TENER HIJOS EN ESPAÑA COMO RIESGO DE EXCLUSIÓN SOCIAL

Tener hijos en España como riesgo de exclusión social

España reúne muchos de los ingredientes necesarios para que la maternidad y la paternidad, especialmente la primera, se conviertan en factor de vulnerabilidad a pesar de contar con un empleo

Sara Menéndez / José A. Llosa (Workforall)

 

27 de Septiembre de 2017

 

El mero hecho de tener hijos en España se puede considerar como un factor de riesgo de exclusión social. Evidentemente, la problemática no reside en el acontecimiento vital de tener hijos, sino en la ausencia de políticas públicas orientadas a la crianza, combinada con un contexto propenso a la exclusión.

El impacto económico de tener hijos en el actual momento sociolaboral va más allá de que un nuevo miembro en el hogar implica repartir los ingresos entre más personas. España reúne muchos de los ingredientes necesarios para que la maternidad y la paternidad (especialmente la primera) se conviertan en factor de vulnerabilidad a pesar de contar con un empleo. Este riesgo de exclusión acompaña a las familias a lo largo de diferentes momentos vitales relacionados con la progenie, que trataremos de recorrer en este artículo: primero, la crianza de los hijos y la conciliación; luego, el problema de emancipación de los jóvenes en España vinculado a la precariedad, por último, en la vejez, la necesidad que empuja a muchas familias a vivir de las pensiones de los mayores.

El modelo de familia mediterráneo, basado en la solidaridad y apoyo instrumental intrafamiliar, se convierte en la última red de apoyo en los casos de riesgo de exclusión social de la población española. Las políticas públicas confieren a la familia un carácter íntimo o privado, limitando al máximo la intervención y responsabilidad del Estado. Dicho de otra manera, la tradición de cuidar unos de otros parece “liberar” al Estado de garantizar unos derechos mínimos en este sentido. Por otro lado, el elemento encargado de garantizar el bienestar de la ciudadanía es el empleo, y la capacidad de cada persona para alcanzar unas condiciones laborales que lo permitan. Sin embargo, estas se vienen abajo, pues el modelo de familia que conocíamos se encuentra en proceso de transformación.

Familia y empleo son dos elementos necesariamente vinculados, y el modelo económico neoliberal cuenta, en el mejor de los casos, con la familia nuclear en constante movilidad geográfica. El carácter nómada que se le exige al trabajador contemporáneo resulta incompatible con el apoyo de la familia extensa, con lo que la red última de apoyo que la legislación en políticas públicas injustamente presupone, realmente está en desaparición sin alternativa alguna.

El primer momento vital donde sube el riesgo de caer en la exclusión social viene con el embarazo y los primeros años de crianza. Eric Crettaz y Giuliano Bonoli hicieron un estudio muy interesante en 2010 en el que calculaban el riesgo de ser trabajador pobre en diferentes países, entre ellos, España. Tener hijos era una de las variables determinantes, y en nuestro país, sobremanera. La causa radicaría en las limitadas políticas públicas familiares puestas en marcha para ayudar a la población trabajadora a conciliar su vida familiar y laboral. Algo propio, como decíamos, de los países de la región mediterránea de Europa.

Las políticas públicas confieren a la familia un carácter íntimo o privado, limitando al máximo la intervención y responsabilidad del Estado

Con un panorama marcado por las dificultades en la conciliación, muchas mujeres se ven abocadas a abandonar sus puestos de trabajo para criar a sus hijos, a postergar a búsqueda de empleo si no se posee al dar luz, o a buscar, aceptar y asumir trabajos con jornada parcial. Este tipo de contrato se toma como uno de los indicadores de precariedad laboral, y la tasa española en mujeres triplica a la de hombres. Por otro lado, las madres autónomas ven cómo las bajas maternales implican una reducción importante de sus ingresos, lo cual les obliga a reducir al máximo su duración si la salud se lo permite.

Todos estos factores facilitan una reducción de ingresos en el hogar, que, de manera lógica y a la vez paradójica, se acentúa cuantos menos adultos haya en la vivienda. Es decir, el riesgo de pobreza no vendría tanto por la cantidad de personas que conformen el núcleo familiar, como por la proporción de adultos y menores. Por esto mismo, las familias monoparentales, encabezadas por mujeres en 3 de cada 4 casos, son uno de los grupos sociales más vulnerables de caer en la pobreza.

Pero las grandes víctimas de la exclusión social son, en este momento vital, los niños y las niñas. La pobreza infantil se toma como uno de los termómetros de desarrollo de los países. España, a este respecto, se descubre como el segundo país de Europa con mayor tasa pobreza infantil según Save the Children (29,6% de pobreza relativa infantil en 2016), y donde la tasa de Riesgo de Pobreza y Exclusión Social resulta más alta en menores de 16 años que en personas adultas y jubiladas. Ahí está el núcleo del problema que se está apuntando, y sin duda parece lógico relacionar con los datos de estudios PISA sobre fracaso escolar, o las tasas de abandono prematuro de la formación académica. Quizá el fracaso escolar no hay que ir a buscarlo sólo en la enésima reforma de la educación, sino que sea un proceso interrelacionado con problemáticas mucho más profundas.

Cuando se pasa a tener hijos mayores de edad, con su formación terminada y con la intención de convertirse en personas adultas e incorporarse al mercado laboral, se encuentra que ahora son ellos los que caen en riesgo de exclusión social. La media de edad de emancipación de la población española se sitúa, según datos de Eurostat de 2015, en los 29,4 años, lo que supone 3,3 años por encima de la media europea. Con respecto a Suecia, los jóvenes españoles tardan una década más en emanciparse. ¿Por qué? Entre otras razones, relativas a la formación y la propia cultura del país, las altas tasas de desempleo y precariedad en la población joven ayudan a que se mantengan dependientes de sus padres casi hasta los 30 años, o incluso más. ¿Qué implica esto? La normalización de la precariedad congénita en la entrada al mercado laboral. Posiblemente, el “gran triunfo” de la crisis reside en convertir en normalidad lo inconcebible, y se asume con certeza el inicio de la carrera laboral como un camino de sufrimiento: de contratos temporales enlazados, de periodos desproporcionados como becarios, y del sueldo mínimo como objetivo ideal, cuando no nos topamos con trabajos gratuitos. Frente a ello, la estadística indica que la población joven europea, que padece una situación similar al entrar al mercado laboral, se encuentra reconocida como grupo vulnerable de exclusión social por parte de organismos como la OIT (Organización Internacional del Trabajo). Sin embargo, Björn Halleröd explica que no se aqueja como un caso tan acusado entre los jóvenes mediterráneos. Mientras que la tasa de jóvenes españoles en desempleo (44,4% en la anual de 2016) supera ampliamente a la de nuestros vecinos europeos, Alemania (7,1%) o Suecia (18,9%), Halleröd afirma que el riesgo de exclusión social entre los jóvenes españoles puede verse enmascarado, justamente, por el apoyo de su familia hasta edades muy avanzadas. De nuevo, nuestros congéneres cubriendo problemas de base en cuestiones de políticas, y el Estado despreocupándose de ofrecer garantías laborales.

El grupo social de mayores de 45 años, los padres de los jóvenes en situación de empleo precario, está pasando de ser el grupo con más derechos laborales a engrosar las cifras de desempleo de larga duración

España funcionaba, hasta estos años, bajo un modelo laboral dual, es decir, polarizado entre sectores y profesiones con muy buenas condiciones laborales frente a otros de extrema precariedad. Por eso, la capacidad de ser apoyado económicamente por los padres depende del extremo de la balanza donde se encuentren estos. Sin embargo, la crisis ha impuesto un cambio en el modelo económico. Si nos atenemos a la taxonomía de regímenes laborales de Duncan Gallie, de ese modelo dual en el que el grupo de altos beneficios laborales se mantenía a expensas de la precariedad de los de abajo (normalmente de los jóvenes), nos movemos a un régimen economicista anglosajón: las reglas laborales quedan marcadas por el propio mercado. Este trasvase a un modelo economicista, por definición más flexible, impone lo que Robert Castel denominó “la desestabilización de los estables”. El grupo social de mayores de 45 años, los padres de los jóvenes en situación de empleo precario, está pasando de ser el grupo con más derechos laborales a engrosar las cifras de desempleo de larga duración y padecer el denominado edadismo (la tasa de desempleo en personas entre 50 y 65 años es del 17,2% en España frente al 6,5% de la media europea en 2016).

En un tercer momento vital, el de la jubilación, la exclusión social llama a la puerta a personas que posiblemente nunca se hubieran acercado a ella. La imagen que las películas de Pierce Brosnan arrojan de una jubilación por todo lo alto con affaires amorosos en alguna isla paradisiaca poco tiene que ver con la realidad de los mayores españoles, especialmente de las mujeres. Para muchas, el reflejo está más en el Carmina o revienta de Paco León, haciendo malabares para que los suyos vivan al día. No sólo acudimos a una cuantía de prestaciones más allá de los 65 años claramente insuficiente, sino que, en muchos casos, esa prestación de jubilación se convierte en el único sustento de los hogares. La Encuesta de Presupuestos Familiares del INE nos indica que en 2016 uno de cada cuatro hogares estaba sustentado principalmente por una persona jubilada. Asimismo, según un estudio de la ONG Educo dedicado al papel de los abuelos tras la crisis, ocho de cada diez ayudan económicamente a sus hijos y nietos, y el 50% afirma darles de comer casi a diario.

Las malas condiciones laborales y salariales de sus hijos los ha llevado a convertirse en el principal apoyo económico tras la crisis económica. De nuevo, la problemática se encuentra íntimamente vinculada al empleo: el trabajo en España es genuinamente inestable. Expertos hablan de la elasticidad del mercado laboral español, donde el despido barato se convierte la primera herramienta para reestabilizar la economía en tiempos de crisis. Esto, unido a la convención cultural de propietarios de vivienda en España, lleva al drama del desahucio y los avales. El aval hipotecario se impone como una razón de exclusión primaria entre la población en edad de jubilación, que avaló en créditos a sus hijos. Cuando una entidad bancaria confiere un crédito basándose en los ingresos, la facilidad de despido hace difícil cualquier previsión a 20 o 30 años. Estos créditos se han otorgado a la ligera únicamente a sabiendas de que el cliente siempre, y en todos los casos, sería el que está en una situación de desprotección.

A modo de conclusión, en la raíz de todos estos problemas tenemos que volver al periodo de transición. Ahora que por mil motivos la transición española está en reevaluación, desde la intervención psicosocial también hay mucho que decir sobre las políticas sociales. El sistema de bienestar en nuestro país tradicionalmente se ha asentado en tres pilares muy importantes: sistema de pensiones, educación y sanidad. Estas son las tres preocupaciones y el núcleo histórico de debate político y social. Sin embargo, hay otros dos elementos muy evidentes que dejó olvidados: políticas familiares y vivienda. Cualquier momento de crisis en la sociedad española evidencia esta desatención, en el momento actual a través de las cifras de pobreza infantil o el profundo problema de los desahucios y todas sus dinámicas asociadas. Tristemente, cuando más se evidencia la necesidad de nuevas políticas para cubrir problemáticas más visibles que nunca, el sistema de bienestar español está en un proceso de retroceso. Quizá en un momento de desmantelamiento.

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Sara Menéndez y José A. Llosa forman parte del Equipo de investigación Workforall de la Universidad de Oviedo.

 

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