A cincuenta años de la muerte de Franco
Daniel Campione
El sistema funcionó imbuido de lemas como «por el imperio hacia Dios». Toda la sociedad española debía reverenciar ese risible «imperio» mientras recitaba la letanía «Franco, Franco, Franco»
El 20 de noviembre de 1975, luego de un prolongado esfuerzo para mantenerlo con vida el mayor tiempo posible moría Francisco Franco. Se extinguía así el titular de cuarenta años de dictadura.
Podría decirse que Franco nunca dejó de matar. Y que incluso murió matando. Ya despidiéndose de la vida, el 27 de septiembre de 1975 su «justicia» ejecutó la pena capital de cinco integrantes de organizaciones armadas que resistían a la tiranía. No hubo indulto ni conmutación de pena, aunque se la pidió desde todos los rincones del planeta.
El sendero de un dictador criminal
Había comenzado su itinerario de crímenes en África, en la despiadada lucha para sofocar la resistencia de los colonizados marroquíes. Allí aprendió la guerra contra un enemigo al que se le negaba la condición humana. Los «moros» eran para los colonizadores la encarnación misma del atraso, contrarios a la civilización occidental, ajenos a la comunión del catolicismo (a pesar de que esos salvajes los habían vencido varias veces).
La escala de sus asesinatos tuvo un crecimiento exponencial en la llamada «guerra civil española». En algún momento se declaró dispuesto a matar a media España. Exterminó a cientos de miles y encerró en prisiones infectas a una multitud. Otros cientos de miles vivieron en el destierro a perpetuidad.
El fin de la guerra no trajo la paz sino el disfrute sádico de la victoria. Las condenas a muerte dictadas por consejos de guerra y sin verdadero derecho a defensa se multiplicaron. Las cárceles quedaron llenas en medio del hacinamiento, la falta de higiene y atención médica, el maltrato extremo, físico y psicológico.
Coexistieron con las prisiones múltiples campos de trabajos forzados, bajo distintos regímenes. La esclavización del «enemigo» formó parte del repertorio del régimen. El robo de niños también. La sustracción de bebés de las «rojas» se arrastró por mucho tiempo y las identidades suprimidas llegan hasta hoy.
Con el transcurso de los años la escala de la criminalidad pudo disminuir, sin que desaparecieran ninguna de sus modalidades. Para quienes permanecían en el territorio hispano sin estar encarcelados se negaban las libertades más elementales y se los sometía a un clima de persecución, delaciones, humillaciones en público. Se ha escrito que España era una «inmensa prisión». La metáfora no peca de exageración.
El sistema siguió imbuido de lemas como «por el imperio hacia Dios». Toda la sociedad española debía reverenciar ese risible «imperio» mientras recitaba la letanía «Franco, Franco, Franco».
Los actos represivos no estaban solos. Durante muchos años los acompañaron el hambre, la escasez o extrema carestía de productos básicos, la falta de oportunidades de trabajos con condiciones y sueldos dignos. Lo padecieron en particular las mujeres, empujadas al pequeño comercio ilegal y a la prostitución para tratar, a menudo en vano, de dar de comer a sus familias.
En cuanto a la visión del mundo que amparaba al régimen, Franco supo adaptarse a los cambios de circunstancias externas. Valedor del fascismo en el país y en Europa entera, cuando sus amigos mordieron el polvo viró a un «catolicismo conservador» que tenía al anticomunismo por divisa esencial.
Así agregó un nuevo mote, «Vigía de Occidente». Y se convirtió en un fiel aliado de los EEUU, con alfombra roja para bases militares y prolíficas inversiones.
Los beneficiarios.
El «orden» franquista se halló siempre celebrado por los grandes capitalistas, liberados de huelgas y sindicatos independientes. Y usufructuarios de un clima de temor y sumisión que les daba pleno control sobre sus ámbitos de producción o servicios. La asociación con el régimen era además fuente de brillantes «oportunidades de negocios», facilitadas con un verdadero emporio de corruptelas de todo tipo.
Estuviera su asiento en la industria, las finanzas, la especulación inmobiliaria, la explotación de grandes extensiones de tierra o cualquier otro ramo, las ganancias eran enormes y los impuestos escasos. Habían apoyado el golpe del 18 de julio de 1936 y continuaron con su respaldo hasta hoy y sin interrupciones.
Ese «orden» fue impulsado y bendecido por la Iglesia, colmada de subsidios y privilegios. Y con facultades casi ilimitadas sobre la educación, la censura de los medios de comunicación y la imposición de una moral opresiva al conjunto de españoles y sobre todo españolas. Hubo tiempo en que el mero hecho de no acudir a los oficios religiosos podía acarrear un gran peligro.
El ejército y los distintos cuerpos policiales fueron glorificados como pilar de la nación. Enlazados con la cruz eclesiástica eran la «espada» que había derrotado a las «hordas marxistas». Los domesticadores a tiros y palos de un proletariado que los había enfrentado con las armas mientras procuraba la revolución social. No le perdonaban sus pasadas «insolencias» y no estaban dispuestos a permitirlas en el futuro.
El franquismo fue también por eso una gigantesca contrarrevolución, un rescate de la propiedad privada a la que sus dueños sentían amenazada, una restauración de las jerarquías sociales. Y la entronización de una sociedad «de orden», asentada en el «nacionalcatolicismo».
Para el ceremonial dictatorial, Franco era «generalísimo» y «caudillo por la gracia de Dios», además de jefe de Estado. Se lo celebraba como «el salvador de España» y el portador de los prístinos valores nacionales y religiosos. Se le tributaron todos los homenajes posibles y se le hicieron variados favores y «donativos» que lo hicieron multimillonario, a él y a todos sus familiares.
Mantuvo cargos y honores hasta su muerte, arrullado por los latines de los curas, que lo enaltecían como hombre providencial. De lo que no pudo librarse es del progresivo crecimiento de las resistencias a la tiranía. Obreros, estudiantes, hasta curas inclinados a la rebeldía lo enfrentaron. Intentó contrarrestarlos con la policía secreta, con estados de excepción, con tribunales «de orden público», con audiencias nacionales. No pudo acallarlos.
A la hora de pensar en la sucesión, decidió que lo reemplazara un monarca. No cualquier rey, sino uno imbuido de los principios y las leyes fundamentales del peculiar fascismo español. Y rodeado por duques, marqueses y condes de viejo o de nuevo cuño. Todos fieles del culto a las prebendas y la desigualdad.
La larga lucha contra la impunidad y el olvido.
Contra lo que algunos sostienen, su muerte no acarreó una emancipación en España. En muchos planos, lo heredaron los poderosos de siempre, ahora a la sombra de una monarquía instaurada por el «Caudillo». Así se legitimaba, con el beneplácito hasta de la «izquierda», que la república pertenecía al pasado, enterrada bajo una catarata de sangre y de muerte.
La en su momento tan encomiada «transición» tuvo entre sus fundamentos un pacto de impunidad. Se pretendió sancionar el deseo del extinto genocida de responder sólo «ante Dios y ante la historia».
Más de un centenar de miles de muertos sin tumba conocida se encontraban en las cunetas o junto a las tapias de los cementerios. De haber dependido de la voluntad de buena parte de los «demócratas» hubieran seguido allí para siempre.
Por fortuna la reivindicación de la historia y la memoria fue transitada mediante la expansión de la conciencia, la voluntad y la organización. Con los familiares y amigos de las víctimas como principales e incansables impulsores. El Estado español no asumió responsabilidades fundamentales. Dejaron en manos de los de abajo abrir el cerco de la desmemoria y el genocidio.
Los tribunales continúan hasta hoy amparándose en la ley de amnistía, negando el carácter imprescriptible de los crímenes cometidos por un poder que se quiso ilimitado y eterno. Les importa mucho que no salgan a la luz las interminables cadenas de complicidades, que nadie ventile la prosapia fascista de muchos falsos demócratas ni haga rendir cuentas de los bienes mal habidos.
La querella por los crímenes del franquismo transcurre en Argentina y no en la tierra en que fueron cometidos. Los juzgados españoles continúan con el cierre de puertas siempre que pueden.
Gracias al esfuerzo de muchas y muchos ciudadanos y ciudadanas de a pie se consiguió la apertura de numerosas fosas comunes y la identificación de una parte de los asesinados. Muchos más siguen aún en sus tumbas sin nombre.
Continúan los empeños para su rescate y la brega infatigable por memoria, verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición. Todo adquiere un reforzado valor frente a quienes hoy pretenden proseguir con el culto a Franco. Sustentados por los cultores de un «revisionismo» histórico que vuelve a condenar a los «rojos» y a exaltar al «caudillo».
La derecha de pretensión «moderada» acompaña hoy desde cerca el crecimiento de la derecha extrema en España, tal como ocurre en otras partes del mundo.
La mejor forma de recordar este medio siglo sin Franco es el sostenimiento sin pausa de la lucha contra sus herederos. Aquellos que profesan ideas con un claro contenido de clase (alta). Fueron los triunfadores de la guerra, los beneficiarios de la dictadura. Hoy reclaman su eterno derecho a la explotación y la anulación de los derechos de trabajadores, pobres e inmigrantes.
La manera más deseable de oponerse a reivindicaciones y restauraciones es el rechazo del conjunto de la herencia de Franco. Lo que incluye en lugar destacado a toda la institución monárquica y la «nobleza» que le reporta.
El camino hacia una auténtica democracia en España pasa por el advenimiento de la Tercera República. La que a su vez adquirirá pleno sentido si conduce a la derrota del capital y a la instauración de una sociedad igualitaria y justa que adquiera su fuerza de las construcciones sólidas hechas desde abajo.
Una vez más ¡Salud y república¡
huelladelsur.ar
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