RUIDO DEL BUENO

RUIDO DEL BUENO

Los últimos siete minutos hasta salir de clase pasaban más lentos que una película finlandesa en la que no hablaban. ¡Por fin era viernes! Vestido con la chupa del ejército alemán, la camisa de cuadros de leñador, las botas martins negras y los vaqueros sobre los que aposentaban sus calientes gúteos las chicas simpáticas en tugurios barrocos minúsculos, desertaba del encerado lleno de sesudos esquemas conceptuales y la voz roñosa del catedrático de Derecho Mercantil. La salida de la Facultad era un videojuego adelantando y esquivando sombras alegres y dicharacheras pues ya olía a fin de semana invernal.

Los colegas te esperaban en un coche de segunda mano de calor sucio que le daba nombre: “Puto horno”. Conducía Alberto, sin la novia, con rastas guarras y su aura a lo Jom Morrison. Atrás esperaban en sus asientos el equináceo y conejil genio de la informática que tenía virus hasta en las uñas, con barba de época de exámenes: Monseur Raúl. Y el punk que conocían de su casa, traficante de imágenes destapadas y con hambre de atleta del sexo, luciferino con cresta, y con una película de terror de serie Z como espejo de sus neuronas… Esa era la cuadrilla, cuatro linces deseando ponerse ciegos a vasos de plástico de calimocho para despertar en un riff de cocodrilo salado con una rubia de pelo largo y “no me mires así los pechos”.

La cuadrilla puso rumbo a una tasca de la costa con un trastorno colectivo ávido de danzas epilépticas selváticas, con luces de ovnis iluminando ombligos reincidiendo en la radiocassete del utilitario con Jeff Buckley acariciando “Hallelujah”, temazo al máximo de volúmen. Tras abandonar la Universidad, la ciudad y hasta la misma noche si estuviera en venta y el frío no fuera inalienable, la parada en una gasolinera lo era para comprar unos “litros”, pero no del oro negro, sino del fruto de Baco en bricks y Coca-cola en botella de plástico (la bolsa de hielos, era la excusa…). Llegados al pueblo del concierto, se perdieron, aparcaron, volvieron atrás, tragaron saliva ante una pizzería, hicieron volatines en un paso de cebra e infestaron el banco de piedra de l aplaza dela Amistad donde, trago a trago, eructo a ventosidad, risa a ocurrencia, carcajada a chorrada, esperaron que el acto musical se iniciara. Alberto cantó a voz en grito el estribillo de “Sandra” de Pablo Milanés. Monseur Raúl contaba una historia increíble de una vecina que no llegaba a leyenda urbana. El punk insultaba al viento a un odiado profesor con apelativos floridos del tipo: “¡Cayuco de grasa, mierda caducada y zombi de pandereta!” Así que cuando el gaseoso líquido alcohólico tremulaba en babas alertaste que se autoinvitaba a la merienda de negros la bofia de los munipas y todos corrísteis a la sala del concierto.

DE puro alteernativo hasta el cobrador de entradas se sorprendió gratamente del entusiasmo de la cuadrilla y se le cayó la teba del porro al suelo desde la comisura dee la boca surcada por una cicatriz. Ya dentro, la espanta moscas de la barra les sirvió medio litro de cerveza de barril a cada uno en vasos de cartón de Coca-cola. Se os había acabaso ya la mitad del presupuesto de la velada nocturna. Una veintena de desarrapados y una chica intocable enseñando bragas de leopardo por los pantalones bajos ya vibraban con los primeros temas musicales del conjunto americano de gira por Europa. Al grito de “¡Más Hard-core!”, la cuadrilla empezó a bailar sueltos por la oscuridad del pie del pequeño escenario. Los “Dictators”, sonido Nueva York, empezaron a tocar un sprint final a mitad de hora, y el sonido guitarrero chocó con las paredes del garito neurotizando los cerebelos y las articulaciones de la cuadrilla que, cual gansos volando, eran ballet imaginario y vómitos estremecidos, chocando con el público cual bolas del millón y ganando la lotería del empujón a mala baba. No se acercaban a la pared; la pared se acercaba a su cuerpo en el no temido choque y caída. La rabia se contagió y el ruido del bueno inauguró la asamblea del trasnoche. Los sibaritas del punk, los estetas del rock, la chica del leopardo acabaron atrás, junto a la barra, mientras la cuadrilla ya no eran intrusos francotiradores sino dictadores de tendencia al presunto ritmo del grupo de la Gran Manzana. Perdida la noción del tiempo, en una eterna oscuridad acogedora, abrigados por el ruido electrónico, acunados por la nana del punk, celebraron el estallido juvenil a todo vatio y sus almas soportaron una nueva semana de rutina.

Share