EL DISCURSO MAGA. LA OFESIVA DE LOS “BILLONERS”
La última semana de febrero de 2025 se produjo una reunión de jefes de Estado que sentó un precedente inicuo en las relaciones internacionales. El presidente ucraniano, Volodimir Zelnski fue humillado , en vivo y en directo, por el presidente norteamericano, Donald Trump, y su vicepresidente, J. D, Vance. Sin respetar el más mínimo límite marcado por décadas de usos diplomáticos y protocolos internacionales, ante millones de telespectadores de todo el mundo. Trump escenificó lo que considera la esencia de su proyecto político para los próximos años: hacer visible y evidente su poder desnudo. Su capacidad para la violencia y la dominación. Dar un fuerte puñetazo sobre la mesa.
Sin embargo, las lágrimas de cocodrilo derramadas por los lideres políticos de la Unión Europea ante este espectáculo brutal resultaron extemporáneas e inútiles. Lo sucedido en la Casa Blanca no era más que la reactualización en el mundo de la alta política de lo que había venido sucediendo en Gaza desde octubre de 2023. Israel, con el beneplácito y la complicidad del gobierno demócrata de Joe Biden, ya había roto durante un año de limpieza étnica expresa de la Franja palestina todos los límites marcados por el Derecho Internacional o los usos democráticos. La humillación de Zelenski aterrorizó a los dirigentes europeos, pero porque fuera la expresión del final de la utopía universalista occidental sobre el mundo del Derecho rigiendo la convivencia global, sino porque ponía encima de la mesa una muy inquietante perspectiva: a los blancos se les puede aplicar la misma vara de medir que a las razas inferiores. El silencio ubicuo de los “demócratas” ante el genocidio en Gaza había sido el rito de iniciación que daba paso a un mundo sin reglas en el que el mas fuerte podía azotar a sus supuestos aliados con la misma violencia que se destinaba a los pueblos insurrectos del Sur global.
La masacre en Gaza y la humillación televisada de la Casa Blanca anunciaban el inicio de un nuevo escenario, en el que la ultraderecha global ya no está a las puertas de llegar al poder, sino que empieza a ejercerlo con toda su brutalidad. Ya no se trata de que los tiempos estén cambando, sino de que hemos iniciado una nueva época. Una època de agudización de los conflictos internacionales y la lucha de clases. Una época de autoritarismo y represión acrecidas. Una época de turbulencias globales y de caos sistémico creciente. Una época de bifurcaciones históricas que nos encaminan, a toda velocidad, a un futuro para el que nadie se había preparado.
Haremos mal en interpretar que la hegemonía política del Trumpismo y el avance de la ultraderecha son los signos de un poder que se afirma en su esplensor. El movimiento MAGA (“Make America Great Again”), la propuesta política de la derecha norteamericana más bien es un movimiento salvaje tratando de conjurar una crisi existencial. La humillación de Zelenski en la Casa Blanca no es una muestra de fuerza del imperialismo norteamericano, sino un intento desesperado de ganr la paz donde se ha perdido la guerra. De dar, ya lo hemos dicho, un fuerte golpe sobre la mesa que acalle los poderes emergentes que anuncian un nuevo escenario global. De activar violentamente un freno de emergencia ante un proceso de crisis interdependientes que amenazan con llevar al capitalismo senil a una descomposición acelerada.
Así que tenemos que analizar qué está pasando y cuáles son los vectores estratégicos que explican el nuevo escenario. Detengámonos, primero, en intentar desentrañar las líneas de fractura, los movimientos de las placas tectónicas de nuestra sociedad, que explican estos nuevos terremotos.
Trumpismo. Un gobierno de los “billoners”
El gobierno de Donald Trump está formado esencialmente por milmillonarios. La mayor parte de los altos cargos nombrados por el nuevo presidente disfrutan de fortunas personales que les hacen llegar a la categoría de “billoners”, ultrarricos, oligarcas.
En el capitalismo, los utrarricos se han movido tradicionalmente en las sombras. La política estaba destinada a sus servidores de la clase media alta y a algún joven ambicioso de la oligarquía, que no sabía que destinar a su juventud dorada. Ahora, sin embargo, los “billoners” ejercen el poder directamente. Ya no hay mediaciones, capas intermedias ni pactos sociales amplios que traducir en alianzas de clase. Los ultrarricos dominan la política tan directamente como sus empresas. ¿Qué está pasando?
Básicamente hemos visto una transformación cualitativa de la estructura de clases, espoleada por la implantación de las políticas neoliberales en las últimas décadas, que ha llevado a una mutación profunda de la conciencia de clase de las élites globales. Y eso ha impulsado a una parte muy concreta de la clase dirigente a una dinámica de ofensiva (de o todo o nada) espoleada por la creciente percepción de encontrarse ante un callejón sin salida.
Hemos analizado muchas veces las transformaciones sufridas por la clase obrera en las últimas décadas. La expansión de la precariedad, la degradación del Estado de bienestar, la multiplicación de los “working poors”, la proletarización anómica de sectores cada vez más amplios de la “clase media”, la fragmentación creciente de la clase trabajadora y su sometimiento a las máquinas de guerra cultural de la ultraderecha. Estos análisis son fructíferos y oportunos, pero incompletos.
Lo que no hemos analizado con el mismo interés es lo que le ha pasado a la clase dirigente, y el efecto que esto ha tenido en la conciencia de sectores de la clase trabajadora, que se consideraban “clase media”, y que ahora han iniciado un viaje sin retorno hacia la vulnerabilidad social.
El análisis clásico nos dice que la burguesía se caracteriza por tener la propiedad de los medios de producción. Eso la convierte en la clase dirigente y la diferencia de la clase trabajadora, que solo puede vender su fuerza de trabajo en el mercado laboral. Esta afirmación sigue siendo pertinente, pero tiene que completarse con un estudio serio de la estructura real del poder económico en nuestra sociedad global actual.
Los procesos de concentración del capital, la tecnología y la riqueza, amplificados por las políticas neoliberales han acabado generando una capa específica de la burguesía que atesora un poder social que no tiene parangón con ningún otro sector de la población, en ningún otro momento de la historia de la humanidad. Una “superburguesía” que ha terminado por tomar conciencia de sus propios intereses diferenciales respecto al resto de clases y fragmentos de clase, incluyendo en ese resto gran parte de los sectores que tradicionalmente hemos considerado “burguesía” a secas.
Las gigantescas empresas transnacionales y las grandes tecnológicas globles; los fondos internacionales de inversión, las entidades financieras “demasiado grandes para caer”, los “capitanes” de las energéticas y los “campeones” del mercado mundial del armamento. Hay un gran capital que hoy atesora una riqueza y un poder inimaginables para los pobres primates descartables que pululamos por las metrópolis globales. El poder de Larry Fink, presidente de BlackRock, el fondo de inversión norteamericano que mueve mas de diez billones de dólares anuales por todo el mundo(es decir, cai diez veces el Producto Interior Bruto español), y que se ha convertido en el mayor inversor en la Bolsa de Madrid, es absolutamente incomparable con las hambrientas finanzas del dueño del bar “Manolo” del barrio de Usera, en Madrid, por mucho que este últijo fantasee con que forma parte del mismo grupo humano y vote, consecuentemente con dicha fantasía, a quien representa Blackrock en la capital española, es decir, a Isabel Diez Ayuso.
El 35% de la deuda corporativa de las entidades de Wall Steet está ya en manos de la “banca en la sombra”. Hace veinte años su presencia en esta área, casi monopolizada por la banca tradicional, era residual. Fondos de capital riesgo como Blackstone, Ares o Apollo han sustituido a los bancos tradicionales como Bank of America o Citi a la hora de financiar a las principales empresas norteamericanas.
Estos fondos no tienen que cumplir las normas legales relativas a la banca, pero se introducen en los mercados financieros. Eso tiene sus peligros para los intentos de gestión racional del capitalismo. La empresa de calificación de riesgos Moody ´s advierte, en un reciente informe, que: “se está concentrando un segmento mayor de la actividad económica n manos de un número de grandes y opacos gestores de activos, la falta de visibilidad dificultará identificar donde se están formando burbujas de riesgo”.
El imperio de los fondos ha sustituido a la actividad productiva y al sistema financiero tradicional, justo cuando nos encontramos ante el abismo de la sacudida climática en ciernes. Los gigantes energéticos y los colosos del armamento viven un momento tan dulce que nadie se plantea la posibilidad de una transición ecológica o una defensa popular sin ellos. Las grandes tecnológicas han sometido a relaciones de servidumbre a la pequeña burguesía y al conjunto de la clase trabajadora. Los comercios, las pequeñas y medianas empresas, y todos y cada uno de nosotros, pagamos un tributo feudal (en forma de comisiones sobre ventas o en forma de cesión de datos) para tener nuestro espacio en Amazon o en Instagram.
Finalmente, ha llegado el momento en que los “superricos” han pasado de ser una clase “en sí” (un fragmento específico de la burguesía con un poder incomparable con gran parte del resto de dicha clase), a transformarse en una clase “para sí” (es decir, a tomar conciencia de su propia posición estratégica y sus intereses diferenciales en la sociedad). Los Musk, Peter Thiel, Zuckerberg, Fink o Elliot han dejado de ser los gestores y dirigentes de la “alianza burguesa”, para despoegar un proyecto político propio y específico. Ese es el proyecto político del trumpismo y de la ultraderecha global: el proyecto de los “billoners”. Pero como decía NIetzsche del cristianismo respecto del platonismo, la ultraderecha es el programa de Musk y de los fondos, pero “explicado a los esclavos”.
Y el proyecto de los “billioners” parte de una apuesta estratégica básica: la ruptura completa con el pacto social edificado tras la Segunda Guerra Mundial. La destrucción total del Estado del Bienestar, la desaparición de lo que los economistas demócratas como Daron Acemoglu llaman los “poderes compensatorios”, como la negociación colectiva, el control democrático del poder o la doctrina legal de las garantías individuales y la libertad de expresión. Se trata de un reseteo completo de los límites establecidos al poder capitalista, tras dos siglos de lucha de clases.
De nuevo, nos equivocaremos si creemos que el proyecto de los billoners es la expresión de un poder emergente que busca su cénit. Es más bien el resultado del terror de los superricos ante la devastación que anuncia la crisis climática y las sacudidas financieras recurrentes del régimen neoliberal, junto a la emergencia de los nuevos actores geopolíticos y el evidente colapso cultural y militar de Occidente.
Los “billoners” fantasean con que unas décadas de poder omnímodo y acceso irrestricto a la alta tecnología les permitirán constituirse en una nueva especia, independizada de lo humano y capaz de colonizar otros mundos cuando este se vuelva inhabitable. El “transhumanismo” y la “ilustración oscura” no son más que la utopía mezquina y brutal de una parte ínfima de la humanidad que pretende dirigir, aterrorizada, el colapso social provocado por un absurdo modo de vida.
Las ideas dominantes en una sociedad son las ideas de la clase dominante
Ya lo hemos dicho. NIetzche decía que el cristianismo era “el platonismo explicado a los esclavos”. El trumpismo, la “derecha alternativa”, no es otra cosa que el transhumanismo explicado a los sectores de la “clase media” en proceso de proletarización. Los discursos en internet de los youtubers ultras, como Alvise Pérez, no son más que una versión vulgar, adaptada para embrutecer y engñar a las masas empobrecidas, del egoísmo radical y el proyecto estratégico de los dueños de los grandes fondos de inversión globales.
La obsesión con los migrantes de la ultraderecha es una muestra clara de lo que estamos diciendo. Nadie pretende que una economía desarrollada en europa o Estados Unidos, funcione sin la clase trabajadora migrante. Los “antiglobalistas” (que dirigen cadenas de valor, como la de Tesla, que incluyen centros de producción y distribución por todo el globo y beben de fondos financieros transnacionales) no pueden hacer nada para evitar el declive demográfico de Occidente. Las economías de servicios, como la española, funcionan básicamente a base de absorber fuerza de trabajo foránea en condiciones de precariedad.
Lo que implica, entonces, sobre el discurso ultra sobre las migraciones no es un proceso masivo de deportaciones y “remigración”, aunque se lleven a cabo los espectáculos públicos necesarios para alimentar ese mantra. Obama y Biden deportaron más migrantes que Trump en su primer mandato, aunque de forma menos humillante e inhumana. Lo que se busca no es la expulsión sino el “apartheid”. Constituir una trama legal que imponga la mas absoluta marginalidad a la fuerza de trabajo migrante y una “música social” que la mantenga convenientemente apartada der toda alianza con la clase trabajador “nativa”.
Se trata de fragmentar, aún más, a la clase trabajadora. De impulsar normativas laborales diferenciadas según el origen étnico o nacional que permitan enfrentar a unos sectores con otros y precarizar la situación vital y laboral de las mayorías, mientras estas se enfrentan entre sí.
Los discursos recurrentes sobre la “islamización de Europa” o el “Gran Reemplazo” buscan operar sobre las contradicciones en el seno del pueblo para poder gestionar con más comodidad la gestión de plusvalor. Nadie va a renunciar a la fuerza de trabajo migrante, en un contexto futuro de invierno demográfico global. Pero el peligro de la emergencia de una capa creciente de obreros pobres en el corazón del mundo desarrollado se intenta conjurar con el recurso al racismo y a la etnicidad excluyente.
Lo mismo ocurre con el feminismo. Trump no pretende confinar a la mitad de la población en las labores domésticas. No puede decnunciar al trabajo femenino en los servicios o los cuidados profesionalizados. Lo que quiere es una clara sumisión de las mujeres en el marco de una sociedad fuertemente estratificada y jerarquizada. Los “demócratas” han ayudado también, a esta estrategia creando las subdivisiones identitarias básicas con sus políticas de negación del conflicto y el discurso de clase. Ahora solo falta que el nuevo poder ordene esas identidades en una cadena jerárquica basada en la autoridad. Una cadena jerárquica que siga el elemento esencial del Derecho nacionalsocialista de los años treinta: el más brutal positivismo jurídico. Cada cual tendrá los derechos que su posición concreta en la sociedad determine. Sin espacios comunes, sin marco igualitario de libertades civiles y derechos sociales, cada estrato ha de vivir aislado y desconfiando de los demás, bajo la atenta mirada del soberano (el “Fürer”, místicamente vinculado con la nación), que no dudará en castigar los comportamientos inadecuados.
La ultraderecha ha creado las condiciones de posibilidad de este escenario con una metodología tremendamente sistemática. Fue Alain de Benoist, el ideólogo de la “nueva derecha” francesa, el que acuñó el término de “metapolítica” para referirse a la estrategia que los fascistas debían de desarrollar para volver al poder en su travesía del desierto de finales del siglo XX. La “metapolítica” es un concepto fácilmente comprensible para los anarcosindicalistas y los marxistas gramscianos al m enos desde el punto de vista intelectual. Consiste en dominar el discurso antes que las instituciones.
De Benoist llamaba a la ultraderecha a lanzarse a la “batalla de las ideas”, antes de conformar estructuras politi.cas y entregarse a aventuras electorales. Llevan haciéndolo, pausada, inteligentemente, desde entonces. Han ido, laboriosamente, construyendo el “sentido común de la época”, apoyándose en los mantras neoliberales dominantes. Los “billoners” les identificaron pronto como sus posibles propagandistas y les alimentaron con cantidades astronómicas de dinero. Diseñaron algoritmos amigables para ellos y les fueron abriendo, progresivamente, las puertas de los medios de comunicación y las instituciones políticas.
La “metapolítica” funciona con principios simples, pero muy operativos. Uno de ellos es que la contradicción no es un problema para el fascismo, que no es un discurso que busque la coherencia, sino una mecánica de construcción de efectos políticos. Los youtubers ultraderechistas forman parte del mismo mundo, aunque digan cosas contradictorias entre sí. Se invitan entre ellos a sus podcasts y canales con una generosidad que no existe en la izquierda. Lo que une a Roberto Vaquero, el youtuber dirigente del Frente Obrero, y su pseudomarxismo mussoliniano, a Rallo, el economista ultraliberal del Instituto Juan de Mariana, no es un mundo de conceptos ideológicos, sino una voluntad de poder, que sacrifica todo concepto discursivo a la generación de una alianza política contra el pueblo.
Para ello se aprovechan de la frgmentación del mundo cultural que nos rodea en múltiples “burbujas” aisladas. Desaparecida la centralidad discursiva de los medios de comunicación de masas, nos informamos y debatimos en contextos limitados a nuestra gente “más cercana, aunque esté lejos”. Las redes sociales nos segmentan con fines publicitarios y los algoritmos nos aíslan de los discursos que no queremos oír. Y la ultraderecha, aliada a los “billoners” que dirigen las grandes tecnológicas, monopoliza el discurso que accede a la mayoría de las burbujas sociales.
Además, la desaparición de la infraestructura cultural anterior deja en situación de precariedad y desorientación a la intelectualidad tradicional.La cultura que llega a las masas ya no se fragua en los simposios profesionales o en las revistas de los pensadores. Ya no puede haber un Sartre porque a nadie le importa ya lo que pueda decirse en una revista de filosofía. El discurso que nos llega lo determina Elon Musk con su algortmo. Y volverse viral tiene poco que ver con la solvencia intelectual. Con ello empieza la crisis de la parte del proletariado que quiso desclasarse y volverse “clase media” apostando por el trabajo profesional o intelectual.
La guerra civil de la clase media
Así que la intelectualidad ya no puede reproducir las condiciones materiales de su situación privilegiada en la sociedad. Hasta ahora, el “efecto clase media” (como lo ha llamado Emmanuel Rodríguez) se sustentaba también , en gran medida en ese mecanismo, que permitía que un determinado sector de trabajadores del pensamiento tuviese un cierto poder social, al dedicarse a traducir las estrategias y necesidades (según gustos y valentía) de la clase dirigente, a las amplias masas de la población.
Las asociaciones profesionales, las revistas de pensamiento, los productos culturales, se vuelven dependientes de la viralización que sólo pueden otorgar los algoritmos diseñados por los “biloners”. Y estalla “la guerra civil cultural” en el seno de la intelectualidad de la “clase media” en proceso de proletarización.
Un sector se pliega a los deseos de los “billoners” y ejecuta la “metapolitica” trumpista. Se está mejor bajo el sol que más clienta y el dinero llega con más facilidad. Su tesis es que la “clase media occidental” sólo puede sobrevivir mediante una alianza nacionalista cona la clase dirigente. La guerra “contra lo woke” es el paragus que permite agrupar a sectores disímiles que pretenden vivir de volverse virales y, posteriormente , llegar a las instituciones.
El otro sector pretende defender lo poco que queda del pacto social que dio lugar al Estado del bienestar y al mundo cultural del parlamentarismo liberal. Reclamando “seriedad” en los discursos, reivindican su papel fenecido de intelectuales y no de “youtubers”. Defienden un keynesianismo suave y europeísta que no deja de fracasar ala defender “el modelo social europeo” mientras se multiplican los conflictos geopolíticos, la carrera armamentística y las tensiones sociales. Critican a la ultraderecha por “zafia” y no entienden “qué ha pasado” para que esos salvajes lleguen a las burbujas culturales de nuestra sociedad con más facilidad que el periódico del régimen, El País.
La clase trabajadora, mientras tanto, asiste muda e invisibilizada (incluso para si misma) a este espectáculo. No tiene ya un discurso propio con la potencia necesaria para agrupar a toda su militancia fragmentaria. Su mejor militancia nada en la confusión o sigue acríticamente las consignas socialdemócratas en decadencia.
Tenemos que construir el discurso y las organizaciones de esa nueva clase trabajadora plural, diversa y ubicua. Suturar las líneas de cesura que trata de agrandar la ultraderecha. Edificar alianzas entre gentes precarizadas, migradas, interinas de la Administración o sometidas a cadenas de valor globales bajo la fachada d la “falsa autonomía”. Tenemos que lanzar nuestra propia “metapolítica” para construir nuestra hegemonía.
Y eso implica abrir debates propios y reconocer la pertinencia de los múltiples discursos que, aún pareciendo contradictorios, tratan de encontrar la salida al laberinto en el que se ha perdido la conciencia obrera.
No basta con refugiarse en los mantras identitarios y repetir con mayor furia sectaria los conceptos “¡¡el feminismo!!”, “¡¡el decrecimiento!!”, “¡¡el anarcosindicalismo!!”, o su versión inversa “¡¡el fascismo!!”. Hay que construir alianzas y organizaciones de masas capaz de doblarle el brazo a una capa social que busca la más gigantesca acumulación de poder que se haya producido en toda la historia de la humanidad.
Al trumpismo hay que oponerle la fuerza organizada y masiva de los sectores explotados y oprimidos. La conciencia de la necesidad de una transformación radical de la sociedad. Una propuesta que agrupe los malestares y las esperanzas de nuestro tiempo, desbordando la decadencia socialdemócrata y el auto-odio fascista.
Un nuevo mundo ha de nacer contra lo más profundo de la oscuridad que ahora nos anega.
Jose Luis Carretero Miramar
Extraído de la revista “Ekintza Zuzena” nº51