EL DESEMBARCO DE LA VIOLENCIA


El desembarco de la violencia

A tres días de la elección presidencial, la conmoción por el asesinato de Morena Domínguez, la muerte de Facundo Molares durante la represión policial de una manifestación en el obelisco, y el homicidio del médico Juan Carlos Cruz potenciaron el desembarco de la violencia, y sus interpretaciones ideológicas. La agenda de “la inseguridad” en la Argentina quedó, otra vez, atrapada en la urgencia y reducida a oposiciones binarias entre prevención y represión. Mientras, la ultraderecha global sigue empujando la agenda política en contra de la democracia a partir de la explotación de los errores progresistas.

Las imágenes de Morena Domínguez agonizando tras ser arrastrada por motochorros escalaron al ritmo frenético de la explotación del morbo en todas las pantallas. La conmoción ante el crimen de esta niña de 11 años desencadenó una carrera por la asignación de “culpables” a días de la elección nacional. Politizó el crimen y colocó al delito, aún más, en el corazón de la campaña.

Horas más tarde, otras muertes, la de Facundo Molares durante la represión policial de una manifestación en el obelisco, y el homicidio del médico Juan Carlos Cruz potenciaron el desembarco de la violencia, y sus interpretaciones -y justificaciones- ideológicas a tres días de la elección presidencial.

La onda expansiva del crimen de Morena, subrayada por la cobardía y crudeza de las imágenes de cámaras de seguridad que registraron el ataque, actualizó sesgos de clase y los supuestos sobre el delito alojados muy profundamente en la cultura política argentina.

El martirio de Morena Domínguez dio lugar a una avalancha de narrativas cargadas de estereotipos relacionados con el crimen, las víctimas y los delincuentes, sedimento de prejuicios, conocimientos arraigados y supersticiones que moldean el sentido común de la época.

Este cristal espeja dinámicas de poder en competencia generalmente expresadas en forma de opuestos binarios: punitivismo/garantismo; izquierda/derecha, progresismo/reacción, prevención/represión, víctima/victimario.

Este tipo de explicaciones del mundo que, al reducir, ordena cosmogonías no es patrimonio único de la derecha. Los imaginarios del delito y las violencias que se centran en esquemas monocausales, la sacralización de la víctima y la excepcionalidad moral, pueden resultar inadvertidamente instrumentales al statu-quo.

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La política argentina se enreda en la lectura rápida de dos marcos de referencia ideológicos. El punitivismo conservador a la argentina, una versión netamente reaccionaria y militarista, es una interpretación apresurada de la teoría de “las ventanas rotas” de Rudy Giuliani de la Nueva York de los años noventa. La lectura sesgada (como casi todo lo que el liberalismo vernáculo hace con el liberalismo) de esta experiencia de gestión, guiada por estadísticas dinámicas y una sólida institucionalidad contra la corrupción policial, redujo esta referencia internacional a una jerigonza de eslóganes punitivistas, muy presentes en el discurso político de las derechas extremas globales que tienen puentes de comunicación con las argentinas. En “Contra el Punitivismo”, Claudia Cesaroni realiza una sesuda disección de los mitos que subyacen en esta visión particular, generalmente asociada a la “derecha” del espectro ideológico.

Los hechos de sangre fueron automáticamente resemantizados en los dispositivos de mediación. Los tres homicidios, junto con otro episodio de represión protagonizado por la Policía de la Ciudad en Constitución y el corte de vías del tren Roca en Avellaneda, fueron rápidamente concentrados en bloques de sentido en las usinas de trolls. La clasificación y separación en categorías de alteridad negativa revivió, en la vulgata, las oposiciones entre paradigmas de mano dura y garantismo.

Ese resulta el lugar de enunciación cómodo al reduccionismo “de derechas”. Pero las explicaciones mecanicistas que describen la complejidad del mundo en universos sencillos de sombra y luz, no es privativo de este espacio ideológico. La visión utopista del progresismo en materia de inseguridad, en particular cuando es trasladada a la gestión pública, ofrece a “la derecha” una imagen ajustada óptimamente a la representación del otro-depravado.

En virtud de que toda conducta, incluso aquellas originadas en supuestos falsos, produce efectos sociales resulta relevante interpelar el universo de representaciones que, en nombre de una ética ingenua del bien, contribuye al refuerzo de la percepción de impotencia del Estado para atender los reclamos ciudadanos contra la “inseguridad”.

La emergencia de una idea de prevención social de la delincuencia nace de la oposición a nuestra larga historia de procesos sociales e institucionales de represión. La democracia argentina orbita las nebulosas de paradigmas inspirados -al menos en su retórica- en las soluciones europeas, de los años setentas y ochentas a los que se suman los desarrollos teóricos e intentos institucionales inspirados en el community policing en vigor en Estados Unidos y Canadá. Esta visión se centra en propuestas de mejora de las condiciones de vida de los habitantes, refuerzo de la seguridad en el transporte, acciones de trabajadores sociales, protección de poblaciones particularmente desfavorecidas, prevención de conductas de riesgo (consumos problemáticos) e iniciativas de educación y participación ciudadana. La prevención se convierte en un “asunto de todos”.

La visiones ideológicas y las políticas públicas de los últimos 20 años en la Argentina conjugaron componentes de uno y otro paradigma, el de “mano dura” y el otro, basado en retóricas generalmente esquivas al ejercicio de la fuerza pública, cuando no, abiertamente anti-policiales. Nuestro país imprimió su sello propio a estas soluciones empujadas, en general, por la urgencia: la epidemia de secuestros extorsivos de principio de siglo que condujo a las reformas de la policía bonaerense, el Caso Blumberg que reformó leyes, y la crisis del Indoamericano que llevó a la creación, a las apuradas y sin recursos, del Ministerio de Seguridad de la Nación, son algunos de los ejemplos. El resultado es el actual patchwork desalineado de soluciones jurídicas y técnico-policiales, en los niveles federal, provincial y local.

En el ejercicio de la función pública, la visión utopista acaba colapsando contra las dinámicas de poder real. La consecuencia es la reproducción del statu-quo, es decir, la continuidad, en el mejor de los casos. Las economías ilícitas, del contrabando de cereal al narcotráfico, siguen imponiendo su sello al rol de los aparatos de seguridad, demostrando que entre Estado, sociedad y crimen hay más relaciones de co-producción que de confrontación.

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La conmoción social ante sucesos espantosos como el homicidio de Morena desvela la fragilidad de las instituciones y la hipersensibilidad de la política a la agenda de la urgencia. Autodenominadas derechas e izquierdas comparten la misma cultura política que posterga decisiones de largo aliento en materia de seguridad pública e incuba crisis. Luego unos y otros campos retóricos pasan a disputarse quién es más eficiente para sembrar cámaras de vigilancia y centros de monitoreo, para engrosar las plantas de efectivos policiales y para forzar una polivalencia caótica de la Gendarmería Nacional y la Prefectura Naval. La conducción política del sistema se confunde con el control personalizado de los funcionarios.

La impotencia para llevar adelante reformas estructurales, la disputa entre fronteras jurisdiccionales que pone siempre la responsabilidad en otro campo, la persistencia de mecanismos de reclutamiento de efectivos policiales que refuerzan la endogamia y la preservación del control policial a través de las áreas de asuntos internos, entre otros, impiden atender el reclamo de seguridad pública y termina gestando crisis. Nuevamente, la urgencia vuelve a perturbar el ciclo de las políticas públicas y distrae los recursos que deberían centrarse en reforzar el sistema de toma de decisiones.

Medios y política entonces son arrastrados por la vorágine de los hechos de sangre hacia la validación del punitivismo de facto. En el campo del progresismo la sanción moral se impone al análisis estructural de causas. Inadvertidamente, la ética del bien escala a teología política ante sucesos como el crimen de Morena o la muerte de Facundo Molares (que sin dudas no hubiera fallecido si no hubiera sido violentado por la policía).

La retórica del odio, se entiende, refuerza imaginarios reaccionarios. Los hace visibles, los cohesiona internamente al ordenar sus narrativas de causas y efectos.

En simultáneo la impostura moral políticamente correcta produce una similar operación de abstracción sobre los sucesos particulares, al elaborar generalidades, sostenidas por una conceptualización ingenua del poder. No ya como red de relaciones sociales en un mundo hiper-complejo, sino como ejercicio de una fuerza mecánica “desde arriba”. Explica los hechos haciendo referencia a: el poder, los medios hegemónicos, o figuras equiparables a archivillanos (Magnetto, Soros, etc). Aquí es necesario advertir que la crítica al marco de referencia utopista corre el riesgo de resultar censurada, expulsada al campo del antagonista abyecto. Si no se es nosotros se es ellos.

El corte de vías, la represión y los asesinatos de ayer, pasarán a ser reciclados en las cámaras de eco de las comunidades de sentido, para encontrar causas políticas y asignar “culpables”, en una operación cognitiva que reduce a las víctimas a meros significantes.

En este esquema paternalista, las víctimas de la exclusión social serían homúnculos, sin responsabilidad sobre sus conductas. La idea de individuos, que sin padecer trastornos psicológicos identificados en el índice de Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), son condenados por el sistema de poder a participar como victimarios en una cultura de la violencia, resuena al mito del buen salvaje en clave progresista. Un destilado de darwinismo social, con sonrisa.

Esta interpretación de la dinámica dominante-dominado fue cuestionada: no se puede explicar un fenómeno social sin entender también las acciones individuales que lo generan. Los hechos sociales, incluso el delito más aberrante, son producto de acciones humanas explicables por las razones que los individuos dotados de inteligencia han querido imprimirle a estas acciones.

El ensamble de decisiones tomadas a partir de estos presupuestos resulta sistemáticamente en la impotencia de la acción pública sobre el delito y la violencia. Este es un privilegio que no puede permitirse la democracia. No puede porque la ultraderecha global sigue empujando la agenda política, tanto en Estados Unidos y Europa como en la Argentina, en demérito de la democracia, a partir de la explotación de los errores progresistas. En particular la agenda de la “inseguridad”, actualizada brutalmente por el crimen de Morena en Lanús.

La perspectiva histórica debería llevar a nuevas preguntas que ordenen una agenda programática de refuerzo institucional con la fuerza pública. Un programa incómodo para la conciencia políticamente correcta. Porque tiene que superar la denuncia y el escándalo moral ante el crimen y ante la participación de las policías en la regulación (y competencia) de mercados ilegales. Basarse en datos para transformar estructuras policiales e instituciones. Centrarse más en evitar la reincidencia que en movilizar lapidaciones mediáticas.

Sin un programa de transformación, los recursos se pierden. Y sin dinero, sin inversión pública, seguirá existiendo un divorcio entre las intenciones de los utopistas alérgicos al ejercicio del poder real y la continuidad de prácticas reñidas con el interés público.

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