XABIER DIEZ SOBRE LAS IZQUIERDAS Y LA INMIGRACIÓN

 

Fragmento del libro “Una història crítica de les esquerres” (Edicions El Jonc, 2019), de Xavier Diez, traducido al castellano. El autor ha publicado otros libros como “El anarquismo individualista en España, 1923-1938”, “Venjança de classe. Causes profundes de la violència revolucionària a la Catalunya de 1936”, “Anarquisme, fet diferencial català. Influència i llegat de l’anarquisme en la història i la societat catalana contemporània”, “El pensament polític de Salvador Seguí”, “Utopia sexual a la premsa anarquista de Catalunya”…


La defensa de las personas migrantes, que normalmente se encuentran en una situación de vulnerabilidad, en algunos puntos extrema y que, por lo tanto, entra dentro del campo de la más elemental justicia social, a menudo ni ha sido bien entendida ni tampoco demasiado bien gestionada por parte de la izquierda. La necesidad lógica de trabajar por el respeto y el reconocimiento de personas que, o bien se han visto obligadas a abandonar su lugar de procedencia, o bien prueban suerte buscando oportunidades, se ha entendido por parte de amplios sectores populares como defensa de la inmigración per se, y en un contexto de polarización social y material global, el fantasma de la competencia por recursos menguantes se ha levantado como peligro, más imaginario que real, por aventureros políticos demagogos y reaccionarios –que podrían tener claros exponentes en las figuras de Donald Trump, Viktor Orban o Matteo Salvini. Así, se ha generado un discurso, compartido crecientemente entre los electorados occidentales, que las izquierdas dan preferencia a los inmigrantes respecto a los autóctonos. Las dificultades por establecer un relato convincente sobre la cuestión, o quizás la mala conciencia histórica, ha potenciado una imagen de la izquierda como defensora acrítica de la inmigración, y esto ha provocado una creciente división –y tensión entre unas clases populares asustadas ante las hostiles transformaciones fruto de la globalización, y desmoralizadas por la degradación de su condición después de décadas de neoliberalismo.

La buena intención de gestionar un fenómeno como este no tiene consciencia ni de los precedentes históricos (la inmigración suele ser un mecanismo de las sociedades emisoras para aliviar tensiones sociales con el fin de que las minorías dominantes puedan mantener sus privilegios) ni de las consecuencias objetivas (tiende a desestabilizar el mercado laboral). En el deseo de captar nuevos proletarios y proyectar de manera inconsciente el mito del buen salvaje, no siempre se es consciente de que buena parte de los recién llegados a menudo tienen objetivos y valores diferentes a los defendidos por las izquierdas. En primer lugar, y por regla general, hacen en esfuerzo y corren riesgos (a menudo mortales) de emigrar con el objetivo de una prosperidad económica, que normalmente les eleve de categoría social respecto a sus iguales. Los esfuerzos se suelen centrar en la búsqueda del éxito material, aunque la gran mayoría fracasa, porque este juego perverso está diseñado para que se pierda. Es más, la inmigración es diseñada para abaratar costes al capital o, recuperando a Marx y Engels, para proporcionar el ejército de reserva de los trabajadores. Ya en plena Revolución Industrial, los empresarios ingleses no dudaban en reclutar campesinos de la devastada Irlanda, víctima de la Great Famine de mediados del siglo XIX para abaratar salarios en las ciudades británicas. Abolida la esclavitud, el Imperio Español promovió la emigración de gallegos o asiáticos en la isla de Cuba para mantener los salarios de subsistencia y condiciones de semiesclavitud en las plantaciones. Los Estados Unidos importaron trabajadores chinos, que morían a miles, para construir el ferrocarril del oeste con la voluntad de hundir salarios e incrementar beneficios (y que, además, atizaban la competencia contra los inmigrantes irlandeses). Por otro lado, buena parte de la promoción de la emigración femenina a Argentina tenía como destino llenar los burdeles de Buenos Aires.

A menudo la izquierda tiene mala memoria y olvida que resultaba tradicionalmente hostil al fenómeno de la inmigración. En primer lugar, desde las sociedades emisoras, porque en los estratos más bajos de la sociedad que probaban suerte en la otra punta del mundo, la inmigración suponía una picadora de carne humana, una maquinaria de destrucción masiva que separaba familias o que implicaba el sacrificio de una o dos generaciones de pioneros. A menudo los incentivos a abandonar la propia tierra eran cantos de sirena que contrastaban con la explotación que les esperaba en el punto de llegada. Suponía un síndrome de Ulises y un pesar infinito. Para la gente de mi generación, probablemente les resultará familiar “Marco, de los Apeninos a los Andes”, un relato breve en el libro Cor (1886), del escritor italiano Edmondo de Amicis (1846-1908), popularizado en una serie de dibujos animados japoneses. La historia describía la cruda realidad de la inmigración italiana en Argentina, el proceso de desarraigo, buscando una prosperidad material que no compensaba el duelo migratorio. De hecho, a lo largo del siglo XIX y principios del XX la literatura sobre la emigración llegó a ser todo un género caracterizado por la melancolía y la tristeza infinita, también expresada, por ejemplo, en la poesía o la música. Solo hay que recurrir, en nuestra literatura, al clásico L’Emigrant, de Jacint Verdaguer. Buena parte de la literatura, o otras expresiones como algunos géneros musicales, actualmente tienen que ver con el desencanto y las dificultades para adaptarse a una sociedad que funciona bajo parámetros distintos y que, a menudo, más allá de las buenas intenciones de las izquierdas, es recibida con frialdad o hostilidad. El movimiento anarquista del siglo XIX fue tradicionalmente muy crítico con este fenómeno, porque consideraba que venía motivado por los beneficios que suponía al capitalismo la explotación de mano de obra barata.

Por otro lado, y no menos importante, sería bueno recordar en este ejercicio de mala memoria histórica, que, en cuanto a las sociedades receptoras, los movimientos de izquierda también eran partidarios de un control estricto de la inmigración. Su rechazo no tenía nada que ver con el racismo, ya que probablemente no hay espacio más antirracista que el libertario, con un discurso pionero y humanista de gran potencia, sino porque una de las aspiraciones del movimiento era controlar de manera total el mercado de trabajo para que la llegada de trabajadores no desestabilizara el mercado laboral, incluso a escala municipal. De hecho, a lo largo de la década de 1930, una de las reivindicaciones de la CNT era impedir la contratación de trabajadores foráneos, aunque procedieran del pueblo de al lado, mientras hubiera alguien sin trabajo en el propio municipio. Los trabajadores organizados en el sindicato eran perfectamente conscientes de que en conflictos laborales, que solían ser alargados, una de las cartas que solía jugar la patronal era la importación de trabajadores normalmente con elevado grado de desesperación que ejercían de esquiroles o de competencia desleal para erosionar la capacidad adquisitiva y las condiciones laborales de los locales. Los socialdemócratas suecos de entreguerras podían acoger refugiados incluso con asignación económica con la condición de que no tuvieran derecho a trabajar mientras en el país hubiera parados. De hecho, anecdóticamente, cuando el cenetista de Reus Joan García Oliver, que había formado parte del gobierno de la República, es acogido como refugiado por la democracia sueca, ve con desesperación esta circunstancia de no poder trabajar (a pesar del excelente trato que recibe y el subsidio que le permite vivir a él y a su familia), hasta que se cansa e intenta ir a Latinoamérica, donde sí que le resultará posible [155].

Actualmente, el trabajo que hace la izquierda para combatir el racismo que suportan buena parte de los inmigrantes (fenómeno que representa una continuidad histórica) es presentado por buena parte de los medios más demagogos y conservadores como una manera de hacer el juego al capitalismo neoliberal. A pesar de las críticas de los movimientos antirracistas, no solo se ha globalizado el capital, sino también los trabajadores. La diferencia es que el primero manda, mientras que los segundos están supeditados a las estrategias de los poderes económicos y políticos globales. Es así como los movimientos populistas se aprovechan de esta contradicción en la que los discursos solidarios contrastan con lo que muchos perciben como competencia desleal. Uno de los objetivos confesados de las izquierdas ha consistido tradicionalmente en conseguir el control de los medios de producción y trabajo. Esto no significa que la izquierda tenga que ser despiadada, sino al contrario, solidaria, ya que una de las obligaciones que contrae consiste en promover la autoorganización de los trabajadores; es decir, en promover el equilibrio entre trabajo y recursos y su equitativa distribución. Esto implica una necesaria regulación de la economía, que también incluye la circulación de trabajadores, independientemente de su origen. Por otro lado, se echa de menos el abandono, por parte de cierta izquierda, de cierto discurso neomalthusiano, como asumió parte del movimiento libertario a finales del siglo XIX y principios del XX, en el sentido de que hay que promover de manera desinhibida el control de la natalidad para evitar precisamente el decalaje entre personas y recursos disponibles [156]; un control de natalidad que debería ser promovido de manera universal, también a partir de una consciencia ecológica y de supervivencia del planeta, en la línea de lo que reclamaba el demógrafo norteamericano Kingsley Davis, uno de los promotores del crecimiento cero.

Todo esto nos lleva a otra adicción: una tendencia a un cierto autismo social. Probablemente los fracasos y la falta de ideas conlleva un repliegue interno en el dogmatismo o las actitudes sectarias, que refuerza el alejamiento hacia la mayoría social. Parece como si a las izquierdas les diera miedo la gente, conocedoras de las distancias que las separan de la realidad. El abandono respecto a su público habitual explicaría esta incomodidad cuando tiene que aparecer públicamente y solo tiene algunas frases hechas, algunos lemas más o menos amortizados, y algunas consignas que acusan el paso del tiempo. No faltan responsabilidades por el hecho de que las izquierdas parece como su hubieran renunciado a politizar las personas, y se han acostumbrado, especialmente cuando ocupan, aunque sea de manera efímera, estrechas parcelas de poder, a reproducir una relación asimétrica y asistencial, adaptándose a los clientelismos propios de las sociedades desiguales. En otras palabras, se puede llegar a proyectar la idea de que las izquierdas se acaban concentrando en las minorías, en causas periféricas, en colectivos tan singulares que a veces parecen poner el acento y la atención en la excepción de la norma; y esta circunstancia puede empujar a muchos líderes, teóricos y activistas sociales a una minoría absoluta, a una irrelevancia social y política de la que es dificil salir.

Esto acaba culminando en otra, y quizás la más espectacular y definitiva adicción: la de la irrelevancia en el debate público y la renuncia al diálogo colectivo. La progresiva minorización, casi jivarización del movimiento, hace que muchos busquen el confort en las pequeñas certezas y renuncien a disputar la batalla en el campo de las grandes verdades. La seguridad de la trinchera ideológica, en una dinámica de una estrategia defensiva, fundamentada en la organización de retiradas, impide salir a campo abierto, tratar de recuperar el terreno perdido e intentar llevar una iniciativa abandonada al menos desde hace medio siglo.

Xavier Diez
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