Ante esta situación de emergencias entrelazadas, desde que comenzó la pandemia, los 10 hombres más ricos del planeta han doblado su riqueza, mientras el 99% por ciento de la sociedad perdíamos poder adquisitivo. Y eso que aún no se había disparado la inflación cuando Oxfam realizó ese informe.

Un modelo llamado HANDY (Human And Nature DYnamics) estudió el tema crucial de la desigualdad. Resumiendo mucho: la desigualdad es uno de los principales motivos de que una sociedad colapse. Y es muy simple, por dos razones: la élite de una sociedad desigual vive en una burbuja de lujo, muy desconectada de la realidad e inmune a las señales de alarma. Y las capas menos favorecidas, maltratadas por la desigualdad, jamás aceptarán renunciar a nada –con razón– y mitificarán el comportamiento de las élites. ¿Les suena familiar?

Ante esta concatenación de abismos a la vista, solo las recetas de redistribución de la riqueza, de expropiación, pueden hacer frente al problema que tenemos delante de las narices. Un problema que ya ha hecho que la Unión Europea, en su flamante estrategia REpowerEU, se olvide de su disfraz favorito color verde –para disimular sus vergüenzas– y apele directamente por aumentar el uso del carbón y de la energía nuclear.

Jamás una propuesta podrá ser adecuada si no se acepta la dimensión del problema. Por eso es tan importante la pedagogía decrecentista. Y a la vez la construcción de redes de apoyo, y de militancias heterogéneas, que sepan enriquecerse de la inevitable diversidad.

Que ardan las calles no tiene por qué ser exclusivamente negativo. Puede tener consecuencias desagradables, pero la inacción y el silencio también las tienen. Ahí podemos mirar a Chile y aprender, quizá. Aún con claroscuros y un proceso que pende de un hilo hasta septiembre, la constituyente chilena es un proceso del que podemos aprender.

Podemos aprender que para generar un nuevo orden contra uno viejo que se resiste, un poco de conflicto es imprescindible. Podemos aprender que la desobediencia civil ayuda a ampliar los límites del discurso y de lo posible. Podemos aprender que, aunque es un arma de doble filo, el fuego de las calles en ocasiones ilumina el camino.

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