GOBIERNO INVISIBLE, CIA CRIMINAL

Gobierno invisible, CIA criminal

Existen dos formas de gobierno en los Estados Unidos: un gobierno visible, la Casa Blanca, el Congreso, los tribunales, las legislaturas estatales y las gobernaciones; y un gobierno invisible o estado profundo, donde tecnócratas anónimos, agentes de inteligencia, generales, banqueros, corporaciones y cabilderos manejan la política exterior e interna independientemente de qué partido político tenga mayoría.

Los órganos más poderosos e importantes del gobierno invisible son las enormes e impenetrables agencias de inteligencia nacionales, verdaderas vanguardias del gobierno invisible, supervisoras de un vasto «mundo negro» encargadas de mantener el poder oculto del gobierno. Espían y difaman a críticos nacionales y extranjeros, amañan elecciones, sobornan, extorsionan, torturan, asesinan e inundan las ondas mediáticas con propaganda negra. Son inmunes al caos y la destrucción que dejan a su paso. Desastres, trastornos sociales, colapsos económicos, sufrimiento masivo, muerte y un extremo antiamericanismo han surgido del derrocamiento de gobiernos democráticamente elegidos, en Irán, Guatemala y Chile y de las guerras que patrocinaron en Vietnam, Afganistán, Irak, Libia y Siria. Los Estados Unidos y el resto del mundo estarían mucho más seguros si nuestros autodenominados guerreros en la sombra –que no pudieron prever la revolución iraní, el colapso de la Unión Soviética, los ataques del 11 de septiembre o la ausencia de armas de destrucción masiva en Iraq, y cuyo uso generalizado de la tortura los convierte en los más potentes reclutadores del yihadismo radical– se hicieran responsables ante el público y el estado de derecho.

Hay periódicos vislumbres de la miseria moral y la ineptitud que definen este mundo en la sombra, como los proporcionados por las audiencias de los años 70 dirigidas por el senador Frank Church y la filtración de fotografías de prisioneros torturados en Abu Ghraib, Iraq. Pero aquellos que intentan desafiar o denunciar este pernicioso funcionamiento interno, incluidos Edward Snowden y Julian Assange, son generalmente desacreditados, perseguidos, silenciados y a veces «desaparecidos». El gobierno invisible justifica su secreto y criminalidad, según su conveniencia, ya sea por las amenazas del comunismo, ya sea por el terrorismo islámico. Los fines siempre justifican los medios. Cualquier cosa está permitida, no importa cuán inmoral o criminal sea.

La mejor ventana que tenemos a este mundo en la sombra son los relatos históricos de sus crímenes, como el libro de Stephen Kinzer, «Envenenador en Jefe: Sidney Gottlieb y la CIA. En busca del control mental». Los sitios negros y las técnicas de tortura iniciadas por la Agencia Central de Inteligencia en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial –técnicas que, aplicadas, propiciaron el secuestro, la tortura y, a menudo, la ejecución de personas– fueron «un eslabón indispensable en esta sombría cadena», escribe Kinzer.

Los experimentos médicos llevados a cabo por los nazis en los campos de concentración y por los japoneses en la región china ocupada de Manchuria provocaron dos respuestas tras la Segunda Guerra Mundial. Había algunos en el gobierno visible que propugnaban responsabilizar a los criminales de guerra. Pero había muchos en el gobierno invisible que querían obtener y explotar los resultados de estos experimentos y reclutar a los criminales de guerra que los habían realizado para trabajar en los servicios de inteligencia y el ejército de los EE.UU.

Los antecedentes de los científicos nazis que habían dirigido proyectos de guerra química y biológica, asesinando a miles de víctimas indefensas, incluidos niños, con agentes como el gas sarín, fueron “blanqueados” por el gobierno invisible en lo que se conoció como Operación Paperclip. Ningún criminal, incluido Kurt Blome, que había dirigido la investigación llevada a cabo por los nazis sobre la guerra biológica, fue demasiado atroz o sádico como para que los Estados Unidos no lo aceptara y empleara.

«Cada vez que un científico al que codiciaban resultaba tener manchado su historial, modificaban su biografía», escribe Kinzer. “Las referencias a la pertenencia a las SS, la colaboración con la Gestapo, el abuso de los trabajadores esclavos y los experimentos con seres humanos, datos por los que los solicitantes habían sido calificados por sus interrogadores como «nazis vehementes», fueron reclasificados como «no nazis vehementes», agregándose referencias a sus ejemplares vidas familiares. Una vez «blanqueadas» sus biografías, se convirtieron en candidatos adecuados para los contratos de Paperclip«.

Shiro Ishii, que entre 1936 y 1942 ejecutó a unos 12.000 soldados chinos capturados, partisanos antijaponeses, coreanos, mongoles, prisioneros, pacientes mentales –y, según informes, prisioneros de guerra estadounidenses mediante experimentos médicos en nombre del gobierno japonés– era un activo muy valioso para el gobierno invisible.

Ishii dirigió un complejo de cuatro millas cuadradas, llamado Escuadrón 731, que albergaba a 3.000 científicos y otros empleados. Kinzer escribe que las víctimas:

«fueron expuestas al gas venenoso para que luego se pudieran extraer y estudiar sus pulmones; lentamente asadas por la electricidad para determinar los voltajes necesarios para producir la muerte; colgadas boca abajo para estudiar el progreso de la asfixia natural; encerradas en cámaras de alta presión hasta que sus ojos salían de sus órbitas; aplastadas en centrifugadoras; infectadas con ántrax, sífilis, peste, cólera y otras enfermedades; preñadas por la fuerza para proporcionar bebés para la vivisección; amarradas a estacas para ser incineradas por soldados que probaban lanzallamas; y lentamente congeladas para observar el progreso de la hipotermia. Se inyectó aire en las venas de las víctimas para provocar embolias; Se inyectó sangre animal para ver qué efecto tendría. Algunos fueron disecados vivos, o les amputaron extremidades para que los asistentes pudieran controlar sus lentas muertes por sangrado y gangrena. Según un informe del ejército de los EE.UU., posteriormente desclasificado, grupos de hombres, mujeres y niños fueron atados a estacas para que «sus piernas y glúteos quedaran al descubierto y expuestos a la metralla de las bombas de ántrax que explotaban a unos metros de distancia», siendo luego monitoreados para ver cuánto tiempo sobrevivían, que nunca fue más de una semana. Ishii requería un flujo constante de órganos humanos, lo que significa una necesidad constante de ‘registros’ [eufemismo para las víctimas]”.

Después de cada experimento, «los microbiólogos de Ishii extraían meticulosamente muestras de tejido y las depositaban en soportes para su estudio«, escribe Kinzer. “En su investigación, los técnicos utilizaron chocolate y chicle envenenados, así como horquillas para el cabello, plumas estilográficas y agujas recubiertas de toxinas para su uso en asesinatos. En laboratorios a escala industrial, criaron pulgas infestadas de peste y fabricaron toneladas de ántrax que fueron colocadas en las carcasas de las bombas utilizadas para matar a miles de civiles chinos«.

El gobierno invisible de Estados Unidos hizo todo lo posible para reclutar a Ishii y obtener los cuantiosos registros y diapositivas de sus aterradores experimentos. La CIA pronto reproduciría este tipo de experimentos en un programa de alto secreto, MK-ULTRA, con la ayuda de Ishii y una variedad de ex nazis.

Kinzer construye su libro alrededor de Sidney Gottlieb, un agente esquivo, peculiar y poderoso de la CIA que en su búsqueda del control mental –algo que él y otros agentes de la CIA estaban convencidos de que los soviéticos habían logrado dominar– supervisó los experimentos médicos originados por su colaboradores alemanes y japoneses. Estos experimentos fueron codificados con el nombre de Bluebird y más tarde Artichoke, que Kinzer describe como «uno de los proyectos más violentamente abusivos jamás patrocinados por una agencia del gobierno de los Estados Unidos». Las sesiones de tortura a menudo destrozaban para siempre las mentes de sus víctimas, que eran secuestradas (más tarde esto se denominaría «entregas extraordinarias») y enviadas a centros clandestinos de todo el mundo, los ahora conocidos como «black sites» [sitios negros], o eran extraídas de la población carcelaria, tanto en el extranjero como en el propio país. Los forzados a participar en estos experimentos incluían afroamericanos pobres del Centro de Investigación de Adicciones en Lexington, Kentuky. Muchas de las víctimas fueron etiquetadas como «prescindibles», lo que significa que podrían ser asesinadas después de los experimentos y desaparecer. Los cadáveres solían incinerarse. Los niños con discapacidad mental en la Escuela Estatal Walter E. Fernald en Massachusetts, por ejemplo, fueron alimentados con cereales mezclados con uranio y calcio radioactivo y sus enfermedades inducidas monitoreadas. Gottlieb supervisó la administración de LSD y otras drogas para inducir a estados psicóticos en la prisión federal de Atlanta y en un centro correccional para jóvenes en Bordentown, New Jersey. Ninguno de los sujetos sometidos a esta prácticas consintió voluntariamente ser un conejillo de indias humano, y muchos acarrearon problemas psicológicos de por vida. Al gángster de Boston James «Whitey» Bolger, recluido en la prisión de Atlanta, le dijeron que formaría parte de un experimento para curar la esquizofrenia, pero luego le suministraron LSD de forma subrepticia casi todos los días durante 15 meses. Los científicos de la CIA también realizaron experimentos con pacientes con enfermedades terminales en un anexo del Hospital de la Universidad de Georgetown en Washington DC.

Gottlieb buscó durante años un cóctel de drogas que, en palabras de Kinzer, privaría a los «prisioneros de sus identidades, los induciría a revelar secretos y, tal vez, incluso los programaría para cometer actos contra su voluntad». Fue una búsqueda vana, pero con cada fracaso, él y la CIA se volvían cada vez más entusiastas, trabajando estrechamente con el ex general alemán Walter Schreiber, cirujano general del ejército nazi que había «aprobado experimentos en los campos de concentración de Auschwitz, Ravensbrück y Dachau en los que los reclusos fueron congelados, inyectados con mescalina y otras drogas, y sajados para que el progreso de la gangrena en sus huesos pudiera ser monitoreado». Kinzer agrega que, según un investigador estadounidense, “generalmente, los experimentos desembocaban en una lenta y mortal agonía».

Gottlieb tenía la costumbre de mezclar secretamente las bebidas de colegas con LSD para ver su reacción. Algunos nunca se recuperaron. Una de sus víctimas fue Frank Olson, un científico de la CIA que, horrorizado por los brutales interrogatorios que presenció, se planteó renunciar a la CIA. Gottlieb y su criminal grupo secreto de torturadores estaban aterrorizados de que Olson pudiera hacer público cuanto sabía. Olson fue encontrado muerto en 1953, en una acera en Manhattan después de que, presuntamente, se arrojase por la ventana de un hotel. Su hijo Eric exhumó el cuerpo de su padre en 1994 y se lo entregó a James Starrs, un patólogo forense en la Universidad George Washington en el Distrito de Columbia. «Starrs no había encontrado fragmentos de vidrio en la cabeza o el cuello de la víctima, como era de esperar si se hubiera arrojado por una ventana», escribe Kinzer. «Lo más sospechoso es que, aunque según los informes Olson había aterrizado sobre su espalda, el cráneo sobre su ojo izquierdo estaba desfigurado«.

«Me atrevería a decir que este hematoma es una prueba singular de la posibilidad de que el Dr. Olson haya recibido un golpe tremendo en la cabeza propinado por alguien antes de salir por la ventana de la habitación 1018A«, concluyó Starrs.

Más tarde, Starrs fue más enfático: «Creo que Frank Olson fue intencionadamente, deliberadamente y con malicia premeditada, arrojado por esa ventana«.

Gottlieb también dirigió la producción de una serie de venenos destinados a ser utilizados contra líderes y otros considerados hostiles a los Estados Unidos, incluidos Patrice Lumumba y Fidel Castro. Gottlieb y la CIA acometieron insólitos planes, incluido el supuesto hallazgo de una sustancia química que haría caer la barba de Castro, dejando al líder cubano, según la mentalidad de los agentes de la CIA, expuesto a ridículo tal que propiciaría su derrocamiento.

La CIA también experimentó con la implantación de electrodos en el cerebro para controlar el comportamiento. “Un equipo de la Agencia voló a Saigón en julio de 1968; entre ellos había un neurocirujano y un neurólogo… », dice Kinzer citando un estudio de la inteligencia estadounidense. “En un anexo cerrado del Hospital Bien Hoa, el equipo de la Agencia se puso a trabajar. Tres prisioneros del Vietcong habían sido seleccionados por el mando local. Cómo o por qué fueron elegidos sigue siendo una incógnita. Tras ser anestesiados, a cada hombre se le insertó una placa en sus cráneos y el neurocirujano implantó pequeños electrodos en sus cerebros. Cuando los prisioneros recuperaron la conciencia, los conductistas se pusieron a trabajar. … Los prisioneros fueron llevados a una habitación y se les proporcionó cuchillos. Los conductistas intentaron despertar violencia en los sujetos de su experimento presionando los botones de sus controles remotos, pero no pasó nada. Durante toda una semana, los médicos trataron de hacer que los hombres se atacaran entre sí. Desconcertado por su falta de éxito, el equipo voló de regreso a Washington. Según lo dispuesto previamente en caso de experimento fallido y mientras los médicos aún estaban en vuelo hacia su destino, los prisioneros fueron ejecutados por Boinas Verdes y sus cuerpos incinerados.»

Es impresionante la profundidad de la miseria moral y la criminalidad que pueden alcanzar aquellos que cuentan con recursos ilimitados, sin supervisión ni responsabilidad pública y en secreto total. Gottlieb y la CIA atrajeron a víctimas vulnerables y desorientadas de la ciudad de Nueva York a una «casa segura» en Bedford Street y les suministraron bebidas mezcladas con LSD. Los agentes de la CIA dirigidos por el matón George Hunter White supervisaron los efectos.

«White utilizó regularmente drogas ilegales, guardando para sí una parte de lo que él mismo confiscaba«, escribe Kinzer. «Su consumo de alcohol, a menudo una botella entera de ginebra con la cena, era legendario. Su otro apetito era el fetiche sexual, especialmente el sadomasoquismo«.

[…]

White, quien como oficial de narcóticos había perseguido y a menudo acosado a músicos de jazz, incluida Billie Holiday, fue más tarde trasladado a una «casa segura» en San Francisco que funcionaba como burdel de la CIA. Gottlieb, escribe Kinzer, «quería sistematizar el estudio de cómo el sexo, especialmente en combinación con las drogas, podía aflojar la lengua de los hombres». La CIA contrató prostitutas para atraer clientes al burdel, en cuyas habitaciones, decoradas con fotos de mujeres con medias negras, esposas y dogales de cuero con tachuelas, disponían de bebida, LSD y otras drogas.

«Mientras sus prostitutas y sus clientes tenían relaciones sexuales, White miraba a través de un espejo unidireccional, sentado en su inodoro portátil«, escribe Kinzer. En visitas a la «casa segura», Gottlieb exigió que las mujeres tuvieran sexo con él como si fueran parte de su harén personal.

A White se le proporcionó una segunda «casa segura» en el condado de Marin, a las afueras de San Francisco, donde utilizó a sus prostitutas, no sólo para drogar a los hombres, sino para probar una serie de dispositivos, Little Shop-of-Horrors [pequeño taller de horrores], en sus víctimas.

Tras el abandono de la larga búsqueda de una droga de control mental, la CIA destruyó la mayoría de los registros de sus experimentos. White, en carta de agradecimiento a Gottlieb por contratarlo, escribió: “¿Dónde más podría un joven super-macho estadounidense mentir, matar, engañar, robar, violar y saquear con la legitimación y la bendición del Altísimo? ¡Qué bien, colega!” Ese sería un lema mucho más apropiado para la CIA que el pasaje bíblico de Juan 8:32 tallado en las paredes de su cuartel general original en Langley, Virginia: «Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres».

Finalmente, la CIA llegó a la conclusión de que los prisioneros se rompen mejor mediante aislamiento extremo y privación sensorial. Estas técnicas, cuya investigación fue iniciada y financiada por la CIA en la Universidad McGillen de Canadá, se presentaron en un manual de 1964 titulado «Interrogatorio de Contrainteligencia de KUBARK«. KUBARK es el criptónimo de la CIA para dicho manual, de 128 páginas, que no se desclasificó por completo hasta 2014. Fue el principal recurso utilizado por los interrogadores de la CIA en la década de los ’60, incluso en Vietnam, donde al menos 20.000 vietnamitas capturados fueron asesinados, a menudo después de ser torturados. En 1983 salió una versión actualizada del manual llamado «Human Resource Exploitation Training Manual». Estas formas de tortura, que incluyen grilletes, privación del sueño, electrochoque, humillación sexual y física, encierro prolongado en espacios estrechos, capuchas para la desorientación y privación sensorial, se convirtieron en rutina tras el 11 de septiembre en los sitios negros de la inteligencia estadounidense, dentro del propio país y en el extranjero. Los psicólogos de la CIA, como anteriormente el grupo establecido por científicos trastornados y torturadores de Gottlieb, supervisaron y perfeccionan estas técnicas para garantizar un colapso psicológico completo así como una dependencia infantil del interrogador.

Sería ingenuo relegar el comportamiento de Gottlieb y la CIA al pasado, sobre todo porque, una vez más, el gobierno invisible ha ocultado las actividades de la CIA a la supervisión del Congreso o al escrutinio público, situando a un defensor de la tortura, Gina Haspel, a la cabeza de la agencia.

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