NOTAS PARA UNA (AUTO) CRITICA DE LA CUESTIÓN SOCIAL EN LA COYUNTURA DE CRISIS

NOTAS PARA UNA (AUTO) CRITICA DE LA  CUESTIÓN SOCIAL EN LA COYUNTURA DE CRISIS

Las líneas que siguen no son más que una especie de reflexión en voz alta, que pretende ser autocrítica a través de una serie de precisiones y cuestionamientos que intentan acotar, en la medida de lo posible, una realidad cuya comprensión se nos hace cada vez más difícil, a pesar de las dramáticas consecuencias que tiene sobre nuestra existencia cotidiana.

Perplejidad, confusión y desconcierto son tres vocablos que, entre otros de connotaciones igualmente negativas, definen el estado mental de la población proletarizada de los países desarrollados y particularmente de quienes todavía se atreven a la experiencia de pensar. La pandemia primero y la guerra de Ucrania, después, pusieron de manifiesto entre otras cosas, la incapacidad de acción colectiva y autónoma de la población a la hora de hacer frente a su propia supervivencia. Pero esa parálisis social es algo que se viene gestando a lo largo de las últimas décadas y tiene que ver con la pérdida real de autonomía y la desactivación social inherente al propio modo de vida del capitalismo desarrollado, como consecuencia de la cesión de soberanía personal y colectiva en las instancias de mediación, en las instituciones del mercado y del estado.

Seguir dándole vueltas a lo mal que va todo es solo una parte de la tarea. La< otra, sería indagar en las causas de esa desactivación social y reconocerlas como causas estructurales. Abordar abiertamente por qué en una situación como la actual, donde coincidimos en apreciar una inequívoca descomposición social, sin embargo, no hay reacción relevante más allá de seguir la inercia de una intervención (ciclo de huelgas de las últimas décadas) que va a remolque de la clase dominante y de su gestión del declive general (económico, social, geopolítico y de la biosfera).

La comprensión crítica de la realidad social en la que nos encontramos probablemente exija un cambio de enfoque a la hora de abordar el desarrollo capitalista de las últimas décadas y en la evaluación de la conflictividad que la acompaña. Hay que llevar las categorías de la crítica de la economía política a su realización en el presente y, más concretamente, a la función estructural que nuestra condición proletarizada y consumidora cumple en esa relación social que4 es el capital.

Pues, dicho de una forma un tanto provocadora, pero de ningún modo retórica, el capital también somos nosotros. Somos parte constitutiva de esa relación social. Aclarar la forma como nos involucra esa relación social y su dinámica histórica es lo que nos permite incidir en sus limitaciones y contradicciones. En este sentido, ni las consideraciones morales, ni las formulaciones ideológicas del antagonismo de clase del pasado, ni los relatos posmodernos, son suficientes a la hora de encarar una intervención crítica a la altura de las mutaciones actuales de la dominación  capitalista.

Por otra parte, la complejidad que nos abruma no es otra que la trama de relaciones y mediaciones que nos sostienen en el orden dominante y nos otorgan un determinado estatus o posición social más o menos precarizada. Y ese es un punto de partida para la intervención critica, pues nuestra condición de población proletarizada de los países terciarizados, hegemóni8cos en la gestión de la cadena de acumulación mundial de capital, está sometida a una dinámica  de inestabilidad creciente marcada por la disgregación social que afecta tanto al proletariado industrial, como a las capas intermedias de la sociedad de servicios, sucesora del fordismo y del pacto social de bienestar.

El hecho es que somos una población mayoritariamente ocupada en actividades improductivas, subvencionadas (desde la burocracia estatal hasta las actividades “creativas, culturales” y todo tipo de servicios) que representan en torno al  70% del PIB y, en cualquier caso, que resultan periféricas en cuanto al proceso de generación valor/capital. Todo ello hace que nuestra función en el proceso del capital globalizado esté subordinada a la fase de realización del mismo pues, aun contando con que somos periféricos al trabajo directamente productivo, contribuimos a la realización de la plusvalía mundial y a su conversión en capital/valor/dinero. Una circunstancia que, por lo demás, no está carente de contradicciones; y la conflictividad social de estos años a sí  lo muestra.

La financiarización de las actividades económicas y de la reproducción social son un intento de enfrentar esas circunstancias conflictivas.  Es así como la extensión del crédito hacia las capas inferiores de la sociedad ha funcionado como uno de los dispositivos de la desactivación real de la población proletarizada durante el ciclo de reestructuración posfordista hasta la actualidad, precisamente porque ha facilitado la precarización de la población consumidora, ya que el crédito compensa la reducción de los salarios reales manteniendo el poder adquisitivo ficticio (endeudamiento personal).

Como quiera que sea , el rasgo dominante actual de la sociedad de servicios es el de una doble desactivación social; objetiva, como consecuencia del peso de las actividades improductivas en el conjunto de la actividad de reproducción social; y subjetiva por el régimen de sumisión que conlleva el crédito al consumo (e hipotecas), y el acceso a la propiedad (especialmente inmobiliaria). Sobre esa base se lleva a cabo la formación de la subjetividad consumidora en cuanto parte constitutiva de la relación social del capital. De ahí que la crítica del capital o, si se prefiere, de la realidad social del presente, comporte ineludiblemente la (auto) crítica de la subjetividad proletarizada consumidora. No en términos morales o victimistas sino prácticos, materiales, relativos a la función concreta que desempeña en la relación social del capital.

La reestructuración de finales del XX significó, entre otras cosas, la transformación productiva y reproductiva de la sociedad y también de la subjetividad; al fin y al cabo, la producción de mercancías incluye también la producción de esa mercancía particular que es la subjetividad desactivada, objetivamente y subjetivamente. Sin embargo, ese proceso conlleva igualmente  contradicciones y oportunidades de intervención antagonista pues significa un problema estructural atajado cada vez con mayores dificultades (déficit presupuestario del estado), mediante los dispositivos de paz social subvencionada para el mantenimiento de  población improductiva y excedentaria (servicios de administración pública, jubilados, estudiantes, planes de formación y empleo, producción de entretenimientos enfermos y desempleados crónicos o temporales).

La reorganización mundial del trabajo, de la distribución (cadenas de suministros) y del mercado a llevado9 a los países capitalistas desarrollados a la especialización en el consumo de las mercancías producidas en la escala planetaria. Por eso, la crítica e la economía política pasa por el reconocimiento de que somos sociedades predominantemente consumidoras, dependientes del trabajo productivo y socialmente necesario (cuidados) que llevan a cabo los estratos inferiores de la población proletarizada mundial (tanto migrante como autóctona). Es decir, somos beneficiarios subsidiarios de la transferencia de plusvalía de la periferia capitalista hacia el centro, como de la plusvalía extraída de la explotación laboral del proletariado inmigrado. Esa es la realidad material sobre la que asienta la producción de subjetividad, que combina impotencia, ansiedad y fatalismo, en la actual fase de dominación capitalista.

La actualización de la crítica de la economía política requiere del reconocimiento de que los productos de nuestra subsistencia cotidiana provienen de la explotación de tierras y gentes que ocupan los estratos más bajos de la fuerza de trabajo de todos los continentes. Incluso el sistema agroindustrial de nuestros propios países descansa sobre la explotación intensiva del trabajo migrante, en peores condiciones laborales que el proletariado autóctono.

En cierto modo, seguimos anclados en el marco de comprensión del mundo y de la relación social que es el capital correspondiente a la fase expansiva del mismo (dominación formal), cuando la lucha de clases se dirimía en torno a expresiones ideológicas (marxismo, anarquismo) y la dicotomía formal estaba definida sociológicamente entre burguesía y proletariado, con formas de vida claramente determinadas; dos formas de ser y estar en el mundo formalmente disyuntivas. Entonces era concebible la emancipación de la humanidad proletarizada mediante la apropiación de los medios de producción y de subsistencia que impulsaqban la idea de progreso y crecimiento económico; una concepción compartida, aunque con intenciones divergentes, por burguesía y proletariado.

Sin embargo, la evolución del capital o, si se prefiere, de la lucha de clases, ha modificado las condiciones materiales sobre las que ésta se lleva a cabo. A pesar de ello, en la actualidad solo contemplamos el antagonismo formal y superficial que nos confronta con los gestores económicos y estatales en su expresión representada institucional (banca, gobierno, partidos, aparato judicial, mediático, etc) eludiendo nuestra función estructural y sus implicaciones cuando pretendemos conservar nuestros puestos de trabajo a cualquier precio, porque la subordinación asalariada  es la única forma de subsistencia  que imaginamos, aunque sea en la producción de armamento  y de nocividad. Es como si no hubiéramos superado el horizonte sindical en la proyección del antagonismo contra el capital, lo que incluye las nuevas formas  de representación política que pretenden ser expresión de la subjetividad postfordista (consumidora subvencionada).

La radical transformación que supone el paso a la fase de dominación real del capital, con la extensión de la proletarización de la humanidad da lugar a una polarización social del capitalismo anterior a la segunda guerra mundial. Más concretamente, la reorganización mundial de la acumulación del capital (reestructuración), iniciada en el último tercio del siglo XX, al tiempo que ha extendido la proletarización (erosión de las clases medias) y la explotación intensiva y extensiva del trabajo, ha modificado las condiciones de tal proletarización, según las regiones del planeta.

Es así como en el caso de los países capitalistas desarrollados, la descomposición social manifiesta en una creciente polarización social está mitigada por dispositivos de mediación e integración práctica que conforman la constelación de actividades asistidas y subvencionadas que abarcan desde las empresas industriales, beneficiarias de ayudas directas (a la innovación productiva) e indirectas (exenciones fiscales, bonificaciones de la seguridad social, etc), como el resto de actividades dependientes del gasto público, entre las cuales se cuentan los planes de formación y de empleo o las actividades del sector de la cultura y del entretenimiento.

Estas son algunas de las claves a la hora de evaluar las causas de la desactivación social y comprender cómo una buena parte de la población de los países desarrollados nos hemos convertido en una especie de plebe subvencionada; proletariado improductivo o excedentario funcional al proceso de acumulación planetaria de capital en nuestra condición de consumidores. Es la gestión de una parte de la plusvalía o riqueza mundial destinada a mantener la paz social subvencionada en los centros neurálgicos del capital, o sea, en el reducto de los países desarrollados, lo que hace posible la relativa estabilidad social necesaria para que se realice el cierre del ciclo del negocio, porque conviene recordar que, si bien las guerras son ocasiones de grandes beneficios, éstos solo se realizan, se convierten en capital, en la paz del mercado.

Por otra parte, la escasez de recursos ( los “picos” de inflexión  en la disponibilidad del petróleo,, metales, agua, alimentos, etc) se manifiesta como escasez de plusvalía, de riqueza mundial disponible que, a su vez, repercute sobre los dispositivos de dominación de clase  capitalista en todas las variantes represivas (desde la muerte por guerras, hambre y enfermedades, hasta las restricciones de derechos y los recortes asistenciales). Esa contradicción cifrada en los límites objetivos de la reproducción social capitalista (agotamiento de recursos, cambio  climático, etc) es en sí  misma un área de intervención antagonista donde se pone de manifiesto la imposibilidad práctica de mantener el modo de vida, tanto a través del sistema asalariado convencional (desempleo masivo, temporalidad y precarización), como de la sumisión subvencionada (coste y déficit público). Cualquier planteamiento que se pretenda  estratégico en la búsqueda de una salida del capitalismo en crisis habrá de partir de ahí. Es decir, de redefinir el plano y la naturaleza de las reivindicaciones en un sentido autónomo, rupturista o, por el contrario, sólo serán expresiones resignadas, de adaptación al proceso declinante del modo de vida capitalista.

En este sentido, el cambio de paradigma que se invoca en algunos círculos izquierdistas no puede reducirse a un ejercicio voluntarista de minorías esclarecidas que “saben lo que se debe hacer” cuyo resultado, a la luz de la experiencia, queda reducido a una cadena ilimitada  de escisiones grupusculares. Puede decirse que el cambio de paradigma ya se está produciendo en las sucesivas  mutaciones de la dominación capitalista.

La cuestión no está en saber lo acertado de las propuestas de las formas representadas de la clase proletarizada (partidos, sindicatos, grupos revolucionarios) sino en qué medida su intervención se inscribe en lo que pueda significar un proceso de autoconstitución de la clase como forma de reproducción social comunista, socialista, comunitaria, etc distinta de la forma de sociabilidad capitalista. O, con otras palabras, hasta qué punto la extensión de la conflictividad que genera la crisis estructural de la sociedad capitalista  comporta o apunta hacia un cambio real de la subjetividad proletarizada; de su mentalidad. Algo que no podemos confundir con la conciencia revolucionaria representada por quienes, independientemente de herencias y matices, propugnamos el combate anticapitalista. Es necesario contemplar los mecanismos y dispositivos que, sin evitar la tendencia de declive capitalista, actúan como contratendencias paliativas de la crisis y medios de desactivación y segmentación de la población proletarizada: Es ahí donde radica la intervención real como posibilidad de revertir o anular tales dispositivos.

Cualquier iniciativa crítica, ya sea en el plano teórico como práctico, ha de partir de la posición y función concreta que desempeñamos en la relación social del capitalismo globalizado y de la perspectiva y objetivos que aparecen en la conflictividad social del presente. Además, la pandemia de Covid y la guerra de Ucrania muestran la realidad e una población de los países capitalistas avanzados completamente inerme en lo que se refiere a la disposición de sus propios medios y re cursos de (auto)subsistencia. La interrupción de las cadenas de suministro globales durante la pandemia y sus consecuencias, como la interrupción del suministro de gas y de cereales a causa de la guerra en Ucrania, son solamente dos indicadores en el mercado de una realidad mucho más profunda que tiene que ver más con una progresiva pérdida de autonomía de la población proletarizada que se manifiesta en la doble dependencia respecto de la economía capitalista globalizada y de la gestión que lleva a cabo la burguesía gestora de las democracias liberales.

Esa pérdida de automía, consecuencia de cambios estructurales (reestructuración), es por eso mismo consustancial a la reproducción del orden social, político y económico capitalista como sociedad industrial e inpulsa definitivamente la ruptura o separación simbólica y práctica (cercamientos y expulsión del campo) de los seres humanos respecto de la tierra que se traduce en la pérdida real de autonomía que caracteriza al proletariado y lo aboca al sometimiento asalariado.

De ahí que la noción de autonomía sea el núcleo de la perspectiva  de emancipación recogida en el lema de la Primera Internacional y que atraviesa la historia el siglo XX hasta nuestros días. Ahora bien, a la hora de abordar los conflictos y luchas actuales es fundamental hacerlo desde una óptica que no se quede en la recuperación de la autonomía perdida, sino que ponga de relieve las tendencias rupturistas y de autoconstitución autónoma de la condición proletaria actual.

Pues, a pesar de todo, existen líneas de fisura en la formación social del capitalismo avanzado indicadoras de una indudable capacidad autoorganizativa, de una latencia de autonomía manifiesta en las experiencias de lucha y resistencia de mayor relevancia mediática, como de las que discurren en el subsuelo social. Las redes de solidaridad y de distribución locales, los esfuerzos de los productores agropecuarios durante la pandemia, los comedore3s populares, etc, son algunos ejemplos que quizás no sean tenidos suficientemente en cuenta porque con el aparente restablecimiento de la “normalidad” quedan relegados por la capacidad gubernamental de recomponer las mediaciones institucionales (subvencionadas) cada vez con más dificultades (déficit, endeudamiento).

En líneas generales, los intentos voluntaristas de reconstrucción de un ámbito de contestación práctica anticapitalista no contemplan el hecho fundamental de que la crisis de la izquierda forma parte de la crisis de las formas políticas del capital. Por eso, las diferentes propuestas  adolecen de una radical ambigüedad que las inhabilita en la práctica. Propugnar la reconstrucción de la izquierda es el lugar común más repetido a lo largo de la historia del capitalismo. Pero de qué izquierda se trata. ¿La que se derrumba en la crisis capitalista por su condición de izquierda del capital? Si no es así, es inevitable preguntarse acerca de los términos, presupuestos o premisas  sobre las que se emprende esa eventual reconstrucción de un ámbito de pensamiento y de intervención social antagonista, anticapitalista.

Pues en este punto, hay una línea de demarcación fundamental que tiene un largo recorrido histórico en el siglo XX y que se replantea ahora con nuevas características. En resumidas cuentas, si se trata de un antagonismo articulado desde ejes de intervención teórico-prácticos, o sea, desde la conflictividad concreta, de sus tendencias, potencialidades, límites y contradicciones, o bien del antagonismo representado, es decir, de un ámbito de contestación social desde la representación que adopta la forma de representación política dentro del estado del capital en crisis.

Una representación que, en las actuales circunstancias, es ya una mixtificación de la cuestión social, una vez que la política ya se ha convertido en una forma banalizada de tergiversación de lo político. La historia de las revueltas del “socialismo salvaje” que recorre el siglo XX describe maneras de articular la acción política, social, sobre ejes de intervención que no son elaboraciones  teóricas (teoricistas o programáticas) sino situaciones dadas en la realidad cotidiana de la relación social que es el capital.

La historia de la izquierda del capital y sus sucesivas reconstrucciones (y escisiones revolucionarias) es bien ilustrativa al respecto. La política como representación es un camino ya recorrido y de final previsible. Ahí tenemos el ejemplo reciente de la conversión de la indignación de las plazas en formación política (Podemos, comunes, etc). Por el contrario, el eje de intervención que se apoya en la acción autónoma y en el protagonismo de sus actores, sin mediaciones representativas, significa una obertura a la incertidumbre y, por eso mismo, a la posibilidad realmente transformadora de la acción social de la clase proletarizada.

Lo que podríamos decir vanguardia social, que nada tiene que ver con partidos, sindicatos o élites dirigentes administradoras del programa de emancipación, etc., sino con la constelación actual de iniciativas asociativas y de acción (comunidades de lucha y resistencia) está constituida desde la heterogeneidad propia de la subjetividad consumidora, identitaria, etc, sobre la base de las condiciones objetivas de proletarización; de ahí que cualquier evaluación intelectualmente coherente y políticamente relevante y transformadora tendrá que atender a sus líneas de intervención práctica y discernir en qué medida inciden en la intensificación antagonista o en la conservadora y colaboracionista en el proceso de declive. Si la acción de esa subjetividad denota tendencias de ruptura o, por el contrario, sus perspectivas se inscriben en las pautas de la descomposición social, aunque se presenten como un intento de conservación imposible de logros pasados (estado bienestar). Si se trata de la referencia a un pasado que no volverá o a la posibilidad de construcción de otras formas de sociabilidad desde el presente de la resistencia y la neagti9vidad del orden existente.

Por eso puede decirse que el ecofeminismo y la crítica feminista de clase, al poner el acento en la reproducción social y, en definitiva, en el modo de producción de la vida humana, significa en sí misma una actualización de la crítica práctica de la relación social del capital, en correspondencia con la fase actual de dominación real del mismo. Y otro tanto se puede decir de las iniciativas de socialidad  urbana y rural, basadas en formas de socialidad y de subsistencia material en tensión con los valores y prácticas dominantes.

Las categorías de la crítica se realizan en la práctica de las relaciones cotidianas –y sus conflictos- que es donde funcionan los mecanismos de la desactivación real de la subjetividad proletarizada/consumidora. De hecho, la desactivación social se plasma de forma concreta e individualizada  en la figura consumidor que queda  totalmente inerme frente a las “fuerzas del mercado”, o sea, frente a los oligopolios de la distribución comercial que despliegan  mediaciones tecnológicas (sistemas robotizados de atención al cliente ) y subcontrataciones orientadas a mantener la opacidad de los centros de decisión y a desactivar cualquier tipo de reclamación. Eso sin contar con el carácter  eminentemente conservador de las  asociaciones de consumidores; otra forma de mediación más  para la sumisión a la dictadura del mercado.

La escalada  de las tarifas eléctricas  es una muestra, entre otras, de la desactivación social manifiesta en la pasividad ante la extorsión de las compañías. Ni siquiera en la condición ciudadana consumidora  ha habido una reacción  digna de reseñar; a pesar de la existencia de un tejido asociativo (asociaciones vecinales, culturales, etc), incluidas algunas asociaciones y cooperativas consumidoras de energías renovables “alternativas”, que podrían actuar como factor de agregación en la confrontación y/o boicot  del oligopolio eléctrico.

Tampoco la abundante retórica  sobre la memoria histórica ha servido para actualizar prácticas de contestación social como las “autoreducciones” que se produjeron en los años 1970 del siglo pasado o la “guerra del agua” de la región metropolitana de Barcelona de los años 1990. Finalmente, ha sido el gobierno central el que ha tenido que adoptar medidas para la reducción de las tarifas sin perjudicar los intereses del oligopolio eléctrico en previsión de eventuales perturbaciones sociales, en lo que es un paso más en la cesión de autonomía y estrechamiento de la dependencia respecto a las instancias de mediación institucional y la política como representación.

Eso sí, con el consiguiente agravamiento del gasto público pues, en última instancia, el abaratamiento de las tarifas lo paga de forma diferida la población proletarizada consumidora, pues la compensación de las “pérdidas” de las compañías eléctricas a causa del control gubernamental de los precios finales se refleja en los recortes asistenciales de las cuentas del estado. Sea como fuere, la realidad es que se ha perdido una oportunidad no solo para enfrentar el modelo tecnológico del oligopolio basado en los combustibles fósiles, sino el modelo sociológico de consumo de la energía, independientemente de su origen verde o sucio.

Por otra parte, el problema de la vivienda es otro de los ejes de intervención donde se constata lo que podríamos decir un estancamiento táctico. La dramática situación de la vivienda, que reviste algunas particularidades específicas en el estado español, se aborda de forma sesgada y demagógica, dirigiendo la atención a los grandes fondos buitre de la especulación (Blackstone, Sareb y Caixabank) que sin embargo acaparan el 4,2% del parque de alquiler y son solo una parte del problema, mientras que los pequeños y medianos tenedores, que poseen la mayor parte del mercado de alquiler, son el componente principal de la dinámica especulativa del mercado de la vivienda de alquiler.

Es, desde luego, un tema espinoso que abarca una importante masa de población propietaria que es una de las bases de sustentación fundamentales del sistema de representación política. Por eso mismo, constituye un ámbito de conflictividad que se extiende hacia diferentes segmentos de la sociedad de clases y que exige una reconsideración radical de la propiedad inmobiliaria. En líneas generales, la renta inmobiliaria se concibe como un complemento del salario o pensión en el marco de los recortes asistenciales del estado del bienestar. Al menos, esa es la pretendida justificación de una parte de los pequeños propietarios de viviendas en alquiler.

Es decir, la propiedad inmobiliaria considerada como inversión, con una perspectiva de retorno (renta) que persigue su maximización dentro del mercado. Además, las medidas orientadas a la subvención al alquiler, realmente a quienes beneficia es  a los especuladores inmobiliarios –grandes, medianos y pequeños. La subvención al alquiler, puesto que aparentemente mejora la solvencia de quien alquila, en realidad es una oportunidad para que los propietarios aumenten los alquileres.

En ese sentido, el propietario inmobiliario actúa con la misma lógica capitalista que cualquier inversor en el mercado. En un sector donde existe un parque de viviendas vacías de 3,4 millones según el último censo (INE, 2011) y se acelera la construcción (motor de actividad económica como reconoce la UE en su fondo de rescate Next Generation), quizás sea llegada la hora de reconceptualizar la vivienda en su dimensión de valor de uso o, mejor dicho, de su utilidad (materialidad de cosa útil) para la satisfacción de una necesidad básica. Lo que significa ponerla en contraposición a su carácter de mercancía, con un valor de cambio sometido a la dinámica del mercado, y a su perversa función como  inversión en la reproducción social (seguro suplementario de vejez, forma de compensación de la caída del salario real).

El ciclo de luchas de la reestructuración se ha agotado. La conflictividad del arranque de la globalización (deslocalización productiva) de los años 70 del siglo pasado, apoyado en jubilaciones ventajosas, indemnizaciones generosas y disponibilidad de crédito barato, dio fin con la crisis de 2008. La continuación del proceso de globalización, sin embargo, describe un ciclo de conflictividad anclado en formas de acción fundamentalmente inoperantes en cuanto a una eventual perspectiva de ruptura  o reconducción de la inercia inducida por las medidas adoptadas por la clase dominante.

A la desactivación objetiva de la reestructuración se une la desactivación subjetiva  del repliegue tras las iniciativas de la burguesía gestora transnacional. Eso explica que las movilizaciones del ciclo de conflictividad del siglo XXI en los países avanzados, si bien contribuyen a agravar las condiciones de crisis y a entorpecer los planes de la dominación d clase, siguen atrapadas en la dinámica declinante del capital en crisis; “hoy estamos peor que ayer, pero mejor que mañana”.

La mayor parte de la conflictividad reciente en los países desarrollados tiene un denominador común: está orientada a la mejora o conservación del modo de vida dentro del orden socioeconómico capitalista: el horizonte es el estado de bienestar, asumido de forma totalmente acrítica.. La acción (huelgas, movilizaciones), como el pensamiento que subyace a ellas, están inscritos en el orden mental, ideológico y práctico de la economía política en el sentido de obtener una mejor redistribución de la riqueza (valor, capital) producida en las condiciones socioeconómicas actuales.

Sin embargo, a estas alturas de la historia de la lucha de clase, el eje de la intervención en torno a la satisfacción de las necesidades inmediatas en el capitalismo en crisis emplaza igualmente a poner en primer plano la naturaleza de las necesidades y la manera de satisfacerlas. En el fondo de todo ello está la intención de renovar un pacto social que ya solo es posible para segmentos cada vez más reducidos de la clase trabajadora y por un tiempo menor, a causa de la aceleración del ciclo de negocio (acumulación) del capital.

Por supuesto, los conflictos contribuyen a agravar la situación de crisis porque obliga a la clase dominante a adoptar respuestas desestabilizadoras del orden social mundial (guerras, hambre, sobreexplotación del trabajo, exclusión social, etc) y local (recortes asistenciales). Pero en este punto, hay que preguntarse en qué medida esas luchas son una oportunidad real de trascender el orden dominante o, por el contrario, si su contribución consiste en acelerar la dinámica de la crisis como descomposición social.

La lucha sindical y la autonomización formal del proletariado actuó como catalizador del desarrollo capitalista en su fase expansiva durante el siglo XX, su continuación a en la actualidad en la conflictividad social difusa que acelera la crisis estructural del capital, plantea el interrogante de hasta qué punto esa conflictividad s e deja arrastrar por la inercia de la descomposición social inherente a la crisis rampante capitalista o, por el contrario, si esas movilizaciones e iniciativas son tendencialmente superadoras de las categorías y mediaciones dominantes.

Las movilizaciones recientes (industria naval, de armamento, taxis, centros logísticos, investigadores académicos o sanidad, entre otras muchas), cada una con sus especificidades, son una buena muestra de las tendencias contradictorias existentes en el seno de la población proletarizada que constituyen el núcleo candente de cualquier reflexión crítica del capital. Abordar esas contradicciones probablemente sea la manera de superar el nivel táctico cortoplacista de la acción social para darle una dimensión estratégica realmente antagonista. Uno de los temas del gran debate cada vez más apremiante, aunque incomodante, se cifra en cómo evitar que las reivindicaciones tendentes a la mejora de las condiciones de vida queden circunscritas a la estrategia empresarial (de la industria de armamento, de la nocividad, de las telecomunicaciones o de la distribución comercial, etc), de modo que la clase trabajadora –o una parte de la misma- no acabe haciendo frente común con las empresas  en la preservación de unos puestos de trabajo, sin atender a otra consideración acerca de lo que se hace, cómo y para qué.

En este sentido, son ilustrativas la marea blanca (sanidad) y las reivindicaciones de los investigadores científicos que reivindican más dinero para la atención sanitaria y la investigación, además de obtener razonables mejoras estrictamente corporativas. Sin embargo, no se cuestiona la concepción de la salud como un fenómeno de mercado, ligada al consumo de mercancías/medicamentos, como se ha puesto de manifiesto en la pandemia y observamos cada día en la especulación comercial que las grandes farmacéuticas llevan a cabo con los nuevos medicamentos y terapias. ¿Más inversión para seguir las pautas de la investigación y producción de la mercancía sanitaria?

Son interrogantes que surgen a propósito de la estrategia de hundimiento “desde dentro” del sistema público (como correos o el transporte ferroviario) que lleva a cabo la dirección y la élite médica. El deterioro de la atención sanitaria, aparece en primer término como la gestión perversa del estado para su privatización más o menos encubierta, mediante la concertación público-privada y la sobreexplotación del personal sanitario. Pero reducir el desbarajuste de la sanidad a un problema de gestión sería solo el punto de partida si realmente lo que se pretende resolver es una necesidad social referida a la salud. Desde luego otro modelo de gestión es necesario, pero cualitativamente distinto al que describe la disyuntiva entre atención pública y privada. Un modelo que dimensione la atención, eliminando mediaciones burocráticas parasitarias, hacia una mayor autonomía y colaboración entre profesionales y usuarios en los centros de atención sanitaria.

El reto intelectual y práctico más desasosegante consiste precisamente en que ya nos estamos dando de bruces con la crisis del salario, con los límites históricos del régimen asalariado como medio de garantizar la vida de la gente (reproducción social)  y que la eventual reapropiación del mundo –de los medios de producción- como propugnara el movimiento obrero de la fase expansiva capitalista del que somos herederos, ya no es factible en la forma propuesta del pasado. No es posible ni objetivamente ni subjetivamente la reapropiación del universo tecnocientífico que sustenta la reproducción social en el capitalismo declinante, es necesario avanzar en su cuestionamiento radical hacia una estrategia consciente de desguace. Y ahí la crítica de la sociedad industrial, por minoritaria que sea, no deja de ser un rasgo que apunta hacia el cambio de mentalidad necesario respecto de la subjetividad proletaria consumidora.

Del mismo modo que el decrecimiento aparece como una realidad determinada por el agotamiento físico de recursos (petróleo, gas, agua, minerales, etc), el desmontaje del aparato tecnocientífico de la sociedad industrial es una exigencia de supervivencia de la especie humana. No hay exageración alarmista en estas afirmaciones. Es suficiente contemplar  la propuesta transhumanista para comprobar cómo la huida hacia delante de la clase dominante, a caballo de la digitalización del mundo, anuncia el fin de la especie humana resultante de la evolución biológica.

Como quiera que sea, y aunque la distopía transhumanista sea una tendencia ideológica y práctica del capitalismo declinante, el antagonismo social en torno a las formas de subsistencia sigue vigente, a pesar de las alianzas circunstanciales interclasistas que se aprecian en los conflictos y que son expresiones residuales del pacto social posterior a la segunda guerra mundial.

El antagonismo latente se esconde tras la subvención y el clientelismo asalariado, directa o indirectamente. Por eso, es importante exponer los límites objetivos de esa integración circunstancial debido a la menor disponibilidad de recursos financieros de los estados ya que, a pesar de la intensificación del expolio y la explotación de la periferia capitalista, la transferencia de plusvalía y de recursos tiende a disminuir; al mismo tiempo que tiendes a aumentar sus costes de transferencia (logística, transporte) y la tendencia ascendente del consumo sigue siendo una necesidad imperiosa para el crecimiento económico y la acumulación de capital.

A resultas de ello, el aumento del coste de la reproducción del sujeto consumidor en los países del centro capitalista se vuelve a la vez una solución (para la realización del capital) y un problema por la escasez de los recursos y su impacto en la biosfera (residuos).  Baste pensar en el consumo de la energía directa e indirecta y en los recursos necesarios para garantizar el nivel de vida del individuo medio en la sociedad capitalista desarrollada. Una contradicción que expresa un límite objetivo, como ya vienen advirtiendo algunos analistas (Antonio Turiel, Pedro Prieto, etc).

Ese aumento incontenible del coste general de la reproducción social –y no solamente de la opulencia y despilfarro de la clase dominante-, que aparece como problema económico en un primer momento, encubre una contradicción estructural insalvable como se apunta anteriormente. El medio de abordarla coyunturalmente pasa por el empeoramiento de las condiciones de vida que se traduce en los recortes asistenciales y la intensificación de la explotación de la clase trabajadora, especialmente en la esfera del trabajo productivo (de valor).

Una vez más es la conflictividad concreta la que marca la pauta de las tendencias sociales y su eventual sentido transformador. Sean cuales sean sus derroteros, es siempre una vía abierta de futuro. La conversión en mercancía del trabajo socialmente  necesario (cuidados, salud) toca su techo histórico y los conflictos de la sanidad son epifenómenos de un modelo sanitario capitalista agotado, en el que la privatización es el último recurso para alargar el ciclo de negocio de la mercancía salud, pero no para la resolución de  la contradicción que comporta la conversión de la salud, de la vida, en fin, en mercancía.

En el telón de fondo de las movilizaciones sanitaria está el hecho de que la actividad profesional sanitaria, como ocurre con el resto de actividades socialmente necesarias, no tiene solución a largo plazo mientras queda reducida a su dimensión mercantil (salarial e inversora), pues tiene sus límites definidos en el marco de la crisis general de valorización del capital y en el hecho mismo de una concepción de la sanidad como servicio para el consumo de mercancías. Sin un sesgo claro hacia alguna forma de socialización del sistema de salud, tanto la degradación de la atención, como la deriva del conflicto serán tan previsibles como la del resto de movilizaciones que aparecen como una expresión entre otras de la descomposición de la sociedad capitalista.

Una descomposición social que nos concierne directamente en nuestro modo de vivir cotidiano. Es así como la guerra de Ucrania, como antes la pandemia, hace aflorar problemas y contradicciones que nos emplazan a tomar posición –ya sea por activa o por pasiva- en el conflicto.

A fin de cuentas, la guerra protagonizada por los fondos de inversión transnacionales y los estados nacionales a su servicio, también se lleva a cabo en beneficio d ela población consumidora de esos mismos estados. Los recursos (alimentación, gas) de nuestro bienestar declinante dependen en buena medida del desenlace de la guerra de Ucrania, como de la cincuentena de conflictos bélicos que se extienden por el mundo. Recomponer el antimilitarismo es una acción posible a partir de la (auto)crítica radical de nuestra posición en la relación social del capital, o sea, de nuestra función de subjetividad productora/consumidora subvencionada en el sistema de relaciones que constituye la sociedad capitalista actual.

Corsino Vela (Febrero 2023)

Publicado en el número 49 de la revista  “Ekintza Zuzena”

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