CÓMO LAS CORPORACIONES DERROCARON LA DEMOCRACIA (III)
Hay una red internacional de jurisdicciones secretas donde empresas y clases altas pueden esconder su dinero, así como limitar el pago de impuestos y contribuciones a las infraestructuras públicas. Algunos gobiernos africanos y grupos de la sociedad civil se quejan de la fuga masiva de recursos públicos de países pobres, en tanto que las multinacionales trasladan allí sus beneficios sin pagar los impuestos correspondientes en el continente. En el corazón de esta industria se encontraba el llamado “sistema global de negocios”, mediante el cual se podían crear empresas offshore con niveles muy bajos de impuestos o información pública. Se utilizaban para canalizar inversiones hacia otros países, recibir beneficios y conservar activos. Además de con la India, Mauricio había firmado tratados fiscales con los gobiernos de más de cuarenta países, aproximadamente un tercio de ellos africanos. Se suponía que la función de esos tratados era evitar el cobro de impuestos por partida doble, aunque terminó dando lugar a lo que se denominó “mercadeo de tratados”, por el que las empresas se estructuraron para aprovechar las mejores condiciones ofrecidas con el fin de pagar lo menos posible La isla se hizo famosa por facilitar “transacciones de ida y vuelta”, práctica consistente en sacar dinero al extranjero para luego repatriarlo disfrazado de “inversión extranjera”, con lo que probablemente consigan recortes fiscales por partida doble. Otra táctica para evitar el pago de impuestos era la denominada “fijación de precios de transferencia”, que ocurre cuando una empresa matriz con, por ejemplo, sede en un paraíso fiscal, cobra a su filial en otro país precios artificialmente elevados por el suministro de bienes o servicios. Estas transacciones puede que existan solo formalmente, y sirven para mover dinero de una jurisdicción con impuestos más altos a otra con impuestos más bajos o inexistentes. La Comisión Económica de las naciones Unidas para África (CEPA) estimó que los flujos financieros ilícitos procedentes de África podrían llegar a los 50.000 millones de dólares anuales (el doble que los presupuestos en cooperación internacional para el continente), con graves consecuencias negativas para el desarrollo, como el agotamiento de las reservas de divisas y el agravamiento de la pobreza. Los paraísos fiscales han facilitado estos flujos al permitir la creación de “sociedades ficticias, empresas fantasma, cuentas fiduciarias anónimas y falsas fundaciones benéficas”. El secretismo que brindan a las empresas lugares como Mauricio puede enmascarar prácticas ilegales, además de la agresiva –si bien legal- evasión fiscal a gran escala, declarando beneficios no allí donde se generan, sino donde se gravan menos. Incluso el FMI lo reconoce: la pérdida de ingresos para los países en vías de desarrollo derivadas de prácticas como el “traslado de beneficios” podrían superar los 200.000 millones de dólares anuales. En 2015, su entonces presidente, Jim Kim, advertía que “algunas empresas utilizan elaboradas estrategias para no pagar impuestos en los países en los que trabajan, lo que es una forma de corrupción que perjudica a los más pobres. Un pago de impuestos más equitativo podría eclipsar fácilmente la ayuda internacional al desarrollo”.
El número de millonarios afincados en la isla se había disparado: ya eran 3.800. Se espera que más hagan de Mauricio su hogar, al menos a tiempo parcial. El presupuesto gubernamental de 2017 también concedía a los no ciudadanos cinco años de exenciones fiscales si invertían 25 millones de dólares en Mauricio, una medida para atraer a personas con “patrimonios netos extremadamente elevados” para que “gestionaran su riqueza” desde la isla. Nuevas empresas habían abierto para alojar, alimentar y divertir a esas clases altas. Aerolíneas, hoteles y restaurantes también se benefician del flujo constante de ejecutivos que acuden alas reuniones de los consejos de administración. Sin embargo, la industria offshore emplea a una fracción sorprendentemente pequeña de la población. Las estimaciones varían, pero apuntan a que afecta directa o indirectamente a entre 5.000 y 17.500. En 2018, el Banco Mundial advertía en un informe que la desigualdad entre los mauricianos había “aumentado sustancialmente” en los últimos quince años, “amenazando el nivel de vida de los pobres”. El informe reconocía que el auge de la isla había generado “una limitada prosperidad común y un aumento de la desigualdad”, con una b recha entre los ingresos del 10% más pobre y el 10% más rico que había aumentado casi un 40% desde 2001. Se habían quedado al margen de los beneficios especialmente las mujeres, ya que menos de dos tercios de ellas formaban parte de la población activa, y las que trabajaban en el sector privado cobraban de media un 30% menos que los hombres. “Somos una isla pequeña, limitada en muchos aspectos. No tenemos ningún recurso natural. Necesitamos tener alguna ventaja sobre los demás para ser atractivos, y creo que la ventaja en términos de impuestos es importante”.
Estaba extendiendo sus tentáculos al negocio del arbitraje entre inversores y Estados; había entregado en la práctica su territorio a las finanzas internacionales, uniéndose a la red mundial de paraísos fiscales; y algunas empresas registradas aquí habían recibido ayuda por parte de la industria de la cooperación. Había decenas de inversiones de la cooperación en empresas registradas en Mauricio, aunque operasen en otros lugares. Aparentemente, la mayoría estaban centradas en el África subsahariana. La cooperación decía que la “evasión fiscal es inaceptable en cualquier transacción en la que participe el Grupo del Banco Mundial”. Aseguraba que “se realizan las debidas diligencias para confirmar que las estructuras en las que invierte se eligen por razones legítimas” y que estaba “comprometida con el avance de la agenda internacional de transparencia fiscal”. La evasión fiscal es el impago ilegal o el pago insuficiente de impuestos. Sin embargo, las corporaciones multinacionales cuentan con muchas estrategias para limitar los impuestos que pagan. Puede que sean legales, pero algunas son, aún así, muy cuestionables, sobre todo en el caso de la cooperación, con una institución pública respaldada por gobiernos y con el mandato específico de acabar con la pobreza e impulsar la “prosperidad compartida”. Algunas ONG llevan años insistiendo en que la cooperación no debería de ninguna manera invertir en empresas que utilicen paraísos fiscales, ya que estas estructuras permitenn ocultar a los gobiernos y al público información sobre el dinero obtenido y los impuestos que pagan. Oxfam había acusado al Banco Mundial de “hacer la vista gorda” ante el uso de paraísos fiscales en las inversiones de la cooperación. También analizó la información publicada por la cooperación, y descubrió que el 25% de las inversiones que realizó en el África subsahariana durante un año fueron para empresas establecidas en paraísos fiscales, como Mauricio (casi el 9%), los Países Bajos o Jersey. Más adelante, descubrió que la mayoría de las empresas en las que invertía la cooperación utilizaban paraísos fiscales en algún punto de sus estructuras, sin conexión aparente con su actividad principal. Exigieron que el Banco Mundia “demuestre que sus empresas pagan los impuestos que les corresponden” y se asegure de que estas empresas no se aprovechan “de las debilidades del sistema para pagar menos impuestos”.
“No estamos en contra de los proyectos de desarrollo en nuestras tierras, pero querremos que sus beneficios repercutan en nosotros”. Así que las empresas se hacían con territorios a través de zonas económicas especiales, “ciudades privadas” y paraísos fiscales. Mercenarios y equipos de seguridad privada empleados para arrebatar tierras y reprimir la disidencia en nombre de sus crecientes imperios corporativos eran otra realidad. Max Weber, el célebre sociólogo alemán, dijo que el control del territorio era una “característica fundamental del Estado”, y que los Estados soberanos tenían el “monopolio del uso legítimo de la violencia dentro de su territorio”. Los “ejércitos corporativos” se basaban en quien controla las armas, controla el mundo.
Ejércitos corporativos
Eugene Staley fue el autor de la obra “La guerra y e inversor privado” donde recomendaba audazmente nada menos que un Gobierno mundial para evitar los “innumerables conflictos entre poblaciones nativas y corporaciones o tenedores de tierra extranjeros” que, según indicaba, eran inevitables conforme “los pueblos “atrasados” se hacen más fuertes”. Staley predijo en 1935 la creación de una nueva infraestructura mundial para proteger y promover los intereses de las empresas. Identificó la necesidad de un nuevo Tribunal Comercial Mundial y un Banco Mundial de Inversiones. Era inútil resistirse a la “ola mundial de desarrollo capitalista”, advirtiendo de que podría derramarse mucha sangre si la gente se rebelaba contra ella. Para evitarlo, parecía proponer la paz sin democracia, con un “plan a largo plazo para el gobierno mundial” que arrebatara el poder a los Estados y se lo diera a nuevas instituciones supranacionales. Staley criticó a los políticos de su época por centrarse exclusivamente en sus ciudadanos, industrias y planes económicos (independientemente de que fueran de tipo socialista, comunista, fascista o NEe Deal). Su idea no parecía consistir en dar más poder a los ciudadanos, ni en garantizar que los gobiernos fueran más receptivos. En vez de eso, proponía nuevas instituciones mundiales “separadas de las ambiciones y conveniencias políticas, de la emotividad y de las cambiantes políticas de los Estados”.
Un Tribunal Comercial Mundial, había escrito Staley, podría dar a los inversores privados internacionales “acceso directo” a un nuevo sistema judicial para proteger sus intereses y resolver disputas sin violencia. Un Banco Mundial de Inversiones canalizaría el dinero hacia sus empresas y las ayudaría a expandirse. Sabía que se trataba de ideas radicales. “¿Son chocantes estas sugerencias?”, se preguntaba retóricamente. Admitía que la creción de este nuevo gobierno mundial podría llevar décadas, pero apuntaba: “La andadura puede comenzar hoy mismo”. El libro de Staley, apareció dos años después de que su ciudad adoptiva, Chicago, sede de la Feria Mundial de 1933, acogiera la Exposición Un Siglo de Progreso, con el escalofriante lema: “La ciencia descubre, la industria aplica, el hombre se adapta”. El evento prometía a los visitantes “echar un vistazo a un futuro cercano más feliz, impulsado por la innovación y la tecnología”. Para conseguirlo, las empresas privadas se situaban en el centro del escenario, presentadas como esenciales para el progreso humano. Chicago, como el resto del país, se tambaleaba entre el desempleo y la pobreza. La Gran Depresión había puesto en tela de juicio la legitimidad de Wall Street y los bancos ante los millones de personas que habían perdido sus casas, trabajos y ahorros. Las corporaciones y las elites financieras de los países ricos se enfrentaban a las crecientes protestas de los movimientos obreros, al tiempo que en las colonias aumentaban las luchas por la independencia. El estudio de Staley pronosticaba un punto de inflexión en la historia mundial. A medida que los oprimidos “adquieran conciencia política”, escribió, intentarán utilizar “el poder del Estado” para cambiar su situación. Por ejemplo, mediante “leyes laborales elaboradas en interés de los trabajadores” o el “reparto de los grandes latifundios en favor de quienes realmente cultivan la tierra”. ¿Se harán valer los derechos de los inversores privados, se preguntó, “en contra de los deseos” de estas personas? De no ser así, predijo que habría una nueva era de conflictos violentos en todo el mundo, incluso guerras internacionales a gran escala. Al fin y al cabo, las empresas ya tenían experiencia “fomentando revoluciones y utilizando ejércitos privados”. Staley hacía un recuento de agresiones corporativas, incluidas las de “empresas soberanas” que lideraron la expansión de los imperios europeos, gobernaron territorios enteros y en ocasiones contaron con sus propias fuerzas armadas. Otros inversores que habían operado en “concesiones especiales”, con “autoridad similar a la de un Gobierno”, pudieron imponer su voluntad como ley. En África las empresas adquirían grandes extensiones de las mejores tierras y les decían a los agricultores locales: “O se mueren de hambre o abandonan su modo de vida tradicional y se ponen a trabajar para nosotros”. “Consideremos las flotas y los recursos económicos de algunas de las grandes compañías fruteras y petroleras. ¿es mejor que se hagan cargo de su propia seguridad?”. Como en la Exposición Universal de Chicago, presentaba a la empresa privada y su expansión mundial como esencial para el futuro del progreso humano. De ese modo, el joven economista sólo veía dos opciones: restringir las inversiones internacionales (algo que, en cualquier caso, decía que era totalmente inútil, además de “mala política”) o crear una “autoridad gubernamental mundial” para poner fin y prevenir conflictos (desde disturbios y huelgas hasta rebeliones armadas y guerras). Su libro hablaba de control corporativo del territorio y del uso de la fuerza. En lugar de cuestionar estas tendencias, parecía proponer que se institucionalizasen.
Mucho antes del “consenso de Washington”, antes de la creación de instituciones como el Banco Mundial, e incluso antes de la Segunda Guerra Mundial, las elites se juntaban para trazar ambiciosos planes internacionales con el objetivo de proteger sus imperios y beneficios privados de las amenazas que planteaban los movimientos anticoloniales y la democracia. Por ejemplo la Cámara de Comercio Internacional, que afirma trabajar por “la integración de las preocupaciones empresariales y económicas en la formulación de leyes”. Ofrece a las empresas un “acceso sin igual”a los gobiernos y ha desarrollado lo que denomina “vínculos privilegiados” con otros organismos como la Organización Mundial del Comercio, lo que permite que “la voz de las empresas” sea escuchada”. Se fundó en 1919. En la década de 1920, una “federación supranacional de capitalistas” se reunió en Viena y Ginebra para planificar cómo protegerse de las campañas nacionalistas, socialistas y antiimperialistas tras la Primera Guerra Mundial y durante la Gran Depresión. Entre ellos se encontraban los famosos economistas austriacos Ludwig von Mises y Friedrich Hayek (que más tarde fundaría la Sociedad Mont Pélerin, que encabezaría la defensa del neoliberalismo desde el mundo académico). El historiador Quinn Slobodian escribió “Globalistas: el fin de los imperios y el nacimiento del neoliberalismo”. Antes que “liberar” el capital privado y acabar con la regulación y con los Estados, lo que buscaban las personas involucradas en esos debates era reescribir las reglas globalmente parta defender sus intereses y “blindarlos” o aislarlos frente a las “demandas a gran escala de justicia social”. En la década de 1950, las tristemente conocidas –aunque supuestamente secretas- Conferencias Bilderberg se unieron a la infraestructura de redes de contactos de las elites internacionales. Más tarde, lord Denis Healey, un veterano miembro de este club, declaró que lo que pretendían era poner fin a las guerras, aunque “no era incorrecto del todo decir que intentaban conseguir un Gobierno mundial único para conseguirlo”. Sonaba a la antigua propuesta de Staley: una nueva era de paz mundial sin democracia..
Más conocido que las propuestas de Staley de 1930 fue el llamado Memorándum Powell. Fue enviado en 1971 por Lewis Powell –un abogado estadounidense que formaba parte de los consejos de administración de once empresas- a su amigo Eugene Sydnor Jr, de la Cámara de Comercio estadounidense, el grupo de presión política proempresarial más poderoso del país. Llegó a considerarse el documento clave que marcaría el auge del neoliberalismo en Estados Unidos y la expansión de la gran empresa a prácticamente cada aspecto de la vida pública y política. Los “negocios y el sistema empresarial están en graves problemas, el tiempo apremia”, advertía Powell. Elementos perfectamente respetables de la sociedad, como universitarios, periodistas y algunos políticos, trataban a las empresas casi con desprecio, sin simpatía por el empresario o por su punto de vista. Según Powell, las empresas tenían que responder y trabajar juntas para defender “el sistema”. Entre las recomendaciones concretas se incluía la de hacer publicidad favorable al sistema, en vez de limitarse a promocionar empresas o productos concretos. “En la organización está la fuerza”, afirmaba. Como Staley y otras personas e instituciones Powell pensaba a largo plazo. Para contrarrestar las amenazas que se cernían sobre las grandes empresas y construir un mundo que les fuera más favorable, pedía “una cuidadosa planificación y aplicación de medidas a largo plazo(…) durante un período indefinido de años”. El memorándum de 1971 tuvo influencia. Tras el se crearon numerosos think tanks conservadores como la Heritage Foundation y el Cato Institute. Se gastaron millones de dólares aL año para influir en el debate público y el discurso político, mientras Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido hacían del neoliberalismo su política de Estado. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo con su análisis de que el sistema estaba en “peligro”. En 1971 el economista estadounidense Raymond Vernon, a quien se le atribuirá la autoría intelectual de la privatización masiva y fue llamado “padre de la globalización”, publicó un libro titulado “Soberanía a raya”. Según Vernon, la expansión de las corporaciones globales había llegado ya a tal punto que “conceptos como soberanía y fortaleza económica nacional parecían extrañamente carentes de significado”. También fue en la década de 1970 cuando el foro Económico Mundial se unió a la lista de espacios propicios para la consolidación de las elites. en la década de 1990 surjió un nuevo Consejo Empresarial Mundial para el Desarrollo Sostenible dirigido por directores ejecutivos de diferentes empresas. Se formaron otros grupos regionales con nombres como Mesa europea de Industriales, o diálogo Empresarial Trasatlántico. Si bien es difícil obtener detalles de lo que ocurre en estos lugares, su creación e impacto no han pasado desapercibidos. “No elegidos por nadie y sin nadie a quien rendir cuentas, en secreto y sólidamente organizados, estos soberanos en las sombras están destruyendo la noción misma de bien común y burlándose de la democracia”, afirmó Susan George, del grupo de investigación Trasnational Institute de Ámsterdam, al explicar cómo las grandes corporaciones operaban “entre bastidores” para manejar “las leyes a nivel mundial” Las cuestiones claves de nuestro tiempo, según la escritora británica Hilary Wainwright, “no son solo la avaricia corporativa, los préstamos irresponsables o la externalización, sino el modelo de Estado cada vez más reducido, que deja la planificación enteramente en manos de las corporaciones”. Esos planes solían hacerse a muy largo plazo, mucho más largo que los mandatos políticos otorgados por las elecciones.