LAS REDES MALDITAS (II)
Un año después de introducir el canal de noticias crearon el “botón de genial”: expresaría aprobación respecto a la publicación de otro usuario con un solo clic. El botón incrementaba el número de comentarios.
Al igual que el canal de noticias y otras muchas evoluciones que estaban por llegar, otro caso en el que las empresas de redes sociales dieron con un truco psicológico aún más potente que no entendían.
El atractivo de ese botoncito y buena parte del poder de las redes sociales reside en el hecho de sacar partido a algo llamado el sociómetro.
La autoestima es un termómetro psicológico del grado en que las personas perciben que son valoradas en términos relacionales y aceptadas socialmente por los demás.
Se llamó “la supervivencia de los más simpáticos”. El resultado fue el desarrollo de un sociómetro: una tendencia a monitorizar de forma inconsciente cómo los otros individuos de nuestra comunidad parecen percibirnos. Procesamos esta información a modo de autoestima y de emociones relacionadas, como el orgullo,, la verguenza o la inseguridad. Estas emociones nos empujan a reaqlizar más acciones de las que hacen que nuestra comunidad nos valore y menos de las que no. Y, de un modo significativo, están pensadas para hacer que la motivación parezca que nos sale de dentro. Si nos diéramos cuenta, a un nivel consciente, de que estamo0s respondiendo a la presión social, nuestra actitud podría parecernos reticente o cínica, lo que la haría menos convincente.
A quien controla las descargas eléctricas le da un poder enorme sobre nuestro comportamiento. No es solo que los “me gusta” proporcionen la validación social que dedicamos tantas energías a conseguir, es que la ofrecen con una inmediatez y una magnitud desco0nocidas hasta la fecha en la experiencia humana. La validación explícita en la vida real es relativamente infrecuente. Más raro aún es oírla anunciada en público, lo cual es la forma de aprobación más potente porque transmite nuestro valor a toda la comunidad. Pues en las redes sociales, eso ocurre una mañana cualquiera.
Además, las plataformas le añadieron un toque poderoso: un contador en la parte inferior de cada publicación indicando el número de “me gusta”, retuits o votos favorables que había recibido: una cuantificación permanente de la aprobación social de todas y cada una de las publicaciones. Un incentivo que puede ser peligroso.
La mayoría de nosotros, modificamos nuestras publicaciones y comentarios diarios para mantener el flujo de dopamina, por lo general sin darnos cuenta de que lo hacemos. Este es el verdadero “bucle de realimentación por validación social”, perseguir de forma inconsciente la aprobación de un sistema automatizado diseñado para poner nuestras necesidades en nuestra contra.
La fuerza más poderosa de las redes sociales es la identidad. Es el estímulo que mejor funciona en los sistemas de esa tecnología y que, por tanto, dichos sistemas están diseñados para activar y generar por encima de cualquier otra cosa. Expresar la identidad, refinarla , ver y definir el mundo a través de su óptica. Este efecto renovó el funcionamiento de las redes sociales, ya que sus supervisores y sistemas automatizados evolucionaron hasta centrarse por completo en la identidad, que era lo más útil para sus objetivos.
Nuestra percepción de quiénes somos deriva en buena medida del hecho de formar parte de grupos.
La identidad social es la manera de establecer vínculos con los miembros del grupo y ellos con nosotros. Eso le dice al grupo que valoramos nuestra afiliación como una extensión de nosotros mismos y que, por tanto, se puede confiar que serviremos al bien común.
El impulso que nos lleva a cultivar una identidad compartida es tan fuerte es que creamos una incluso de la nada. Los individuos aprovechan de forma sistemática cualquier excusa para separar entre un “nosotros” y un “ellos” y para expresar desconfianza, o incluso hostilidad, respecto a los miembros del exogrupo.
Los prejuicios y la hostilidad siempre han motivado ese instinto. La supervivencia de un grupo podía requerir la derrota de otro. A raíz de eso, los instintos de la identidad social nos llevan a desconfiar y, si hace falta, a unirnos en contra de miembros del exogrupo. Nuestra mente fuerza esos comportamientos provocando do0s emociones en concreto: el miedo y el odio. Los dos son más sociales de lo que uno podría pensar. El miedo a una amenaza física del exterior nos hace tener un mayor sentimiento de camaradería con nuestro endogrupo, como si nos acercásemos enseguida a la tribu para proteger nuestra seguridad. También nos hace desconfiar más de las personas que percibimos como diferentes y nos vuelve más propensos a hacerles daño.
Estos instintos son profundamente sociales, así que las redes, al convertir cada clic en un acto social, sin duda los hacen aflorar. Y como las plataformas promueven cualquier sentimiento que genere más participación, a menudo producen esos instintos en su forma más extrema. El resultado puede ser una realidad artificial en la que el endogrupo siempre es virtuoso pero a la vez está asediado, el exogrupo siempre es una amenaza aterradora y si todo lo que sucede es cuestión de nosotros contra ellos.
Se obtuvo por ingeniería inversa una fórmula para conseguir que algo fuera viral. Tenían éxito las listas numeradas. Y también los titulares que despiertan la curiosidad, que pedían que los usuarios los clicasen. Pero una fórmula demostró tener una especial eficacia: los titulares que prometían retratar al endogrupo implícito del usuario humillando a un despreciado exogrupo.
La manera de ganar la guerra de la atención era sacar provecho del poder de la comunidad parta crear identidad.
Muchas veces, eso supuso la aparición de provocadores ultrapartidistas, granjas de clics con ánimo de lucro o auténticos estafadores. Sin respeto alguno por l ajusticia, la precisión o el bien común, llegaban a un público descomunal aprovechando o provocando conflictos identitarios.
Silicon Valley estableció un creo destinado al autoenriquecimiento: “La manera de combatir los discursos negativos es que haya más discursos. Más comunicación, más voces”.
A semejanza del Gamergate
El Gamergate alteró más cosas aparte de la vida de aquellos que fueron atacados. Hizo caer estrepitosamente los extremos de la red social encima de la vida estadounidense mayoritaria, lo cual acabó para siempre con la separación entre el espacio digital y el no digital, entre la cultura de internet y la cultura a secas.
A lo largo de los siguientes meses, los gamegaters atacaron a muchas personas que levantaron la voz en defensa de la víctima, que criticaron sus métodos o la cultura de los videojuegos por internet, o que corría el rumor de