HERENCIAS MORTÍFERAS

Herencias mortiferas

En 221 a.c., el señor de la guerra Ying Zheng concluye la unificación de China y funda la dinastía Qin, de la que se proclama emperador. Después de enviar sus tropas a repeler las tribus demasiado salvajes del norte, ordenó la construcción de una serie de fortificaciones militares mas allá del río Amarillo para defender los territorios recientemente conquistados. La colosal obra será conocida como «muro de diez mil li», o mas comúnmente la Gran Muralla, fruto del trabajo forzado y de la explotación de cientos de miles de presos, soldados, obreros y campesinos que verán coronar la legendaria crueldad del nuevo emperador. Desde entonces, miles de tramos de la Gran Muralla han sido destruidos, abandonados, enterrados, reconstruidos y ampliados a lo largo de 20 siglos de dinastías sucesivas. Hoy sigue siendo el mayor complejo arquitectónico en longitud, masa y superficie que el ser humano haya construido jamás. Los mas de 6.700 kilómetros de bastiones y fortalezas siguen simbolizando el poder estatal, o mejor, la mega-máquina, esa organización centralizada en la que confluyen técnica, explotación y poder, aplastando la autonomía, las diferencias y la libertad. Aunque su vocación primaria era la preservación de los territorios de los emperadores frente a los ataques e incursiones de tribus salvajes –principalmente mongoles–, no era por fuerza la principal, como atestigua la historia de los reinos y repúblicas, también llena de gigantescas construcciones técnicas, destinadas a inspirar temor y sumisión a los individuos frente al poder estatal.

A principios del siglo XII de nuestra era, el emperador Sui Yangdi compuso el siguiente poema para apoyar su política de restauración de fortalezas militares: «A través del desierto reconstruimos la Gran Muralla / Pero la idea no es nuestra / Fue construida por sabios emperadores del pasado: / Ellos establecieron una política que durará miles de siglos / Para asegurar la vida de sus millones de súbditos». Estos versos ahora se aplican perfectamente a otra obra humana que en 2011 vino a destronar la inmensidad de la Gran Muralla China en longitud, masa y superficie. Ahora, estas líneas son perfectamente aplicables a otra obra humana que en 2011 vino a destronar la inmensidad de la Gran Muralla en anchura, masa y superficie. Una estructura de proporciones inimaginables que se ha liberado de las estrechas fronteras de las naciones competidoras para establecerse en todos los rincones del planeta, independientemente de los regímenes políticos vigentes. Una obra que atravesó todas las barreras naturales, que cruzó los océanos y penetró en las entrañas de la tierra, que se abrió paso a través de los bosques y conquistó macizos montañosos dejando un legado que «durará miles de siglos» y determinará «la vida de sus millones de súbditos». Los emperadores nunca podrían haber imaginado que en un solo año una civilización podía construir una muralla que pesa 57,4 millones de toneladas, según las estimaciones más bajas. Y que cada año seguiría produciendo su equivalente y probablemente mucho mas, ya que en menos de una década la curva exponencial de su producción ha aumentado un 21%. Se trata de todo lo que se aglutina bajo el modesto nombre de «desechos de equipos electrónicos y eléctricos», esto es frigoríficos, ordenadores, teléfonos, monitores, estufas, lavavajillas, routers, baterías… En resumen, todo lo que conforma la triste flora metálica y plástica de nuestro mejor de los mundos.

Tras décadas de vertido de estos residuos altamente tóxicos a países africanos y asiáticos (una sola pantalla de plasma contiene suficiente plomo, cadmio, cromo y arsénico como para contaminar 50m3 de tierra durante al menos 30 años, el equivalente al jardín de un pequeño propietario), los Estados industriales han lanzado sucesivos programas para apoyar la industria del reciclaje. Aunque la rentabilidad de este negocio esté aumentando por los precios de los metales raros o preciosos que se pueden extraer de los desechos electrónicos (lo que los convierte en una mercancía mas) y por una demanda que no deja de crecer en un mundo en plena «transición ecológica» hacia un mundo totalmente digital y electrificado, el problema de la toxicidad de los procesos sigue estando ahí, además del de la parte no reciclable, que sigue siendo un nudo gordiano imposible de resolver. Y no son los vastos programas estratégicos lanzados a nivel de la Unión Europea para desarrollar un sector de reciclaje muy sofisticado, con el fin de reducir su dependencia casi total del suministro de metales necesarios para su renovación industrial, los que harán desaparecer mágicamente la toxicidad de estos residuos. Ésta sólo se suma a la de los residuos nucleares, con los que no se sabe qué hacer, y a la de los residuos altamente tóxicos de la industria química o electrónica, que acaban en barriles enterrados bajo tierra. A la espera de ser un poco más sofisticados, esto no impide que los industriales y los Estados sigan organizando, de forma más o menos mafiosa, la exportación de residuos electrónicos a otros países: desde el vertedero de Agbogbloshie (Ghana) donde barcos procedentes de Europa descargan mas de 250.000 tonelada anuales, pasando por los infernales vertederos cercanos a las ciudades de Lagos, Ibadan y Aba, hasta los vertederos a cielo abierto diseminados por Camerún, Kenya, Tanzania, Uganda o Chad. A parte del hecho que actualmente existe un auténtico tráfico internacional de desechos a través del cual los grandes del reciclaje aprovechan para deshacerse de lo que no es rentable reciclar. Por ejemplo, no menos del 60% de los ordenadores y aparatos electrónicos de segunda mano entregados por las autoridades europeas a los países africanos como «ayuda al desarrollo» resultan ser irreparables, es decir, residuos camuflados.

Otra obra de embergadura

Otra obra del mismo tipo, que no tiene nada que envidiar a los desechos electrónicos en términos de toxicidad, supera de lejos esta producción anual. Después del gran salto hacia delante de la petroquímica a finalizar la II Guerra Mundial, cuando todos los ejércitos se alimentaban por la magia de la química, la producción mundial de plástico experimentó un crecimiento exponencial, pasando de 2,3 millones de toneladas anuales en 1950 a 448 millones de toneladas en 2015. Desde el auge del plástico, la industria petroquímica a agraciado al planeta y sus habitantes con mas de 7 mil millones de toneladas de plástico (un material casi indestructible, no biodegradable, cuya duración de vida va de los 450 años al infinito, por si quedaba alguna duda sobre la durabilidad del legado industrial)… de las cuales casi cerca de 6 mil millones de toneladas se acumulan ahora en los vertederos y en la naturaleza. Es probable que una muralla así supere la imaginación más megalómana de cualquier emperador, ya sea romano, chino, maya o egipcio. Se puede añadir con orgullo a la ya bien nutrida lista de logros de la civilización industrial, que ha cubierto la superficie de la tierra con fábricas, centrales nucleares, presas gigantescas, autopistas, megapuertos, complejos químicos y bases militares, superando con creces a los imperios del pasado en todos los aspectos (tanto en términos de recursos energéticos utilizados como de cantidad de súbditos gobernados).

El plástico tiene un 99% de compuestos de origen fósil. Se fabrica a partir de nafta, un líquido producido mediante destilación de petróleo, o de etanol, que se encuentra en el gas natural. Para producir plástico, el sector petroquímico utiliza petróleo y gas, como materias primas y como fuentes de energía, lo que la convierte en la industria más ‘energívora’ del mundo. La Agencia Internacional de Energía (AIE) calcula que la industria petroquímica mundial crecerá un tercio entre 2020 y 2030. La petroquímica, que ya consume el 14% de la producción total de petróleo y el 8% de la de gas, es la causa principal del crecimiento del uso del petróleo. Las previsiones más conservadoras sugieren que más de mil millones de toneladas de plástico al año inundarán el planeta en 2040, lo que significa que el petróleo acabará utilizándose más para fabricar plástico que como combustible para los vehículos. En todo el mundo, los planes para construir, ampliar o reconfigurar las refinerías para producir plásticos avanzan a buen ritmo. En Francia, la inversión en desarrollo de productos y capacidad de producción petroquímica han aumentado un 40% entre 2020 y 2021, con la ayuda de subvenciones estatales concedidas en el marco del componente «insumos esenciales para la industria» del famoso programa de renovación industrial France Relance. Sin embargo, la gran mayoría de los nuevos proyectos destinados a aumentar la capacidad de producción de plásticos se encuentran en Asia y en los países del Golfo, donde se están construyendo o ampliando enormes complejos petroquímicos, como el fruto de la colaboración entre la petrolera saudí Aramco y el gigante energético francés Total, situado en Jubail (Arabia Saudí). Llamado Admiral, este faraónico centro petroquímico producirá nada menos que 2,7 millones de toneladas de productos químicos plásticos al año a partir de 2024.

Cada tres segundos, una tonelada de plástico va a parar al océano. Expuesto al agua y a la sal, los trozos de plástico se rompen en pequeñas bolitas, del tamaño de un grano de arroz o mas pequeñas todavía, que poco a poco acaban formando continentes flotantes, o mejor dicho, una sopa de plástico. En tierra firme, el plástico usado simplemente se entierra, cuando no se incinera (proceso que emite una cantidad impresionante de partículas tóxicas al aire, además de contribuir al calentamiento global por la emisión de gases de efecto invernadero, equiparable a la emitida durante su proceso de producción). Pero como los vertederos se llenan rápidamente, los residuos de plástico pronto entraron al mercado. Hasta 2018, cuando China puso fin a todas las importaciones de residuos, el país representaba casi tres cuartas partes de las importaciones mundiales de residuos plásticos, ya que las empresas occidentales aprovechaban la oportunidad de llenar los contenedores en la otra dirección de este gran exportador de productos manufacturados. Tras el embargo chino, la industria del reciclaje trasladó inicialmente parte de su actividad a los países del sudeste asiático, encabezados por Malasia, seguida de Tailandia e Indonesia. Luego, el año pasado, ante las protestas de los Estados afectados por esta verdadera avalancha de residuos plásticos en su territorio, los industriales, como era de esperar, se remiten continente africano, igual que con otros residuos. En lugar de «reciclar» el plástico, se trata, una vez más, del simple vertido de residuos, ya que esta operación sigue siendo un asunto muy complejo: la mitad del plástico no es reciclable, y alrededor de un tercio sólo se puede reciclar una vez. Todo este hermoso plástico petroquímico termina inevitablemente en los vertederos, esparcido por todo el mundo, o engullido por los océanos.

Herencias mortíferas

El industrialismo no sólo significa la producción de montañas de objetos nocivos, la maquinización y la robotización del presente, sino que también tiende a constreñir tanto el pasado (destruyendo autonomías y saberes, y arrasando las condiciones materiales que hacían posible una vida ajena a la dependencia industrial) como el futuro, condenándolos a un presente perpetuo.

La producción de residuos que supera la escala de muchas generaciones, y posiblemente de la humanidad, es un claro ejemplo. El presente, determinado por la producción industrial, se expande entonces indefinidamente hasta engullir todo lo que podría ser el futuro. Se trata de una ruptura sin precedentes que ya habían planteado los primeros críticos lúcidos de la energía nuclear: no sólo la existencia de esas centrales condiciona fuertemente, por su peligrosidad, las posibilidades de crear un mundo distinto al técnico y autoritario, sino que los residuos radiactivos que producen masivamente hipotecan cualquier horizonte de futuro. Un mundo sin residuos radiactivos, con todo lo que ello conlleva, ha desaparecido de la lista de posibilidades. Y es aquí donde la producción nuclear alcanza dimensiones casi absolutas, determinando hoy todo lo que será posible (o no) por los siglos venideros. A la vista de la ingente producción de residuos industriales, desde plástico hasta metales pesados, la formidable espada de Damocles que la energía nuclear puso en manos del Estado y sus técnicos el siglo pasado, ya no tiene nada que envidiar a la de este podrido siglo XXI.

En todos los rincones del planeta, en medio de la ya innegable aceleración del cambio climático, al que la civilización industrial parece decidida a responder intensificando su guerra contra la vida, el legado tóxico de nuestro mundo se acumula día tras día. Su terrible carga ontológica ha hecho inútil cualquier intento de disolverlos en los océanos, de enterrarlos en las entrañas de la tierra, de convertirlos en humo que se disipa en el aire o de reciclarlos para alimentar a la insaciable bestia de la producción industrial. De hecho, los residuos están en el corazón mismo del proceso industrial, que al reducir la noción de pasado, presente y futuro a un presente insoportable y eternamente envenenado, se han convertido en un factor intrínseco a cualquier experiencia humana, actual y futura. A pesar de ello, y del lúcido pesimismo que podría inspirar esa conciencia, estas modernas Grandes Murallas, al igual que su predecesor histórico, no hacen imposibles o inútiles las incursiones hostiles en territorio enemigo, ni obsoletos los asaltos salvajes. En un mundo que se hunde, siguen expresando una libertad indómita y una conciencia sensible. Y eso es quizá lo que más importa hoy.

Avis de tempetês, n. 55-56, 15 agosto 2022

Artículo complementado con el fanzine «Reveses materiales del mundo digital»

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