NEOLIBERALISMO Y ESTATIZACIÓN

Neoliberalismo y estatización

Pues el Estado es el mayor enemigo del género

humano, y a todo el que coge por banda lo divide

Mucho ojo… sed siempre libres, independientes,

y no tengáis cuenta con nadie.

(Benito Pérez Galdós, Miau)

La cuestión de la naturaleza del Estado contemporáneo y de su relación actual con la economía capitalista en una fase neoliberal avanzada altamente inflamable por todo tipo de crisis, es de gran importancia para el esclarecimiento teórico de la protesta en el seno de las masas dominadas. Tal clarificación es una condición fundamental para la emancipación práctica de las mismas. Teniendo en cuenta esto, bien estará que expongamos algunas consideraciones al respecto.

Durante los tiempos críticos se saca al Estado en procesión. Si la pasada crisis sanitaria puso de relieve su papel fundamental en el control de la población y el cese parcial de la actividad económica, sin traumas ni contestación de importancia, las urgencias del calentamiento global del planeta y la actual subida del precio de los combustibles no han hecho más que reafirmarlo. Los mecanismos puestos en marcha para asegurar la tarea se han visto cualitativamente transformados: la digitalización ha dado pasos de gigante, la comunicación unilateral se ha generalizado y la manipulación informativa ha traspasado todos los límites sin resistencia perceptible. Las garantías jurídicas y los derechos sociales van siendo eliminados progresivamente mientras el aparato represivo sigue reforzándose. Lo que hoy llaman democracia, transición ecológica o desarrollo sostenible no son más que simulacros burlescos que no disimulan la atmósfera autoritaria creciente y la primacía anti-ecológica de las finanzas. El poder real se concentra y se centraliza a medida que las masas son desposeídas de la menor decisión y despojadas de toda información objetiva. La dominación no tiene ante sí más que una población desinformada y en gran parte resignada, aferrándose a las tablas de salvación que el sistema quiera proporcionarles. Controlada y sometida la gente, el terreno queda libre para que la estatización de la vida ascienda unos cuantos peldaños. Precisamente, según nos indica el conservador Carl Schmitt, lo que define al Estado es “la posibilidad de disponer abiertamente, con frecuencia, de la vida de los hombres”, por lo que no es sorprendente que en el mundo posmoderno el Estado penetre hasta en la intimidad más recóndita. Por otro lado, la profesionalización de la política y el deplorable espectáculo de su ejercicio contribuyen bastante a la perversión de la actividad pública y a la desafección social. La tecnificación hace lo mismo con la vida privada (la tecnología es en el presente una fuerza productiva directa). Paradójicamente, la doctrina neoliberal, el dogma de la alta burguesía ejecutiva, ha elevado a niveles superiores la presencia cotidiana del Estado en cualquier actividad.

Contra todo postulado teórico, la mundialización financiera corre a la par con el estatismo. El control global de los recursos -la geopolítica- impelía a una militarización acelerada, y, por consiguiente, a un descomunal refuerzo burocrático del Estado y a una concentración sin precedentes de la esfera decisoria. Las derivas conflictivas habidas desde la Guerra del Golfo ilustran la tendencia belicista-estatalista de las grandes potencias, y en consecuencia, de toda la cohorte de potencias menores. La seguridad de una vida privada entregada al ocio, al consumo y al turismo, actividades tan preciadas por la masa sumisa, depende ahora del juego entre estrategias securitarias a escala mundial. Los desequilibrios de poder que ocasionan las crisis políticas internacionales en un contexto de crisis múltiple obligan a un cambio de relaciones entre la sociedad, los Estados y los mercados globales. El autoritarismo, y por ende, la burocratización y la jerarquización, se impone en todos los niveles, puesto que para conservar la soberanía de los mercados y salvar el comercio mundial se requiere un salto cualitativo en la disciplinarización y el control de la sociedad. Si las instituciones estatales se someten en épocas tranquilas a los imperativos de la economía, durante los momentos de crisis la economía necesita la intervención estatal como agua de mayo.

La relación entre Capital y Estado parece invertirse pero aquí no se trata de un capitalismo de Estado como el que describieron en su día Bruno Rizzi o Friedrich Pollock, ni siquiera de interferencias estrictamente limitadas en la actividad económica como las que propuso Keynes en su momento. Salvo en el caso de China, los gobiernos no asumen la función de capitalista más poderoso, ni los Estados son el factor económico más importante. No hay partido único omnipresente, y el conjunto de las cúpulas partidistas desempeña una labor secundaria, ya que la decisión no reposa habitualmente en los parlamentos. En los sistemas partitocráticos los mercados no retroceden (ni se alteran apenas), las corporaciones financieras mantienen su posición y la propiedad pública no sobrepasa jamás ciertas barreras. Nada de nacionalizaciones o de monopolios. Estamos muy lejos del Estado-Nación del siglo pasado: por encima planea una elite corporativa transnacional. El Estado no controla el dinero, ni el crédito, ni la inversión, ni los beneficios empresariales. En resumen, no interfiere en lo relativo al Capital, más bien obedece sus designios. A lo sumo adopta algunas medidas presupuestarias, controla temporalmente los precios de los alimentos básicos y de la energía, regula el consumo de algunos productos, concede subvenciones o decreta impuestos extraordinarios, pero sin que las leyes económicas queden modificadas sustancialmente. A fin de cuentas, el interés general expresado en la dinámica estatal no es más que la fusión entre el interés privado de la burocracia política y el de las oligarquías financieras mundiales. Dicha burocracia no transforma su condición y cargo directamente en instrumentos de poder como antaño en los sistemas totalitarios y las dictaduras; simplemente se sirve de ellos para colocarse en las grandes empresas u organismos paraestatales gracias a las puertas giratorias. En Occidente, la economía define el ejercicio del poder y la recompensa correspondiente, no la inversa.

A pesar de la intensa propaganda a su favor, el liberalismo político no cuadra con las convicciones de la mayoría de dirigentes mundiales, especialmente los de los países afectados por medidas neoliberales y los que en los países promotores las repudian, quienes suelen priorizar, abierta o subrepticiamente, la subsistencia y el crecimiento económico sobre la conservación de las apariencias democráticas y el garantismo jurídico. Para aquellos, heraldos del populismo, el desarrollismo nacional es la mejor herramienta de estabilización política, y el modelo chino, al que se suelen referir los comentaristas como “el consenso de Pekín”, el ejemplo donde conviene inspirarse. En efecto, la experiencia china sugiere que la “modernización” económica, y por consiguiente, la integración en la economía-mundo, es compatible con un autoritarismo extremo, con tal de que la burocracia dirigente sepa adaptarse a los negocios, opere de acuerdo con las reglas mercantiles y acepte ser juzgada por los resultados. El sistema político no importa, el parlamentarismo es prescindible sin que la estabilidad interna resulte perturbada, pues aquella depende mucho más del crecimiento de la economía que de la reforma política (durante el franquismo eso fue un axioma). A pesar de las desigualdades y las bolsas de pobreza, las clases dominadas y vigiladas mayoritariamente vinculan su prosperidad material al sistema, por lo que la oposición es casi testimonial. La clase dirigente china ha protagonizado un crecimiento notable indiferente a la situación financiera del capitalismo occidental, demostrando la posibilidad de una globalización que conservara la soberanía estatal, alentara el nacionalismo, ensalzara el estilo autoritario de gobierno y cerrase los ojos ante la represión. El modelo exige un rol determinante del Estado-partido en tanto que mayor proveedor de recursos, principal financiero y dominador en los sectores considerados estratégicos como el transporte, la salud, la minería y las comunicaciones. El área privada de la economía en China tampoco es desdeñable, pero la elite económica engendrada está más interesada en reforzar el sistema del cual forma parte y se beneficia que en cambiarlo. Aquí las puertas giratorias conducen a la política. El control es fundamental, pero el partido único se desenvuelve en ese ámbito con eficacia probada. En fin, el modelo chino demuestra que el capitalismo puede funcionar perfectamente sin formas políticas representativas y que el sistema de partidos, a pesar de su sumisión a los dictados de la economía y la geopolítica, cuelga de los regímenes occidentales como un adorno heredado más que como un instrumento medianamente útil.

En definitiva, las crisis han estimulado una involución autoritaria y controladora en todo el mundo capitalista. El despotismo está a la orden del día. En los países con una clase media importante, la seguridad prima sobre la libertad. Así pues, las medidas de excepción son cada día más numerosas y los condicionantes democráticos cada vez más aparentes. La tentación china asedia la mentalidad dirigente, buena parte de la cual considera las instituciones políticas como un obstáculo para el desarrollo e incluso un factor de destrucción de la economía. En consecuencia, las puertas se abren de par en par para una futura epifanía de sistemas dictatoriales más o menos enmascarados con el nacionalismo.

Miquel Amorós, 22 de julio de 2022

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