EL PROBLEMA NO ES LA POLARIZACIÓN, ES LA RADICALIZACIÓN DE LA DERECHA

Partidarios del expresidente Donald Trump el 3 de septiembre de 2022, en Wilkes-Barre, Pensilvania. (Foto: Spencer Platt / Getty Images)

El problema no es la «polarización», es la radicalización de la derecha

Muchos liberales lamentan la polarización social. Pero el retorno a un «centrismo sensato» ignora la crisis real a la que nos enfrentamos, equiparando a quienes quieren resolverla con quienes son parte del problema.

Los recientes ataques de Joe Biden contra Donald Trump y los «republicanos del MAGA [Make America Great Again]» han provocado la indignación de la derecha estadounidense. Lo que debería sorprendernos no es la fuerza del ataque —contra lo que son, después de todo, fuerzas descaradamente antidemocráticas— sino el alejamiento que representa respecto del enfoque que suelen adoptar los actores políticos tradicionales: uno que tiende a eufemizar la amenaza de la extrema derecha y a establecer una falsa equivalencia o simetría con las fuerzas que la resisten.

El concepto de «polarización» se utiliza cada vez más en los círculos convencionales para lamentar el estado actual de la política. Es un paralelo liberal a los pánicos morales de la derecha sobre la cultura de la cancelación, la «wokeness», o lo que solía llamarse «corrección política». Estos pánicos morales se basan generalmente en sucesos ridículos que, sin embargo, se filtran en el discurso público, a menudo con la ayuda de los medios de comunicación dominantes. Como ha documentado Nathan Oseroff-Spicer, el pánico «woke» se ha extendido a los clubes de striptease, el ejército, las empresas, la educación médica e incluso a la monarquía británica, entre otros. Aunque el centro liberal considera exagerada la «guerra contra el woke» de la derecha, insiste en presentarla como una cara de un dualismo de extremismos tanto de izquierda como de derecha. Puede que la derecha haya dado rienda suelta a sus tendencias extremistas y autoritarias, pero también lo ha hecho la izquierda. Los trumpistas y los brexistas son el reverso de los antifa y de los estudiantes demasiado despiertos y entusiastas.

La solución, se nos dice con condescendencia, pasa por un término medio más razonable, basado en la tolerancia hacia los puntos de vista divergentes. Pensemos, por ejemplo, en la proliferación de artículos sobre gente de izquierda que se niega a salir con reaccionarios o en la necesidad de «tender puentes» o «pinchar la burbuja». ¿No es esto lo que ha permitido a nuestras sociedades progresar hasta este avanzado estado de democracia? ¿Quién fue el gran filósofo que dijo una vez que «hay gente muy buena en ambos lados»?

Esto no es nada nuevo, por supuesto. Durante mucho tiempo ha sido fundamental para el liberalismo abstracto y ha servido para protegerlo contra los cambios democráticos radicales que habrían desafiado los intereses ligados al statu quo. Así que no es nada sorprendente ver su reciente resurgimiento bajo frases tan trilladas como «el mercado de las ideas». Se nos dice que no debemos tener miedo de las ideas con las que podemos estar en desacuerdo: si son malas, pero confrontadas en un entorno público, serán derrotadas y la razón prevalecerá. Eso parece sensato… a menos que se haya prestado atención a la evolución política de las últimas décadas y a lo que realmente está en juego en la política moderna.

¿Maduro?

Es fácil ver cómo esta postura resulta atractiva y tranquilizadora para aquellos que se encuentran en una posición cómoda. En su opinión, nuestra libertad está amenazada por quienes sostienen ideas que están por fuera de los límites, ya sea en la izquierda o en la derecha. Este enfoque de la política, suave, maduro y sensato no podría ser más razonable. Y si este statu quo beneficia a los que defienden esta posición, bueno, eso es solo una ventaja añadida.

Sin embargo, esto es razonable solo si nos abstraemos de lo que es la política. Significa ignorar lo profundamente desiguales e injustas que son nuestras sociedades y cómo la situación, de hecho, está empeorando. Significa ignorar las crisis que tenemos encima, la urgencia de soluciones radicales y lo intransigentes que son las fuerzas de la reacción. Parece cada vez más claro que el fascismo está surgiendo como respuesta a la incapacidad del sistema actual para resolver las crisis que él mismo ha creado. En este contexto, es sencillamente criminal que el liberalismo convencional ceda ante los reaccionarios y normalice sus argumentos.

La polarización ha sido utilizada por académicos y comentaristas para hablar del vaciamiento del centro político con la mirada puesta en la Europa continental, donde el apoyo a los partidos socialdemócratas y de centroderecha se ha desplomado. Pero en la anglosfera el término también se ha utilizado para describir una radicalización tanto de la izquierda como de la derecha.

Sin embargo, esto significa a menudo presentar una radicalización paralela en ambos lados, equiparando las peligrosas tendencias autoritarias de la derecha con la supuesta «wokidad» radical de la izquierda.  El resultado es crear una falsa equivalencia entre una posición de extrema derecha y el rechazo a la misma, por muy leve que sea su forma (por ejemplo, no querer salir con republicanos del MAGA).

Así, la polarización incluye a los abierta y violentamente racistas, sexistas, homófobos, transfóbicos, clasistas y escépticos del cambio climático, pero también a los que se sitúan decididamente en el lado del antirracismo, del antisexismo, de los derechos LGBTQ, de la lucha contra la pobreza y la desigualdad y a favor del cambio radical para abordar la crisis climática.

Esta falsa equivalencia tiene dos consecuencias igualmente inquietantes. En primer lugar, al mismo tiempo que pinta a ambas partes de forma negativa, equiparar la política reaccionaria con su oposición normaliza automáticamente la política reaccionaria como si fuera una parte legítima del debate («¡hay que escuchar a ambas partes!»). Pensemos, por ejemplo, en la forma en que la BBC del Reino Unido cubrió el cambio climático durante años, dando casi el mismo espacio a los negacionistas que a los científicos, o en la cobertura desproporcionada que reciben los políticos y actores de extrema derecha y sus temas favoritos en todo el mundo.

No solo es ética y políticamente incorrecto dar tanto espacio público a ideas tan peligrosas, sino también ingenuo: presupone que estos actores están realmente interesados en el debate, en lugar de buscar simplemente la máxima difusión de sus ideas. Como escribió Nesrine Malik sobre programas como Newsnight, de la BBC:

Visiones antes relegadas a los márgenes políticos han llegado al gran público a través de los medios de comunicación tradicionales y redes sociales que antes nunca habrían contemplado su exhibición. La expansión de los medios de comunicación hizo que no solo las voces marginadas tengan asegurado el acceso al público, sino también aquellas con opiniones más extremas.

Pero, además, refuerza la hegemonía actual, presentándola como la única alternativa a la política reaccionaria al tiempo que se opone a cualquier resistencia real a esta última (por no hablar de las demandas de cambio radical en favor de la igualdad y la emancipación).

¿Sanar y crecer?

Se nos dice que el camino a seguir es el debate, la compasión y la reconciliación. Sin embargo, parece que tales gestos deben venir siempre de la izquierda o de las víctimas de la política reaccionaria y extenderse luego a la derecha y a los autores de dicha política, que no dan nada a cambio. En este sentido, fue revelador que la «reconciliación» fuera el elemento central del primer discurso de Joe Biden como presidente electo: «No somos enemigos. Somos americanos (…) Es momento de sanar en Estados Unidos».

Imagina que eres una de las muchas personas atacadas la política trumpista (y republicana en general, históricamente) a la que se le dice que, aunque haya ganado el bando que se supone que es el tuyo, tendrás que esforzarte por reconciliarte con gente que se ha envalentonado cada vez más en negar tu propia humanidad. Imagina que se te pide que dediques tiempo, energía y empatía a los autores de daños increíbles y a los partidarios de todo lo que es tan terrible en nuestras sociedades, mientras ves que se hace muy poco para abordar las innumerables crisis que nos afectan a todos (aunque de forma desigual). A los más vulnerables se les dice, una vez más, que tengan paciencia.

Aunque podemos remontarnos a décadas atrás con este tipo de estrategias, la generalización de las posiciones radicales se ha acelerado en los últimos tiempos. Bastó que transcurran solo unos años de la manifestación de «Unite the Right» y del asesinato de la activista antifascista Heather Heyer para que la impactante afirmación de Trump de que «había gente muy buena en ambos bandos» fuera engullida por su oposición liberal.

Esto no debería sorprendernos, ya que el ascenso de Trump y de la extrema derecha a nivel global fueron totalmente malinterpretados en los análisis tradicionales. Recordemos cómo se culpó de la elección de Trump (pero también del Brexit) a la «clase trabajadora blanca». Esto empalmó muy bien con la arrogancia de la clase media y la fantasía liberal, incluso si no resiste un escrutinio básico, ya que ambos encontraron claramente su base en los sectores más ricos de la sociedad. En cambio, legitimó políticas que tenían un atractivo limitado —aunque extremadamente preocupante—, haciéndolas parecer mucho más «populares» de lo que realmente son y como la voz de la «izquierda», a pesar de su sesgo profundamente elitista.

¿Dónde nos deja esto? Las élites liberales siguen aferrándose a la fantasía de que el liberalismo es innatamente un baluarte contra la extrema derecha y el fascismo. Sin embargo, esta creencia se basa en un escaso conocimiento de la historia del liberalismo. De hecho, en muchas ocasiones, la élite liberal ha encontrado posible e incluso preferible ponerse del lado de la opresión en defensa de sus propios intereses, y muchos de los derechos que la élite liberal utiliza para convencer a la izquierda de que les apoye se ganaron a pesar de esta tradición, y no gracias a ella. Los derechos de voto, por ejemplo, siempre fueron limitados y precarios, y se han reducido aún más recientemente tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido.

La hegemonía que ha alcanzado el liberalismo ha alimentado la creencia de que solo es posible un progreso lento, y que todo lo que vaya más allá nos llevaría por un camino autoritario. De ahí la fuerza actual del discurso de la «polarización». Sin embargo, las numerosas crisis que nos acechan exigen algo más que un débil reformismo. Con nuestra propia supervivencia amenazada a corto y medio plazo, está claro que el cambio radical está sucediendo, nos guste o no. La derecha está preparada para ello y tiene ideas claras de cómo podría ser: ya sea el gobierno tecnocrático de las corporaciones o el fascismo en toda regla. En este contexto, situarse en la valla entre la opresión y la resistencia no es ser «razonable», sino cómplice de la opresión.

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