Las redes malditas (IV)

 

LAS REDES MALDITAS (IV)

 

Nos encanta indignarnos. Respondemos a eso como a una recompensa.

 

Las plataformas habían aprendido a dar rienda suelta a la indignación que provocaba en sus usuarios un subidón: de razón de ser, de claridad moral, de solidaridad social. El ritmo creciente de esos arrebatos totales y absolutos, quizás uno por semana, indicaba que las redes sociales no estaban influyendo solo en la cultura más mayoritaria, sino que hasta cierto punto la estaban sustituyendo, en beneficio de –y en ese momento era un argumento extravagante- Donald Trump.

 

No eran personas bienintencionadas a quienes había que convencer, sino unos catetos y unos malvados a los que había que condenar. La clave era la indignación moral. La indignación es un cóctel moral sencillo: rabia más asco. La indignación moral es un instinto social.

 

En favor del interés colectivo ¿cómo se logra que todo el mundo interiorice y siga ese código? Pues la indignación moral es la adaptación de nuestra especie ante ese desafío. Cuando ves a alguien infringiendo una norma importante, te enfadas. Quieres que se le castigue. Y te sientes obligado a expresar esa rabia, de tal forma que los demás miembros del grupo también vean la infracción y quieran participar en la humillación y quizás en el castig del infractor.

 

La indignación moral no es solo sentir rabia contra los transgresores. Es un deseo de ver cómo la comunidad entera se une contra ellos.

 

La teoría del sentimentalismo es la idea de que nuestro sentido de la moralidad está entrelazado con nuestras respuestas emocionales y quizás incluso impulsado por ellas. Lo cual contradice esa vieja idea de que los humanos son muy racionales en términos morales.

 

El sentimentalismo dice que, en realidad, la moralidad está motivada por impulsos sociales como la conformidad y la gestión de la reputación, los cuales experimentamos como emociones. Cuando las personas que se encuentran ante un dilema moral deciden cómo responder, presentan una intensa actividad en regiones neuronales asociadas con las emociones. Y el cerebro emocional funciona deprisa, a menudo toma decisiones antes de que la razón consciente tenga siquiera oportunidad de hacer acto de presencia. Hasta que no les pidieron que explicasen su elección, los sujetos no activaron las partes del cerebro responsables de l cálculo raciona, que usaron, de forma retroactiva, para justificar cualquier acción motivada por las emociones que hubieran decidido de antemano.

 

Esas elecciones morales-emocionales parecían estar claramente al servicio de un objetivo social, como buscar la aprobación de los iguales, recompensar a un buen samaritano o castigar a un transgresor. Pero la naturaleza instintiva de ese comportamiento permite que sea susceptible a la manipulación. Y eso es justo lo que han aprendido a hacer déspotas extremistas y propagandistas, con lo cual puede poner a la gente de su lado generándole indignación, a menudo contra algún chivo expiatorio o un malhechor imaginario.

 

Las humillaciones públicas son necesarias para el funcionamiento de la sociedad. Pero las redes sociales estaban alterando el funcionamiento de esas humillaciones públicas, lo cual cambiaría, por fuerza, el funcionamiento de la propia sociedad. El acceso barato, anónimo, instantáneo y omnipresente a internet ha acabado con la mayoría de los límites naturales (si no con todos) a las humillaciones, y de este modo ha transformado la forma en que percibimos e imponemos las normas sociales.

 

Hoy es más fácil que nunca utilizar la humillación para hacer cumplir las llamadas normas sociales y es más fácil que nunca que esa humillación se descontrole. Las humillaciones públicas en el ambito virtual solían ser excesivas, mal calibradas para la escala del delito y con poca o una cuestionable precisión con respecto a quién y qué se castiga.

 

Además, las humillaciones se habían vuelto más crueles e incluso sádicas.

 

Que algo sea verdad o mentira tiene poca importancia al recibirse una publicación; la única diferencia es que un mentiroso tiene más libertad para alterar los hechos y adaptarlos a un relato que genere clics. Lo que importa es si la publicación puede provocar una reacción potente, por lo común de indignación. La rabia viaja más lejos que otras emociones. Los usuarios interiorizan las recompensas derivadas de la atención que proporcionan tales publicaciones, lo cual los lleva a producir más, lo que a su vez entrena los algoritmos de las plataformas para que fomenten aún más esas publicaciones.

 

Ya fueran de derechas o de izquierdas, el denominador común eran siempre las redes sociales, los incentivos que imponen y el comportamiento que provocan.

 

Para sus víctimas, los perjuicios, merecidos o no, son reales y duraderos. Nuestro cerebro procesa el ostracismo social literalmente como el dolor. Nuestra sensibilidad social evolucionó mientras vivíamos en tribus, puesto que hacer enfadar a unos cuantos compañeros podía significar un riesgo real de morir. En las redes sociales, una persona puede-apenas sin previo aviso- sufrir la furia y la condena de miles de personas. A esa escala, los efectos pueden ser devastadores desde un punto de vista psicológico. Lo duro del acoso de las personas que no han sido acosadas en reiteradas ocasiones por una muchedumbre llena de odio tienen la suerte de no entender es que te cambia la vida para siempre. Dejas de confiar con facilidad.

 

La propia vida pública se estaba volviendo más ferozmente tribal, más extrema , más centrada en odiar y castigar cualquier mínima transgresión. Estas plataformas no están diseñadas para mantener conversaciones razonadas. Nosotros tenemos razón. Ellos están equivocados. Insultemos a esa persona lo antes posible y lo más duro que podamos. Y no hacen más que amplificar todas las divisiones que tenemos.

 

La base del nuevo orden era la indignación moral. Así alertaba a tu comunidad de un mal comportamiento. Así la convocabas-o se te convocaba- para ir a castigar una transgresión. Y era la amenaza que sobrevolaba tu cabeza desde que nacías hasta que morías, y que te mantenía a raya. La indignación moral, cuando cobra suficiente fuerza, se convierte en agresión “proactiva” o “colaigada”, lo que en el lenguaje coloquial se conoce como una turba. Cuando ves a una turba, en esa muchedumbre violenta estás viendo la tiranía de los primos, el mecanismo de nuestra autodomesticación. Esa amenaza, a menudo letal, se convirtió en una presión evolutiva por sí sola, lo que nos llevó a desarrollar una sensibilidad aguzadísima ante los estándares morales del grupo. Y el instinto de ceñirnos a ellos. Si quieres demostrarle al grupo que puede confiar en ti para hacer cumplir sus estándares, agarra una piedra y arrójala. Si no, tu podrías ser el siguiente.

 

En nuestra historia más reciente, decidimos que esos impulsos son más peligrosos que beneficiosos. Sustituimos la tiranía de los primos por el imperio de la ley (en la mayoría de los casos), prohibimos la violencia colectiva y desalentamos que la gente se comportase como una muchedumbre enfurecida. Pero los instintos no pueden neutralizarse por completo, solo pueden contenerse. Las redes sociales, sacando partido directamente de nuestras emociones de grupo más viscerales, esquivan ese muro de contención y, da

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