LAS REDES MALDITAS (VII)
“Nunca ha existido una herramienta más poderosa que Facebook y otras redes sociales para difundir con rapidez discursos de odio y veneno racista-nacionalista». “Las redes sociales son, por lo visto, una herramienta aún más rápida, más gráfica, mas inmersiva, “democrática” y en última instancia peligrosa para la difusión de los discursos de odio”.
Las redes sociales, sobre todo Facebook, habían tenido un papel determinante en el genocidio rohinya en Birmania, Las plataformas habían contribuido en un grado sustancial a la formación y difusión del odio que destruyó a toda una población.
¿Que probabilidad había de que Silicon Valley aceptase que sus productos podían causar disturbios e incluso un genocidio?
La desconfianza social y religiosa, que las redes sociales potenciaban “ampliando la difusión de la desinformación, los rumores, las cámaras de resonancia y los discursos de odio” y eso creaba una sociedad “sencillamente tóxica”.
Las plataformas estaban “desgarrando el tejido social”. “Los bucles de retroalimentación a corto plazo, motivados por la dopamina, que hemos creado están destruyendo el funcionamiento de la sociedad”, lo que está creando un mundo “sin discurso civil, sin cooperación y con desinformación y desconfianza”.
La serie de crisis políticas hacían sospechar que había una transformación más profunda, tal vez universal, provocada por las redes sociales, de la que la violencia extrema no era sino un indicador superficial.
Para coordinar movimientos, los usuarios de Facebook hicieron circular enlaces por grupos privados de WhatsApp. Esta aplicación de mensajería-propiedad de Facebook- permite una comunicación trepidante, similar a mandar mensajes de texto en grupo a cientos de personas a la vez, con algunos toques que favorecen a la viralidad. Los usuarios pueden reenviar contenido de un grupo a otro, lo cual permite que las publicaciones se extiendan de forma exponencial. Un gran grupo de WhatsApp puede parecerse a una mezcla de Facebook, Twitter y You Tube, lleno de contenido viral copiado de estas tres plataformas. WhatsApp se anuncia haciendo hincapié sobre todo en la privacidad: la encriptación de extremo a extremo impide que las autoridades se entrometan. No hay moderadores ni nadie que verifique los hechos.
Los dirigentes del país, desesperados por contener la violencia, bloquearon el acceso a las redes sociales. Dos cosas sucedieron casi de inmediato. Se detuvo la violencia; sin Facebook ni WhatsApp motivándolas, las muchedumbres enfurecidas se fueron a sus casas. Y los representantes de Facebook, tras meses ignorando ministros del gobierno, al fin les devolvieron las llamadas. Pero no para preguntarles por la violencia, sino para saber por qué el tráfico se había reducido a cero.
Las plataformas reproducían ciertos viejos mecanismos mediante los cuales una comunidad terminaba incurriendo en actos de violencia colectiva. El linchamiento, cuando un grupo lleva su indignación moral hasta el extremo de herir o matar a una persona-la tiranía de los primos en acción-, es un impulso comunitario. Una demostración pública de lo que les ocurre a quienes transgreden las normas de la tribu.
“Su objetivo es comunicar” sobre el linchamiento. Los rumores falsos que siempre se difunden antes de los actos de violencia masiva eran la pista de que las redes sociales habían aprendido a reproducir ese antiguo proceso. Más que desencadenar ese sentimiento preexistente, las redes sociales lo creaban. Los rumores casi nunca eran aleatorios. “hay una lógica detrás. No van dirigidos a todo el mundo” Los rumores activaban más bien un sentimiento de peligro colectivo en grupos que eran dominantes pero que sentían que su estatus estaba en riesgo: mayorías furiosas y temerosas ante cambios que amenazaban con minar su posición en la jerarquía. Como las fuerzas impersonales del cambio social son, para la mayor parte de la gente, tan inevitables como el tiempo, las redes sociales habían aparecido para proporcionar un villano más corpóreo y conquistable: las blogueras feministas, la minoría religiosa más cercana, los refugiados. “Eso es, por fin, algo que puedes controlar. Ante eso sí puedes hacer algo para ponerle remedio”.
Los rumores más compartidos a menudo tenían que ver con la reproducción o la población.
El elemento definitorio en todos esos rumores era algo más específico y peligroso que la indignación generalizada: un fenómeno denominado amenaza al estatus. Cuando los miembros de un grupo social dominante sienten que corren el riesgo de perder su posición, puede desencadenarse una reacción violenta. Empiezan a sentir nostalgia por un pasado-real o imaginario- en el que se sentían seguros en su predominio (“Make America Great Again”, “Que Estados Unidos Vuelva a Ser Un Gran País”). Se vuelven ultrasensibles a cualquier cambio que pueda parecer vinculado con su posición: evoluciones demográficas, normas sociales cambiantes, ampliación de los derechos de las minorías. Y se obsesionan cada vez más con presentar a las minorías como algo peligroso, además de difundir historias y rumores para confirmar esa creencia. Es una suerte de mecanismo de defensa colectivo para preservar el dominio. En su mayor parte, es inconsciente, casi animal, y por tanto fácilmente manipulable, ya sea por parte de unos dirigentes oportunistas o de unos algoritmos que solo buscan obtener beneficios.
El problema no es solo que las redes sociales aprendieron a fomentar la indignación, el miedo y el conflicto tribal, sentimientos que van de la mano de la amenaza al estatus. En internet, cuando publicamos actualizaciones visibles para cientos o miles de personas, cargadas con emociones basadas en el grupo que las plataformas incentivan, “nuestras identidades de grupo son más distintivas” que nuestra identidad individual. No es solo que nos volvamos más tribales, es que perdemos nuestro sentido del yo. Es un entorno “perfecto para el estado psicológico de la desindividualización”.
La definición rápida de desindividualización es “mentalidad de turba”, aunque es más común que sumarse a una muchedumbre enfurecida. Puedes desindividuarte sentándote en las gradas de un partido o cantando con el resto de los feligreses en una iglesia, lugares en los que entregas parte de tu voluntad a un grupo. El peligro empieza cuando esas dos fuerzas se mezclan: la desindividuación, con su capacidad de eclipsar el juicio individual, y la amenaza al estatus, que puede desencadenar agresiones colectivas hasta límites terribles.
“El cáncer ha crecido tanto que encuentras a personas normales y corrientes. La radicalización se está produciendo a una edad muy temprana”. Había incluso alumnos de colegio de buenas familias-si tenían actividad en las redes sociales- que terminaban arrastrados, y su mundo y su visión del mundo quedaba definida por la amenaza al estatus que habían visto por internet. “Esa es su iniciación a las relaciones comunitarias. Y es odio. Es algo muy pero que muy negativo”.
Tal vez ese patrón, según el cual la amenaza al estatus se descontrola en internet, permita explicar en parte por qué, en 2016, los seguidores de Trump habían caído mucho más abajo por la madriguera digital que los demás estadounidenses, Si las redes sociales estaban hechas para activar el pánico identitario mayoritario, entonces la mayoría blanca de Estados Unidos, que estaba en retroceso-y sobre todo las personas blancas de clase obrera o sin estudios universitarios que suelen tener un mayor apego a su identidad racial y que se convirtieron en el grueso de la coalición de Trump- serían peligrosamente susceptibles de caer en el mismo patrón. Amenaza al estatus y desindividualización digital a escala nacional. En 2018, esa tribu aún no había participado, con algunas excepciones como la concentración de Charlottesville, en actos grupales directamente violentos.
Hechos como los de Birmania o Sri Lanka, lejos de ser únicos, ya se estaban produciendo en las democracias occidentales, solo que de formas más sutiles.
Las plataformas de redes sociales hacen que comunidades enteras sean más propensas a la violencia racial.
Las poblaciones con un uso de Facebook mayor que la media solían experimentar más ataques contra los refugiados. Eso se cumple en casi todos los tipos de comunidades: grandes o pequeñas, adineradas o con dificultades, liberales o conservadoras. El repunte no guardaba correlación con un uso de internet en general: era algo específico de Facebook. Los datos se reducían a una estadística sobrecogedora: allí donde el uso de Facebook por persona aumentaba una desviación estándar por encima de la media nacional, los ataques contra los refugiados se incrementaban cerca de un 35%. A escala nacional ese efecto era responsable de hasta un 10% de toda la violencia contra refugiados.
El sentimiento antirefugiados es una de las expresiones más puras ded amenaza al estatus, pues combina el miedo al cambio demográfico con el tribalismo racial. Aunque fueran pocos los vecinos que odiaban de verdad a los refugiados, sus publicaciones no dejaban de aumentar, premiadas por su capacidad provocativa. A medida que su odio conquistaba las páginas locales- lo que, como es habitual, crfeaba una falsa imagen de consenso,-más personas parecían unirse.
El proceso es cuando las bromas virtuales se van interiorizando de un modo paulatino como algo sincero. Se llama intoxicación por ironía. Los usuarios que pasan mucho tiempo en las redes sociales a menudo dicen de sí mismos que están “intoxicados por la ironía”, una abroma sobre la insensibilización resultante de pasarte la vida absorto en subculturas de las redes sociales, donde predominan el desapego irónico, la sobreestimulación algoritmica y el humor de atreverse a ofender. En sus formas más extremas, la exposición sostenida a contenido objetable, habíendo recaído en reiteradas ocasiones por madrigueras de Facebook y You Tube , puede bajar las defensar de una persona contra eso. La desensibilización hace que las ideas parezcan menos tabú o menos extremas, lo que a su vez hace que sea más fácil adoptarlas.
Como en México e Indonesia y al parecer en todos los demás países, a menudo parecían recurrir a misteriosas amenazas contra niños. “Tenemos un montón de situaciones en las que una persona ve a alguien fuera de un jardín de infancia. Pasados cinco minutos se está propagando, y en cada publicación empeora. Pasan dos horas y tienes a una turba en la calle que quiere linchar a alguien.