EN LOS TIEMPOS DE LA PROTESTA DOMESTICADA

EN LOS TIEMPOS DE LA PROTESTA DOMESTICADA(Pedro García Olivo) El anarquismo existencial como resistencia sin reglas, disidencia creativa y bio-poética
de la lucha
“El animal arrebata el látigo al Señor y se azota a sí mismo
para considerarse su propio amo,
sin comprender que todo es una fantasía
engendrada por un nuevo nudo
en el látigo del Señor”
F. Kafka
PRÓLOGO
El panorama de la contestación social y política en las sociedades democráticas occidentales
es, literalmente, desolador. Se reivindica lo que el Sistema está dispuesto a conceder, lo que
de hecho anhela establecer, si bien prefiere que se lo pidamos acaloradamente: aumentos de
sueldo, privilegios corporativos, servicios públicos, reformas bienestaristas, regulación de la
vida… Se protesta a la manera que la Administración diseñó para gestionar desobediencias y
permitir a las gentes desahogar su indignación con menos peligro que cuando pasean los
domingos por el parque. Se acude a todas las misas, a todas las homilías, a todos los rituales
de la Consciencia Comprometida; y luego se regresa al puesto de adaptación social, para
reproducir de modo optimizado, mediante la servidumbre voluntaria y el consumo masivo,
aquello que se deniega cínicamente en las pancartas de las manifestaciones legales y en los
pasquines de las huelgas autorizadas. Se esgrimen discursos del siglo XIX o de la primera
mitad del XX, contra una represión que ya ha contemplado escenarios para el siglo XXII…
Cansino, aburrido, hastiante, empobrecedor, auto-justificativo, fuera del tiempo y hasta de la
realidad, ese horizonte de la protesta domesticada, alimentado por los patetismos de la
militancia y del doctrinarismo, aparece hoy como un recurso más para la consolidación del
Demofascismo, como una herramienta entre otras para el fortalecimiento del fascio de las
democracias, que moviliza inquisitivamente a las poblaciones.
Ya es hora de dejar de seguir recetas teóricas, instrucciones para la desobediencia civil,
manuales para la lucha “políticamente correcta”; basta ya de lavarnos las manos de la
complicidad y de la culpabilidad políticas con el agua y jabón de los ceremoniales narcisoprogresistas
y de las convocatorias del marketing venal “alternativo”. Si no se reinstala la
creatividad, la imaginación, la fantasía, el juego, el don recíproco, lo gratuito, la poesía y la
locura extraordinaria en el seno de la resistencia contra lo establecido, podemos morir de
repetición, fosilizándonos en las eucaristías del izquierdismo bondadoso, como quiere la
lógica de la conflictividad conservadora.
Sobre ese telón de fondo, pretendemos resaltar el alcance y la belleza del anarquismo
existencial, espiritual, no doctrinario. Encontramos ahí un surtidor de inspiraciones para
desarreglar el espectáculo amañado de la oposición política bajo las democracias y avanzar
por vías, individuales y colectivas, de desistematización y de auto-construcción ética y
estética para la lucha. Porque, domesticada, la protesta de nuestros días se ha resuelto en una
forma de religiosidad laica, de fundamentalismo esquizoide para la reproducción social.
“La vida es la ocasión para un experimento”, acuñó K. Jaspers. Estar vivo es la oportunidad
para un experimento de rebeldía que empieza por la re-invención de nuestra propia
cotidianidad, por la escultura artística de nuestros días y de nuestras noches. Para ello, hay
mucho que recuperar, que re-crear, en los bio-textos de aquellas personas existencialmente
anarquistas, espiritualmente libertarias, que supieron enfrentarse a la “vida predestinada”, a la
existencia estándar que la Sociedad les proponía. Para nada “modelos” y nunca “ejemplares”,
estos hombres y estas mujeres nos arrojaron perspectivas motivadoras, sugerentes,
disparadoras de nuestra capacidad de análisis y de auto-crítica. Porque, desde que el
marxismo se rebajó a aquel “matrimonio de conveniencia” con la axiomática del Capital y del
Estado, convirtiéndose en el aliado de fondo de la opresión, correspondió a las tradiciones
anarquistas no-dogmáticas mantener en alto el puño cerrado de la disidencia.
Estos son algunos de los temas que, de la mano de Bakunin, ese incansable filósofo activista;
del príncipe Kropotkin y del perro Diógenes; de Villón el Golfo y de Artaud el Surreal; de
Borrow y de Poe, niños extraños, inusitados, y escritores inquietantes más tarde; de Valle-
Inclán, de Vigó, de Baroja, de Gide; del Conde de Lautréamont y de Genet, malditos con
aroma de santidad; de Van Gogh el Inolvidable y de De Quincey, orgulloso comedor de opio;
de los presos de Fontevrault y de Roscigna, el genial expropiador argentino; de Pierre
Riviére, un asesino brillante que se burló de los jueces y de los psiquiatras; de Lou Salomé,
discípula de Freud que nos previno enseguida contra el psicoanálisis; de Nietzsche, el viejo
martillo martilleado por la vida; de Wilde el Paradójico; de la Borten y de la Rosas,
luchadoras indoblegables; de Sade y Sacher-Masoch, padres respectivos del sadismo y del
masoquismo, mucho más honestos de todas formas que nosotros, los occidentales,
sadomasoquistas de incógnito; de los mayas mesoamericanos y de los Igbo, ocho millones de
indígenas africanos viviendo hasta no hace mucho sin Estado; de los gitanos antiguos que
tanto estimo y de los pastores tradicionales entre los que me conté; de Philipp Mainländer, el
filósofo de la «voluntad de morir» que se suicidó muy joven, al día siguiente de publicar su
primer y último libro, titulado significativamente «Filosofía de la Redención», etcétera; mi
querida familia intelectual, a fin de cuentas, evocada en un perfecto desorden; estos son,
decía, algunos de los asuntos que abordaré en este escrito, que nace de una charla-debate
celebrada en el C.A.S.O. “La Sala”, en abril de 2018, en el marco de las “Jornadas
Anárquicas” de Buenos Aires.
He aquí las cuatro cuestiones que vertebran el ensayo: 1) El descrédito de la razón política; 2)
La protesta domesticada; 3) Bio-poética libertaria; 4) Sentido de la desistematización.
1. EL DESCRÉDITO DE LA RAZÓN POLÍTICA
Ante el naufragio definitivo del Relato de la Emancipación, que hizo agua por la deserción
del Sujeto clásico (el Proletariado) y la inconsistencia de sus sustitutos funcionales
(estudiantes, marginados, pueblos del Sur, indígenas, “multitudes”, pluri-sujetos
transnacionales, etcétera), y contra el feroz “pedagogismo” de aquellas organizaciones e
individuos que, para salvar los restos de la mítica revolucionaria, decidieron consagrarse a la
“construcción” del Sujeto Colectivo, cabe rescatar hoy una bella divisa libertaria,
extraordinariamente valiosa para denegar la lógica contemporánea de la opresión
demofascista: la autoconstrucción ética y estética del sujeto para la lucha.
En efecto, pensamos lo socio-político desde unos conceptos que hace ya tiempo se
“despegaron” de la realidad, se olvidaron de ella y empezaron a desenvolverse de modo
independiente, como “fetiches” o “fantasmas terminológicos”. Esos conceptos nos hablan…
Por tanto, y en rigor, ya no los utilizamos para pensar, sino que, más bien, son ellos los que se
sirven de nosotros para que los pensemos indefinidamente y para que no pensemos nunca
demasiado lejos de su aliento… Son los conceptos que constituyen la racionalidad política
clásica, perfilados definitivamente en la Modernidad. A estas alturas de la historia del
Capitalismo, tales categorías constituyen un baluarte de su legitimación, de su reproducción
ideo-psico-simbólica. Podemos representarnos el universo lexicológico y hermenéutico que
configuran como la “episteme política” del Capital, del Estado contemporáneo y del
Occidente globalizado. Cristalizó en la Narrativa de la Revolución…
Ese Relato, por el cual tantos hombres han muerto y han matado, que durante décadas se
presentó a sí mismo como la flor de la Humanidad, vinculándose a motivos que nos parecían
hermosos (desde la Esperanza o la Utopía hasta el Reino de la Libertad), refleja
perfectamente todas las miserias de la civilización occidental: totalizador, universalista,
expansivo, insuperablemente abstracto, solo podía abonar la desconsideración y el desprecio
de la otredad. Desde el principio, se manifestó como un Discurso colonizador, homicida y
alterófobo. Quienes hoy lo siguen esgrimiendo, por ejemplo en América Latina, están del
lado de una conformación del poder-saber rigurosamente etnocida…
El hálito de ese Relato es indisimulablemente onto-teo-teleológico: inserta a la Humanidad
(considerada esencialmente igual a sí misma, a lo largo de la historia y por encima de las
diferencia civilizatorias) en una línea de Progreso, respondiendo así a una “mirada de fin del
mundo” (F. Nietzsche); y ubica, en esa escala providencialista, tres entidades
insuperablemente “metafísicas”: Sujeto (Fautor/Agente de la Historia), Causa (“motor” del
devenir de la especie humana) y Emancipación (Revolución, Fin de Todo, Gran
Comienzo).Por debajo de este delirio del Trascendentalismo, de esta embriaguez del
Idealismo y de la Abstracción, hay una Verdad Eterna y un Texto Sagrado que no para de
recitarse, de “comentarse” a sí mismo (M. Foucault): La Biblia y su reedición bajo otro título,
El Capital. Por encima de este cúmulo de apriorismos, de “postulados” (enunciados que se
admiten por sí mismos, sin necesidad de prueba, y a partir de los cuales se genera el
discurso), afloran las “doctrinas”: comunismo, socialismo, liberalismo, fascismo…
Pero hace ya tiempo que el Relato de la Emancipación entró en crisis, quebrándose
precisamente por cada una de sus tres aristas: ¿Qué Causa? ¿Qué Sujeto? ¿Emancipación de
quién?
1.1. Causa
Cuando toma cuerpo la narrativa de la Revolución, en el siglo XIX, el mundo está
fragmentado y son enormes los contrastes y las diferencias civilizatorias: ninguna “causa”
podía integrar el crisol de las aspiraciones de los hombres concretos, de carne y hueso. Valga
un ejemplo: aquello por lo que se invitaba a la lucha en Europa, en nombre de un futurible
Reino de la Igualdad, era ya “presente” en vastos territorios del África Negra (“sistema de
aldeas”, estudiado por S. Mbah y E. Igariwey) y entre muchos pueblos originarios de
América Latina (“comunidades en usos y costumbres”, analizadas por Carmen Cordero, entre
otros). Y era asimismo “presente” para no pocos nómadas y rural-marginales europeos,
circunstancia documentada por una larga serie de investigadores contemporáneos, desde B.
Leblon y F. Grande hasta I. Madina y S. Santos. Si había “causas”, una buena parte de ellas
eran conservadoras o restauradoras (de ámbitos de igualdad y de libertad amenazados o ya
abatidos) y de ningún modo cabían en el Relato occidental de la Emancipación.
En la actualidad, la falacia de la “Causa” (mundial, unificadora) no admite embozo, pues son
plurales y contradictorios los motivos por los que las personas se están movilizando
efectivamente: hay quienes quieren acabar con el Capitalismo y hay quienes solo desean
reformarlo, “humanizarlo”. Tampoco faltan los que se contentan con “mantenerlo lejos” o
“rehuirlo”. El fracaso de la Otra Campaña zapatista, que se había propuesto aglutinar todos
los descontentos, es un índice de esa heterogeneidad y esa contradictoriedad registrables en
las muy diversas “causas” empíricas de las poblaciones. Lo que no existe, lo que nunca se ha
dado, es la Causa Final de la Humanidad…
1.2. Sujeto
Recupero, para hablar del Proletariado y de sus “sustitutos funcionales”, las palabras que
vertí en Dulce Leviatán, pues siempre practiqué esa estrategia de partir, para cada nueva obra,
para cada nuevo tramo de experiencia y de reflexión, de las páginas del estudio anterior, del
punto de llegada marcado por los análisis ya efectuados.
1.2.1. A la búsqueda del sustituto funcional del Proletariado
Elaborado histórico-cultural de Occidente, el Relato clásico de la Emancipación descansa,
perceptiblemente, sobre un trípode metafísico, sobre tres abstracciones fundamentales: Sujeto,
Causa y Emancipación.
Imaginó el Sujeto como unidad, como forma definida de Conciencia, sustancialmente igual a sí
misma a lo largo del tiempo y del espacio, erigida en agente de la Historia, sustancia y razón de la
misma. En las inmediaciones del Sujeto, rozándolo, instituyó una Causa, un principio mesiánico, un
«telos», un Sentido absoluto, totalizador; y, por último, completó el trípode mágico con el pie dorado
de la Emancipación, verdad última de la Causa y destino profético del Sujeto (1).
Bajo el «estado de excepción» civilizatorio de la contemporaneidad («la norma es el estado de
excepción en que vivimos», sugirió W. Benjamin) («Tesis de Filosofía de la Historia», en Discursos
Interrumpidos I, Taurus, Madrid, 1975, p. 182), esa secuencia estrictamente onto-teo-teleológica,
trascendentalista, hace ya tiempo que dejó de embaucarnos. Como respuesta «simétrica» al logos de
la dominación, nos encerraba una y otra vez en la jaula de lo dado; nos ataba en corto a aquello que,
desde la idealidad de su discurso, negaba sin ambages…
Cuando el Relato de la Emancipación ya no pudo seguir engañándonos en relación con el
Proletariado, pues el trabajador real que asaltaba todos los días nuestros sentidos se situaba en las
antípodas de lo que cabía esperar de él, según la construcción típica reelaborada por el marxismo (y
declararlo, sin más, «alienado», «reo de la Ideología», «víctima de la Falsa Conciencia», etcétera,
obligaba a un retorcimiento grotesco-pastoral del discurso: admitir Sujetos «segundos» que, no se
sabe por qué, ven claro, piensan lúcido, enuncian la verdad y desatan una crítica redentora) (2);
cuando, tras la quiebra de uno de sus pies, se desplomó el trípode y se abrió en la narración un
hueco por el que el mito podría desangrarse, sus sustentadores tuvieron que buscar un reemplazo,
un sustituto para el papel del Sujeto.
Desde la segunda mitad del siglo XX, un sector de la filosofía política se ha prodigado en tales
exploraciones… Candil en mano (a eso se rebajaron Las Luces), y al modo de Diógenes el Perro,
buscaba un Sujeto. No lo encontró, ciertamente, pero lo soñó…
Lo soñó en los estudiantes, hasta que, tras Mayo del 68, despertó sin Nanterre (3); lo soñó sofocado
en el subconsciente, aplastado, reprimido, pero un día logramos abrir ese oscuro cajón de sastre y
nos aburrió la trivialidad de sus mil objetos patéticos, en absoluto «subversivos» (4); lo soñó en los
marginados, cuando no en los excluidos, ignorando que sus anhelos apuntaban mayoritariamente
hacia la integración (5); lo soñó en la femineidad, hasta que las mujeres, sintiéndose utilizadas,
denunciaron tal onirismo como mera fantasía masculina (6); lo soñó en los evadidos de la razón, en
los caracteres irregulares, en los locos, y desvarió identificando una fantasmal «izquierda
esquizofrénica» (7); lo soñó en los parados aguerridos, mas pronto comprobó que se pacificaban con
el empleo (8); lo soñó en los pueblos del Sur, en el Tercer Mundo, en «los condenados de la Tierra»
(9); lo soñó en la «nuda vida» de las poblaciones flotantes sin registro, de los inmigrantes, de los
indocumentados (10); lo soñó en las «multitudes», noción analgésica (11); lo soñó fragmentado,
repartido, diseminado por toda la superficie social, y se subrayó entonces la heterogeneidad de las
resistencias, de los espacios de contestación, de los actores, etc. (12); lo soñó transfigurado,
formalizado, de algún modo «descarnalizado», y sembró el espejismo de una «sociedad civil» cívica,
garante de la libertad de los individuos, bastión anti-autoritario, «formadora» (13); lo está soñando
todavía hoy en la desafección de los otros ante el rodillo compresor de la modernidad occidental, en
las insurgencias indígenas por ejemplo, aunque no encuentre el menor eco en las voces de esos
hombres que no se nos parecen, voces que nos dicen: «nosotros no somos un universal, nosotros no
somos la esperanza de nadie» (14). Como jalones de esa búsqueda, o balizas de los trabajos previos
exploratorios, debemos bellas páginas «ilusionantes» a H. Marcuse, E. Fromm, F. Guattari, G.
Deleuze, M. Foucault, F. Fanon, A. Heller, G. Agamben, T. Negri, A. Kollontai, E. Dussel, C. Furtado,
E. Gellner, M. Walzer, J. Habermas, Ch. Taylor, etc., etc., etc.
Donde cundió la certeza de que había un «hueco» que tapar en la teoría, pero no una sustancia
apropiada para colmarlo en el mundo real, emergió una literatura adyacente, compensatoria, más
amiga de la «forja» que de la «búsqueda»; y se empezó a hablar de la «construcción del sujeto
social», de la «constitución del sujeto colectivo», de las luchas por el «reconocimiento como sujeto»…
Consciencia de un agujero devorador en el Proyecto, que urgía a una empresa estrictamente
demiúrgica, a una labor de «hacedores de hombres»: re-creación del individuo histórico, en pro de la
Utopía y a cargo de emboscados sucedáneos de la divinidad; tarea de ingeniería psico-social, de
diseño industrial de la personalidad, embriagada de pedagogismo, de elitismo por tanto, que ocultaba
la ranciedad de sus presupuestos bajo nuevas prácticas y nuevos discursos, surgidos al rebufo del
compromiso social. Trabajadores y educadores sociales, filántropos, asistentes, activistas en barrios,
etc., esgrimen todavía hoy esas intenciones, con la firmeza estulta de los «devotos» en muchos
casos. Más adelante enunciaré la «enfermedad profesional» de estos benefactores sociales como
«síndrome de Viridiana»…
El reconocimiento implícito de que el Relato de la Emancipación naufragaba por el terrible boquete
que la desaparición del Sujeto clásico había abierto en su línea de flotación, la conciencia del
desplome del trípode, dio alas, desde luego, a una lucrativa reactivación de la industria cultural; y nos
llovieron cientos de libros, de artículos, de conferencias, de actos académicos… Pero, en lo teórico, la
empresa no pudo disimular su fracaso: los «sustitutos», que casi se codeaban en la dilatada lista
exploratoria, terminaron revelándose, uno tras otro, como «tardo-sujetos», cuando no como «pseudosujetos
» (15).
Si ya no hay Sujeto identificable, si raya en la infamia la pretensión demiúrgica de «elaborarlo» desde
un cierto exterior, ¿debemos concluir que murió la lucha y que toda resistencia es falaz, que toda
praxis crítica habita en lo ilusorio? En absoluto, solo que el camino ya no es recto, acaso nunca lo
fue, y no se precisan «luces» para alumbrarlo (16). Lo sabían los quínicos de la Antigüedad, lo
expresó F. Nietzsche, lo vivieron los libertarios de la primera hora y palpita todavía en la reciente
crítica del «bio-poder»: contra la Vida Predestinada, contra las explotaciones y coerciones que la
constituyen, cabe siempre un combate. El combate contra la Predestinación puede decirse también
de otra forma: «autoconstrucción ético-estética del sujeto para la lucha»…
1.2.2. En torno al activismo social-cínico
En el film Viridiana, L. Buñuel refleja con acritud una disposición carroñera,
deprecadora/depredadora: la del benefactor que acoge a pobres y «necesitados» para ganarse el
Cielo de los cristianos, por la vía de la caridad; virtuoso que sería verdaderamente «desdichado» si
no los encontrara por las calles, en los parques, donde los basureros, si no pudiera acudir a
socorrerlos, es decir a «reclutarlos». Viridiana será agredida por sus propios protegidos: «justicia
poética», cabría sostener… W. Blake: «La caridad no existiría si antes no hubiéramos llevado a
alguien a la pobreza» (17).
El «síndrome de Viridiana» ha estragado buena parte de las prácticas políticas de la izquierda
convencional. Burgueses y pequeño-burgueses bienintencionados corrieron a «ayudar» a la clase
trabajadora; quisieron «emanciparla», «liberarla», «redimirla». No provenían del mundo del trabajo
físico, pero se pusieron al frente, tal una «vanguardia», iluminando y encauzando. Incurriendo en lo
que G. Deleuze llamó «la indignidad de hablar por otro» (M. Foucault, «Los intelectuales y el poder»,
en Microfísica del Poder, La Piqueta, Madrid, 1979, p. 80), prejuzgaron que algo iba definitivamente
mal en la conciencia de los trabajadores, pues no seguían diligentemente sus consignas; y que se
requería un trabajo educativo para des-alienarlos, para centrarlos en el modelo esclarecido del
Obrero Consciente, del Sujeto Emancipador, cuando no del Hombre Nuevo. El Cielo que estos
privilegiados pretendían ganarse, con su entrega generosa a la causa proletaria, ya no era, por
supuesto, el cielo común de los cristianos: era el Cielo selecto de los revolucionarios (18).
Hoy, en el ámbito de la crítica al neo-liberalismo, al Tratado de Libre Comercio con EEUU, al Plan
Colombia, etc., un sinnúmero de organizaciones e individuos «relevantes» se han acercado al
movimiento indígena con propósitos, a menudo y en lo secreto, innobles, si no expoliadores. Tras
haber recalado en diversos sustitutos lógico-teóricos de la Clase Obrera, Viridiana reaparece… (19).
Más allá de la casuística de los compromisos dudosos o inestables, reencontramos siempre la misma
secuencia: 1) Conmiseración social (socio-étnica, en muchos casos) ante las vicisitudes de un otro;
2) Declaración de «simpatía», hiperbolizada en ocasiones como «empatía»; 3) Disposición
«auxiliadora» inmediata; 4) Exacción psicológico-moral («ganarse» un Cielo), acompañada de un
rédito económico y/o político y/o cultural… Siempre el mismo concepto, que he nombrado «síndrome
de Viridiana». Sé de él por haberlo padecido; y me temo, como apunté en Desesperar, que nunca
superaré esa afección por completo….
Toda esta lógica viciada de la cooperación se resuelve finalmente, y como quinto aspecto, nota
cardinal, en una voluntad de «intervención», de «constitución», sobre la movilización ajena. Se habla
de «colaboración», «diálogo», «intercambio», etcétera, para ocultar la inevitable pretensión,
definitoriamente occidental, de corregir, reformular, reconducir la praxis del otro. Una cultura
esencialmente «expansionista», que predica valores «universales», no sabría hacer otra cosa ante la
índole «localista», «particularista», de la mayor parte de las reivindicaciones coetáneas (20).
En nuestra área, el «síndrome de Viridiana» ha inficionado por completo el ámbito del llamado
«trabajo social», institucional o alternativo, «administrado» o activista, que tradicionalmente eligió su
objeto entre las capas subalternas de la población (minorías étnicas, marginados, colectivos
particularmente vulnerables, pobres, víctimas de las violencias o de las discriminaciones, etcétera)
(21). Asistentes, educadores sociales, profesionales de la integración, activistas en barrios,
burócratas del bienestar social, ONGentes, psicólogos, abogados o asesores al servicio de los
movimientos sociales, sindicalistas, tardo-agitadores, etc., cayeron sobre los desposeídos y los
desahuciados, sobre los vejados y los oprimidos, con toda la desfachatez del ave de carroña, lo
mismo que el personaje de L. Buñuel sobre los indigentes y menesterosos, siempre dispuestos a
«hacer el bien» en provecho (material y/o simbólico) propio, reparando y encauzando. La perversidad
cínica del Estado del Bienestar se ha nutrido hasta el hartazgo de esa disposición infra-sacrificial y
necro-parasitaria, procurando atraer y «encuadrar», por un doble movimiento complementario, no
menos al sujeto que al objeto de la práctica social, a los «auxiliadores» pero también a los
«auxiliados», gestionando tanto el excedente de «generosidad» de los primeros como el monto de
las «necesidades» de los segundos.
1.3. Revolución
La mayoría social del Planeta ya no está por nada parecido a la Emancipación: se persigue
una instalación más confortable en el seno de lo dado. «Vivir mejor dentro de un Sistema, el
Capitalista, que es también susceptible de reforma»: esta es la meta que ha desplazado a la
Revolución, convirtiendo en «cínico» el discurso de la Utopía…
Dando todavía un paso más, P. Sloterdijk ha sostenido una tesis inquietante: la clase
trabajadora es una formación social en sí misma «anti-política», en absoluto interesada por la
«toma del poder». Fue un error de las burocracias sindicales y socialistas intentar persuadirla
de que su objetivo «histórico», su «cometido como clase», si alcanzaba la «consciencia de
sí», era apoderarse de los resortes del Estado:
«El Yo trabajador no aparece en la palestra del mundo público ni con grandiosidad de dominio ni con
hegemonía moral-cultural. Este Yo no tiene ninguna primaria voluntad narcisista de poder. Todos los
movimientos de trabajadores y los socialismos hasta hoy día han fracasado por desatender esta
condición (…). Para el Yo trabajador, en definitiva, la voluntad de poder y aún más la voluntad de
gobierno son solamente una apetencia secundaria en la que está actuando más el cálculo que la
pasión (…). En el realismo del trabajador vive una desconfianza ancestral y profundamente arraigada
frente a la política (…), un impulso de sacar la lengua a toda la política (…). El carácter anti-político de
la conciencia del trabajador sabe desde siempre que, efectivamente, la política (…) nace de un
«clinch» social que solamente puede procurar satisfacciones a aquellos que, «a priori», son los
vencedores: a las élites, a los ricos, a los ambiciosos (…). Por consiguiente, la animación socialista
del trabajador a comprometerse políticamente significa siempre una mordaza parcial al realismo
proletario (…). Naturalmente, el movimiento de trabajadores obtuvo, cuando se hizo más fuerte,
subidas de salarios, seguros sociales, oportunidades de participación y bases para la redistribución
conjunta de las riquezas. Pero, hasta ahora, ninguna ideología pudo persuadirlo para que aceptara
una real voluntad política de poder. El realismo apolítico no se deja engañar tan fácilmente» (Crítica
de la razón cínica, Siruela, Madrid, 2006, p. 125-7).
Habría correspondido a las organizaciones sindicales y políticas socialistas, casi en la línea
del comentado «síndrome de Viridiana», acercarse a la problemática de los trabajadores para
arrastrar a esos colectivos a un terreno en el que nunca se sentirían a gusto, «asignándoles»
despóticamente un rol político y hasta una función histórica diseñados desde un «afuera»: el
del relato de la Emancipación, el del texto marxista. Para J. Baudrillard, en ese sentido, el
«encuentro» del movimiento de los trabajadores y de la teoría marxista, lejos de marcar una
senda luminosa, constituyendo un afortunado «azar» de la historia, debería valorarse como
una suerte de calamidad:
«La conjunción de la teoría marxista y el movimiento obrero, en el siglo XIX, no fue quizás un milagro
histórico —el acontecimiento más grande de la historia, dice Althusser—, sino un proceso de
reducción y neutralización recíprocas. Su resultado histórico objetivo fue el atascamiento de ambos
en la mistura política leninista, más tarde en la burocracia estalinista, y hoy en el empirismo
reformista más vulgar (…). Todo lo que dependía de un «principio de placer» y radicalidad de la
rebelión, como aún puede leerse en las insurrecciones del siglo XIX, en la destrucción de máquinas,
en el discurso utopista y libertario «premarxista», en los poetas malditos o en la revuelta sexual, y
que, mucho más allá de la producción material, apuntaba a la configuración simbólica total de la vida
y las relaciones sociales (…), fue dialectizado (reprimido, eliminado), en una conjunción milagrosa,
por la teoría marxista y la organización socialista (El espejo de la producción, Gedisa, Barcelona,
1980, p. 163-177).
Se gesta, así, una paradoja monumental, que cabe expresar en estos términos: la mítica de la
Emancipación, que cabía suponer del lado de la resistencia, termina trabajando para la
legitimación y perpetuación del sistema capitalista. M. Mafessoli se cuenta entre quienes lo
denunciaron desde la década de los 70:
«[Es preciso] comprender el papel (…) de integración que ha desempeñado el marxismo respecto del
proletariado. En síntesis, K. Marx le presenta a este el capitalismo como una explotación (alienación)
«necesaria». A los ludistas rompedores de máquinas les presenta el desarrollo de las fuerzas
productivas como algo ineluctable (…). La dura disciplina que enseña el capitalismo sigue siendo,
según él, una norma y una adquisión insuperable. Fiel a la tradición racionalista, K. Marx considera el
trabajo (ciencia, técnica) como la mediación del deseo (…), y de este modo lo presenta como
elemento estructurador de la sociedad occidental productivista (…). Se insite sobre el trabajo y su
aspecto salvador (…). Quizás aquí esté la fuente más pura de la pertenencia del marxismo a la lógica
de la dominación. El papel de gestor, de economista de la realidad, que ha desempeñado en sus
diversas formas, surge de su incapacidad para cuestionar la «ratio» como único criterio de
estructuración social (…).
Consideramos que el moralismo y el estatalismo son dos elementos determinantes del movimiento
obrero organizado, junto a su reproducción del productivismo (…). Con ello (…), permanece dentro
del mismo campo que aquello que critica (…). En definitiva, cabe decir que el movimiento obrero
organizado sitúa su oposición dentro de la axiomática burguesa, que su lucha contra la estructura
social tecnológico-productivista se realiza en nombre del mismo principio básico de esa estructura: el
hombre racional» (Lógica de la dominación, Península, Barcelona, 1977, p. 182-196).
Pero no solo los teóricos del marxismo, no solo los sindicalistas y las militancias socialistas,
alimentaron el fetiche de la Emancipación. Esa quimera logocéntrica ha estado recitándose a
sí misma, auto-comentándose y multiplicándose, desde hace décadas, en la mayoría de las
aulas, en miles de libros, en infinidad de despachos, en prácticas y procedimientos sin
cuenta… No es poco lo que ha tenido que ver con la domesticación contemporánea de la
protesta.
2. LA PROTESTA DOMESTICADA
2.1. Gestión política de la desobediencia
El Capitalismo demofascista no se sostiene desde la inmovilización de la ciudadanía, desde la
simple represión del descontento: al contrario, prefiere una población involucrada en las
cuestiones sociales, políticamente «activa». Desde hace décadas, los defensores teóricos de la
democracia representativa han insistido en la necesidad de que los ciudadanos «participen»
en todo tipo de asociaciones y movimientos (vecinales, laborales, políticos, religiosos…). Esa
recomendación es el «leit motiv» de toda la literatura de la «sociedad civil», de E. Gellner a
Ch. Taylor, pasando por J. Rawls y J. Habermas. Se asume la tradicional «apatía» de la
población ante las cuestiones políticas, la «insuficiencia» del mero acto de votar y,
estimándose «utópica y técnicamente inviable» la democracia directa, todo se espera de esa
«reactivación» y «movilización» de los ciudadanos en las diversas tramas relacionales de la
sociedad civil. De ese modo, la democracia se haría más verdadera y se fortalecería… M.
Walzer: «La política en el Estado democrático contemporáneo no ofrece a muchas personas
una oportunidad para la autodeterminación rousseauniana. La ciudadanía, considerada en sí
misma, tiene hoy en día sobre todo un papel pasivo: los ciudadanos son espectadores que
votan. Entre unas elecciones y otras se les atiende, mejor o peor, mediante los servicios
públicos (…). No obstante, en las tramas asociativas de la sociedad civil —en los sindicatos,
partidos, movimientos, grupos de interés, etc.— estas mismas personas toman muchas
decisiones menos importantes y configuran de algún modo las más distantes determinaciones
del Estado y de la Economía. Y en una sociedad civil más densamente organizada tienen la
posibilidad de hacer ambas cosas con mayores efectos (…). Los Estados son puestos a prueba
por su capacidad para mantener este tipo de participación en la sociedad civil —que es muy
distinta a la intensidad heroica de dedicación implícita en la ciudadanía de Rousseau».
Son conocidos, por otro lado, los conceptos que esgrimiera M. Foucault a propósito de la
gestión política de la desobediencia: «ilegalismo útil», «disidencia inducida», «transgresión
tolerada»… A esa ciudadanía «reactivada» se la invita también a protestar de manera no
absolutamente legal; y se administran estratégicamente los juegos de las transgresiones y de
los delitos. Diseñados los escenarios de la contestación, concediendo espacios para la
violación regulada de las leyes, conforme a una lógica política tendente a la «seguridad» y ya
no tanto a la «disciplina», el Sistema descarta los peligros de la novedad y del imprevisto.
Frente al ámbito de la Norma queda el de la Desobediencia Inducida, casi saturando todo el
horizonte socio-político y conjurando en buena medida el riesgo de lo no-conocido y lo nocontemplado…
En El irresponsable, y tomando la Escuela como mirilla, enuncié esta cuestión en los
siguientes términos:
El capitalismo avanzado no muestra demasiado interés en hacerse obedecer. Prefiere subordinar su
perpetuación al éxito de una cierta economía política de la desobediencia, del ilegalismo, de la
rebeldía. Ha comprendido que la reproducción social es, ante todo, obstrucción de la contestación
política. Y que esa obstrucción es hoy menos efectiva como “castigo” que como inducción. En lugar
de perseguir a los transgresores, interesa actuar sobre las premisas de la verdadera trasgresión; en
lugar de confinar a los perturbadores, conviene controlar los factores originarios de la perturbación.
Por último, ¿para qué aniquilar la oposición, si es posible llevarla a los lugares sombríos de la
reproducción social?, ¿para qué reprimir la desobediencia cuando parece factible erigirla en
instrumento de la sumisión de fondo?
La legislación asumirá entonces otra función: fijar, en negativo, las modalidades del ilegalismo útil,
políticamente rentable; encuadrar todo el Ejército de los críticos, los comprometidos, los lúcidos…, y
encomendarle las tareas decisivas de la Vieja Represión; mantener el simulacro de la revuelta, el
fantasma de la subversión, allí donde ya no habite el peligro, lejos del escenario actual de los
combates y de las miserias; conjurar el enfrentamiento aleatorio de los descontentos al definir su
enemigo e incluso su teatro; doblegar la inquietud errante de los escépticos mediante la enunciación
tácita de sus razones y la preparación encubierta de las luchas en que habrá de diluirse; introducir la
Carencia como germen de la protesta inocua, de la oposición blanda –fuente de una crítica fácil,
epifenoménica, incapaz de acceder a los auténticos problemas por la coacción cotidiana de lo
inmediato y de lo urgente.
Delimitando, desde el silencio, el territorio de lo excluido, de lo negado, la legislación despliega,
alrededor de la Escuela, todo un campo de obediencia (norma). Con ello, centra la apariencia del
peligro sobre determinadas figuras, sobre ciertos comportamientos –espacio de la desobediencia
inducida, del ilegalismo útil. Allí lo exigido, aquí lo tolerado, más allá lo impensable. Al ámbito de la
exigencia corresponde el concepto de “responsabilidad profesoral”; en el dominio de lo tolerado se
refugia la posibilidad del reformismo metodológico (ingeniería), de la alternativa constructiva
(travesura), de la revuelta estética y de la crítica corporativa; finalmente, en el límite, en el umbral, de
lo impensado, se halla el extravagante modelo del anti-educador, del profesor ridículo, inejemplar,
deliberadamente irresponsable.
Todo Estatuto del Profesorado puede interpretarse, en este sentido, como simple modernización del
orden de la exigencia y de la tolerancia. Optimizar la gestión de los ilegalismos reproductivos: ese
sería su propósito. Y solo escapará a su influjo mixtificador quien conserve el valor de negar la Ley
desde fuera de la Moral y se permita no tanto el efectismo de la desobediencia como la radicalidad
del Crimen.
“Entre los invitados, profesores todos,
tomó asiento un Asesino”.
2.2. El doble plano de la domesticación de la protesta
La protesta ha sido domesticada en sus dos vertientes: la intra-institucional, que tiene que ver
con el desenvolvimiento de los individuos en las «instituciones de la sociedad civil» (A.
Gramsci) o en los «aparatos del Estado» (L. Althusser), desde la Escuela o la Fábrica hasta el
Hospital o el Cuartel, y la extra-institucional, que recoge las formas clásicas de la
reivindicación y de la denuncia popular (manifestaciones, huelgas, marchas…).
2.2.1. Subjetividad Única Demofascista
Para lo primero, ha sido decisiva la emergencia y consolidación de la Subjetividad Única
demofascista, plegada sobre la figura del Policía de Sí Mismo. Las más diversas instituciones
han conocido, desde hace décadas, un proceso de reforma y modernización orientado a su
«dulcificación» calculada. Al mismo tiempo que se arrumbaban los procedimientos coactivos
directos, del orden de la violencia física, y se manifestaba una preferencia muy neta por las
estrategias de control de índole simbólica, psicológica, comunicativa, colocando al frente de
tales instituciones «profesionales» con perfiles cada vez menos agresivos y más dialogantes,
se implementó una técnica novedosa, que optimizó definitivamente el campo de la coerción:
se transfirieron, a las víctimas y a los sujetos dominados, atribuciones y prerrogativas que
tradicionalmente habían correspondido a los detentadores del poder y a los dominadores. Se
hizo así factible la auto-vigilancia, la auto-represión e incluso el auto-castigo; y, repletas de
«policías de sí mismos» (el estudiante como auto-profesor, el trabajador como «patrón de sí»,
el preso en tanto auto-carcelero, los enfermos auto-medicándose, la comunidad toda
colaborando con las fuerzas de seguridad…), las instituciones se pacificaron definitivamente.
En El enigma de la docilidad expresé así esta idea:
“El demofascismo se caracteriza por la subrepción progresiva (invisibilización, ocultamiento) de todas
las tecnologías de dominio, de todos los mecanismos coactivos, de todas las posiciones de poder y
de autoridad. Tiende a reducir al máximo el aparato de represión física, y a confiar casi por completo
en las estrategias psíquicas (simbólicas) de dominación. La dialéctica de la Fuerza debe ceder ante
una dialéctica de la Simpatía… La represión posdemocrática resulta, francamente, muy buena como
represión. Decía Arnheim que, en pintura como en música, “la buena obra no se nota” —apenas
hiere nuestros sentidos. De este género es, me temo, la represión demo-fascista: buenísima, ya que
no se nota, casi no se ve. Su ideal se define así: “convertir a cada ser en un policía de sí mismo”. Y,
en la medida en que deban subsistir figuras explícitas de la autoridad, posiciones empíricas de poder,
estas habrán de dulcificarse, suavizarse, diluirse o esconderse: policías “amistosos”, carceleros
“humanitarios”, profesores “casi ausentes”,… En los espacios en que deba perdurar una relación de
subordinación, un reparto disimétrico de las cuotas de poder, se procurará que los dominados (las
víctimas, los subalternos) tomen las riendas de su propio sojuzgamiento y ejerzan de “doblegadores
de sí mismos”: los estudiantes que actuarán como autoprofesores, damnificados de sí, interviniendo
en todo lo escolar, opinando sobre todo, dinamizando las clases, participando en el gobierno del
Centro y, llegado el caso, auto-suspendiéndose orgullosamente, valga el ejemplo. Por esta vía, el
“objeto” de la práctica institucional asumirá parte de las competencias clásicas del “sujeto”, una
porción de las prerrogativas de este y también de sus obligaciones, convirtiéndose, casi, en sujetoobjeto
de la práctica en cuestión. Los estudiantes haciendo de profesores; los presos ejerciendo de
carceleros, de vigilantes de los otros reclusos; los obreros, como capataces, controlándose a sí
mismos y a sus compañeros,… De aquí, de esta hibridación, de esta semi-inversión (seudo-inversión)
de los papeles, se sigue una invisibilización de las relaciones de dominio, un ocultamiento de los
dispositivos coactantes, una postergación estratégica del recurso a la fuerza…
No todos los estudiantes, los obreros, los presos, etc., caen en la trampa, por supuesto: Harcamone,
el criminal honrado de Genet, que verdaderamente se había ganado la Prisión (asesinando niños), y
no como aquellos otros que recalaban en “la mansión del dolor” (Wilde) por razones patéticas —
víctimas de errores judiciales, ladronzuelos arrepentidos, delincuentes ocasionales y hasta
involuntarios…—, quiere un día regalarse el capricho de matar a un carcelero. Y no se equivoca de
objeto: no elige a la sabandija de turno, al sádico prototípico, cruel e inhumano; sino a aquel jovencito
idealista, lleno de buenas intenciones, que habla mucho con ellos, dice ‘comprenderlos’, les pasa
cigarrillos, critica a los mandamases de la Prisión, y no se permite nunca la agresión gratuita.
Harcamone se da el gusto de asesinar al carcelero a través del cual la institución penitenciaria
enmascara su verdad, miente cínicamente y aspira incluso a “hacerse soportable”… Tampoco los
pobres de Viridiana se dejaron engañar del todo por la cuasi-monja que los necesitaba para sentirse
piadosa, generosa, virtuosa, y que no escatimaba ante ellos los gestos (indignos e indignantes) de
una conmiseración imperdonable. Estuvieron a un paso de asesinarla… La pobreza profunda es
terrible (“Mi privación mata”, parece querer decirnos, después de cada asesinato, el Maldoror de I.
Ducase): con ella nadie puede jugar, sin riesgo, a ganarse el Cielo… Por desgracia, ya no quedan
prácticamente asesinos con la honestidad y la lucidez de Harcamone, ni pobres con la entereza
imprescindible para odiar de corazón a los “piadosos” que se les acercan carroñeramente… La
posdemocracia desdibuja y difumina las relaciones de sometimiento y de explotación, ahorrándose el
sobre-uso de la violencia física represiva que caracterizó a los antiguos fascismos…
Y es que el demofascismo será, o es, un ordenamiento de gentes extremadamente civilizadas. Es
decir, parafraseando y sacando de sus casillas a N. Elias, gentes que han interiorizado, en grado
sumo, el aparato de autocoerción y se han habilitado de ese modo para soportarlo todo sin apenas
experimentar emociones de disgusto o de rechazo; gentes sumamente manejables, incapaces ya de
odiar lo que es digno de ser odiado y de amar de verdad lo que merece ser amado; gentes
amortiguadas a las que desagrada el conflicto, ineptas para la rebelión, que han borrado de su
vocabulario no menos el “sí” que el “no” y se extinguen en un escepticismo paralizador, resuelto
como conformismo y docilidad; hombres y mujeres que no han sabido intuir los peligros de la
sensatez y mueren sus vidas “en un sistema de capitulaciones: la retención, la abstención, el
retroceso, no solo con respecto a este mundo sino a todos los mundos, una serenidad mineral, un
gusto por la petrificación —tanto por miedo al placer como al dolor” (Cioran). Nuestra Civilización,
nuestra Cultura, en su fase de decadencia (y, por tanto, de escepticismo/conformismo), ha
proporcionado a la posdemocracia los individuos —moldeados durante siglos: “aquello que no sabrás
nunca es el transcurso de tiempo que ha necesitado el hombre para elaborar al individuo”, advertía A.
Gide— que esta requería para reducir el aparato represivo de Estado; personas avezadas en la
nauseabunda técnica de vigilarse, de censurarse, de castigarse, de corregirse, según las
expectativas de la Norma Social.
En aquellos países de Europa donde la Civilización por fin ha dado sus más ansiados frutos de
urbanidad, virtud laica, buena educación,… (civilidad, en definitiva), el Policía de Sí Mismo
posdemocrático es ya una realidad —ha tomado cuerpo, se ha encarnado. Recuerdo con horror
aquellos nórdicos que, en la fantasmagórica ciudad del Círculo Polar llamada Alta, no cruzaban las
calles hasta que el semáforo, apiadándose de su absurda espera (apenas pasaban coches en todo el
día), les daba avergonzado la orden. Y que pagaban por todo, religiosamente, maquínicamente (por
los periódicos, las bebidas, los artículos que, con su precio indicado, aparecían por aquí y por allá sin
nadie a su cargo, sin mecanismos de bloqueo que los resguardaran del hurto), aun cuando tan
sencillo era, yo lo comprobé, llevarse las cosas por las buenas… Para un hombre que ha robado
tanto como yo, y que siempre ha considerado la desobediencia como la única moral, aquellas
imágenes, estampas de pesadilla, auguraban ya la extinción del corazón humano —será solo un
hueco lo que simulará latir bajo el pecho de las gentes demofascistas…”.
2.2.2. Bienestarismo del Estado Social de Derecho
Para la segunda vertiente de la domesticación de la protesta, ha sido fundamental el ascenso
y la consolidación de la ideología y de las prácticas bienestaristas, ligadas al Estado Social
de Derecho. El Estado del Bienestar es el referente final de todas las luchas contemporáneas,
que mueren en la simple demanda de servicios públicos «de calidad y gratuitos». Para atender
tales solicitudes, toda una «burocracia del bienestar social» convirtió las necesidades
originarias (salud, saber, tranquilidad, seguridad, opinión, movilidad, vivienda, vestido,
alimentación, labor,…) en necesidades postuladas, inductoras de un consumo indefinido.
Paralelamente, las libertades fueron sacrificadas en nombre de respectivos derechos,
prerrogativas que siempre ocultaban obligaciones: derecho a la salud, a la educación, a la
seguridad, a la información, al transporte público, a la vivienda, al trabajo…
De la mano de las burocracias del bienestar social y de los nuevos “profesionales sociales”, el
objeto de la protesta ya ha sido definido de antemano. Asesorados por “pedagogos”, han
terminado estableciendo, de una vez y para siempre, todo el campo de la reclamación.
2.2.2.1. De la “necesidad” a las “pseudo-necesidades”
Antes del advenimiento de la sociedad industrial, pudieron darse mundos en los que reinaban
las “necesidades originarias”. En ellos, la “carencia” y cierta precariedad existencial eran
menos un problema que un estímulo. De una tal “dulce pobreza”, de semejante “humilde
bienestar” (F. Hölderlin), brotaban “deseos”, que conducían a la libre satisfacción transindividual
o comunitaria de las necesidades naturales. En esos mundos, a veces agrícolas, a
veces pastoriles, en ocasiones nómadas, masivamente indígenas, la “ayuda mutua”, los
“contratos diádicos” (G. Foster), el “don recíproco” (M. Mauss), señalando la vigencia de la
comunidad y de los seres particulares autónomos —capaces estos y aquella de la autoorganización
y hasta de la auto-gestión—; todos esos hábitos de apoyo y de solidaridad
colectiva, decía, no dejaban lugar para el Estado, lo descartaban prácticamente. Así como la
democracia liberal no había acabado aún con prácticas demoslógicas tradicionales, con una
gestión directa, horizontal y asamblearia de los asuntos públicos, el Poder Judicial estaba
excluido radicalmente debido a la vigencia de un “derecho consuetudinario oral” vivificado
cada día a través de las mil maneras concretas de “hacer las paces” entre hermanos. En este
universo, la propiedad privada se desconocía o desempeñaba una función muy secundaria; y
la fractura social no era más que un muy ilustre ausente…
Pero esos mundos ya no se reconocen en los nuestros. En las tan “civilizadas” sociedades
industriales, tecnológico-capitalistas, son las necesidades postuladas las que reinan. Estas
llamadas “sociedades de la abundancia” o “de la opulencia”, con el “sucio disfrute” y el
“lamentable bienestar” (F. Nietzsche) que las caracteriza, sustituyeron los “deseos” por
“reclamos”, satisfechos siempre por el Estado y por las “profesiones tiránicas” que lo
respaldan. Lo que se “exige”, lo que se “demanda”, ya no procede de una “necesidad
originaria” o “natural”, sino de una “pseudo-necesidad”, ideológicamente gestada (J.
Baudrillard), al servicio de una lógica productivista-consumista y bajo una forma de
racionalidad estrictamente burocrática. Y tenemos, entonces, un consumo inducido y
maximizado de “elaborados institucionales”, de productos y servicios que polarizan
socialmente, en sí mismos ecodestructores, “inhabilitantes” y “paralizantes” de la población
(consumo sin fin reanudado que genera, en términos de I. Illich, autor que estamos siguiendo,
una casi irreversible “toxicomanía” o “dependencia” de la protección estatal). Culminada la
aniquilación de la comunidad, de los vínculos primarios, de la fraternidad genuina y del
apoyo mutuo solidario, como denunciaron J. Ellul y L. Mundford, se entroniza
definitivamente, en lo real-social, al “individuo”, necesariamente heterónomo,
psicológicamente impotente, incapaz de organizar su vida o de inventar un futuro al margen
de los servicios, la tutela y el patronazgo del Estado. Este “individuo”, excrecencia final del
Occidente capitalista, preeminente a nivel sociológico, epistémico, ontológico y axiológico,
afianzado en la propiedad privada y sujeto a los códigos de la Jurisprudencia, perfectamente
alfabetizado y convenientemente escolarizado, se contentará con una “democracia
representativa” resuelta como gobierno de los expertos, tecnócratas y profesionales que
gestionan las “necesidades postuladas”…
Continuando con I. Illich, cabe establecer estas manifestaciones del tránsito entre esos dos
mundos, el de las “necesidades originarias” y el de las “pseudo-necesidades” ideológicas y
reproductivas: donde se necesitaba salud, se acabó reclamando médicos y hospitales; donde
se deseaba saber, se terminó pidiendo profesores y escuelas; donde cuidado de la comunidad,
trabajadores sociales y oficinas; donde tranquilidad, policías y cárceles; donde seguridad,
ejércitos y cuarteles; donde opinión, periodistas y agencias; donde movilidad, transporte
público; donde vivienda, constructores, inmobiliarias y unidades habitacionales; donde
vestido, agentes de la industria textil y de la moda, marcas y ropas diseñadas; donde
alimentación, industria alimentaria y tráfico de víveres; donde labor, empleo…
2.2.2.2. De las “libertades” a los “derechos”
Cada “derecho” (estipulado, sancionado por la Administración) recorta una “libertad”; y, así
como las “libertades” llevaban a prescindir del Estado, los “derechos” lo refuerzan.
La libertad de gestionar el propio bienestar físico y psíquico, confiando para las crisis y
dolencias mayores en los saberes curativos comunitarios, tradicionales, ha cedido ante un
“derecho a la salud” resuelto como obligación de consentir la medicalización integral del
cuerpo, con su dimensión bio-política y su apelación al consumo (de fármacos, análisis,
tratamientos, servicios hospitalarios…).
La libertad de aprender sin encierro y sin profesores, tal y como se respira, murió en el
“derecho a la educación”, vale decir, en la obligación de propiciar el enclaustramiento
intermitente de los menores y el monopolio educativo de los docentes. Obligación, también,
de “comprar” libros, currículum, material escolar, clases…
La libertad de defenderse uno por sí mismo y de contribuir en la medida de lo posible a la
tranquilidad de la comunidad fue cancelada por el “derecho a la seguridad personal”, que se
traduce en obligación de someterse a la vigilancia policial y militar. Y entonces nos “venden”
gendarmes, uniformes, cámaras, porras, balas, pistolas, centros penitenciarios…
La libertad de forjarse la propia opinión, individualmente o en grupo, sucumbió ante el
“derecho a la información”, devenido obligación de abrazar la “doxa” escolar, universitaria,
mediática. Para ello, adquirimos periódicos, revistas, espacios televisivos, horas de conexión
a las redes…
La libertad de construir el propio habitáculo, con la ayuda de los compañeros, de forma
“orgánica”, sin pagar a nadie por ello, pereció ante el “derecho a una vida digna”, que incluía
el padecimiento de una vivienda “formal”, y que abocaba a la obligación de residir en una
“unidad habitacional” estandarizada, acabada de una vez, edificada por técnicos separados y
accesible solo a traves del mercado. Y pagamos por el proyecto, por los planos, por las
autorizaciones y permisos, por la mano de obra, por los materiales…
La libertad de desplazarse por uno mismo, con la fuerza motriz del cuerpo (a pie o en
bicicleta), fue sofocada por el “derecho al transporte público”, esa obligación de dejarte
mover, llevar, conducir. De algún modo, al adquirir el billete, “compramos” el abandono y
anquilosamiento de nuestro ser físico…
La libertad de ocupar el propio tiempo en la producción de bienes de uso no mercantilizables,
para uno y para la comunidad, de forma creativa, no-reglada, autónoma, da paso al “derecho
al trabajo” como obligación de dejarse explotar para subsistir y consumir, creando bienes de
cambio para el mercado, de manera alienada, disciplinada, heterónoma.
2.2.2.3. Función pública “inhabilitante”
Para I. Illich, a partir de este doble proceso se hace evidente el carácter “inhabilitante” de la
función pública: la provisión estatal de servicios y prestaciones, acentuada con el Estado
Social de Derecho, o Estado del Bienestar, desposee al sujeto y a la comunidad de
capacidades y facultades que antes ostentaban y los convierte en “dependientes” de esa
garantía y de esa protección. Genera en el individuo “impotencia física y psicológica”,
“desvalimiento existencial”, arrojándolo sin remedio a una forma laica de fundamentalismo:
el fundamentalismo estatal.
Disuelta la comunidad e inhabilitado el individuo, no queda más referente que el Estado. En
la medida en que, como señalan las tradiciones marxistas y libertarias, la organización estatal
tiene por objeto reproducir la dominación de clase y salvaguardar los intereses de las
oligarquías, de las burguesías hegemónicas, un Estado amplio, sólido y expandido, un Estado
del Bienestar, se convierte precisamente en la Utopía del Capital, pues es la modalidad de
administración que mejor lima los descontentos e integra a las oposiciones.
A las “burocracias del bienestar social” (estatales o para-estatales, pero siempre
reglamentadas institucionalmente), a los médicos y enfermeros, profesores y maestros, jueces
y abogados, periodistas, ingenieros, comisarios, políticos, científicos e investigadores
sociales,…, a todos estos “profesionales despóticos” corresponde fijar nuestras “necesidades”
y determinar los modos de su satisfacción, estableciendo de paso las vías de una obediencia y
un consumo que nos arrojan, desnudos y desarmados, a las playas del Estado del Bienestar.
Son estas las fuerzas que prefiguras nuestros “derechos”, afectadas muy a menudo por el ya
referido “Síndrome de Viridiana”. Son estos los agentes concretos, encarnados, de la
inhabilitación de la población…
Paz en las instituciones y delimitación asumida del horizonte de la reivindicación: he aquí las
dos dimensiones de la domesticación de la protesta, que salda la disolución de la comunidad
y el fin de la autonomía de los individuos. El “policía de sí mismo” es también un
“toxicómano de la protección estatal”: con una vida perfectamente sistematizada, demanda lo
que la Administración ha determinado que debe demandar.
2.2.3. Ritualización y esclerosis de la lucha clásica
2.2.3.1. Metodologías asimiladas
Convertido el deseo social en “reclamo” al Estado, la lucha se domestica desde el punto de
vista de sus objetivos. Pero también ha quedado “domada” atendiendo a sus vehículos, a sus
herramientas, a sus procedimientos, que no han podido sobrellevar sin merma la “erosión”
del devenir. Dependientes de una forma de racionalidad política ya anacrónica, “fosilizada”,
las instancias de la protesta política (partidos, sindicatos, huelgas legales, manifestaciones
autorizadas, marchas y concentraciones,…) han perdido por completo sus filos críticos: en
ellas ya no habita el menor “peligro”, de cara a la reproducción del sistema capitalista. No
han sido inmunes a aquella “temporalidad de los conceptos críticos” subrayada por Marx:
todas las formas de lucha son “contingentes”, “tempestivas”, válidas solo para un período; y,
si se prorrogan, si se eternizan, se convierten en “ideologías”, en mordazas para la praxis. En
opinión de K. Korsch, eso era lo que le había sucedido al marxismo en su conjunto: devenir
en ideología al haberse transformado el horizonte histórico que lo forjó y dentro del cual
podía presentarse como un “discurso de verdad”, un discurso crítico.
Ritualizada y esclerotizada, la protesta no alcanza otro “éxito” que la obtención de aquello
que la Administración deseaba implantar (incrementos salariales para que el alza de los
precios no reduzca los niveles deseables de consumo, “derechos” que ahogan libertades,
privilegios corporativos para atomizar la sociedad y reducir el tratamiento de la conflictividad
a un balanceo estratégico entre los intereses particulares de los distintos “grupos de presión”,
incluidos los sindicatos,…) y, por defecto, una especie de embriaguez de sí misma en virtud
de su envergadura, de sus dimensiones, del seguimiento de la convocatoria.
Pero este narcisismo de la protesta ritualizada no tiene más efecto que legitimar a las
organizaciones convocantes y narcotizar por un tiempo a los “movilizados”. Partidos,
sindicatos, asociaciones, colectivos… “miden” su fuerza, su “cotización” como grupos de
presión, a traves de tales eventos. Y, por otro lado, la asistencia a las convocatorias, no muy
distinta ya de la tradicional “asistencia a misa”, sirve para lavar la consciencia de una
población casi absolutamente integrada, adaptada, sistematizada: “se me perdonará mi oficio
mercenario y mi estilo burgués de vida porque proclamo “creer” en la Utopía y porque asisto
a todas las convocatorias del progresismo político”…
Ritual y esclerotizada, la protesta contemporánea es, también, irrelevante. Tras las marchas,
después de las concentraciones o los encierros, finalizadas las huelgas, todo sigue igual… Y
sobran, al respecto, los ejemplos: el 15-M en España, con aquella flores para la policía, el
acuerdo con los negocios de la zona, las “buenas conductas” generales, las plazas llenas de
gente, miles y miles de participantes en las asambleas, reportajes para los medios de todo el
mundo…, y, a los pocos días, triunfo por mayoría absoluta del Partido Popular, conservador;
y lo que le rentó en votos al “macrismo” argentino asesinar a Santiago Maldonado, a pesar de
las marchas y las concentraciones…
2.2.3.2. Deconstrucción
Frente a este horizonte de la lucha esterilizada, determinado por la crisis de la racionalidad
política clásica, cabe proponer un cambio de perspectiva. Aplicando una metodología
puramente “deconstructiva”, se trataría de operar estratégicamente en el viejo tejido de la
Razón política, ya que, enquistado el capitalismo, sin modificación sustantiva de la economía
y de la sociedad, todavía no es históricamente practicable la invención repentina de un
paradigma absolutamente distinto y el tránsito brutal de lo establecido a lo ideado. Este
trabajo negativo, desplegado en el propio tejido de lo rechazado, de lo hegemónico, aspiraría
a producir desgarros, a desbaratar costuras, a des-componer el conjunto mediante la
alteración de las relaciones entre sus partes (J. Derrida). Tomaría los conceptos dados,
caducos y vigentes al mismo tiempo, y los opondría entre sí, resignificándolos
circunstancialmente. Pondría en circulación nuevas palabras, nuevos términos, insertándolos,
como un apósito desestructurador, en aquel tejido de la racionalidad dominante. Crearía
segmentos de teoría disidente para mezclarlos, como un veneno, en el cuerpo de los
pensamientos canónicos. Hablaría, pues, el lenguaje de la política instituida, pero con un
acento tan extraño y contaminando el relato con vocablos y metáforas tan disonantes, que
casi pareciera salirse ya de esa arena y levantar sus tiendas en los parajes de la anti-política.
Fiel a esa consigna, y para el asunto de la lucha política, este escrito, denunciando la
inoperancia de las formas dadas de reivindicación, quiere hablar de “antipedagogía”, de
“desistematización”, de “auto-construcción ética y estética”, de bio-poética del antagonismo
y hasta de anti-política. Ello nos llevará también a hablar del anarquismo y de los anarquistas;
y del modo en que cabe ubicar la resistencia ácrata en este contexto de la protesta
domesticada.
3. BIO-POÉTICA LIBERTARIA
Entendiendo la “doctrina” como una cristalización de la teoría, una suerte de endurecimiento
dogmático del pensamiento, pudo darse, en los libertarios de la primera hora, una síntesis de
estas dos facetas: “creían” en los principios del anarquismo y, al mismo tiempo, “vivían”
anárquicamente. Había en su temperamento como un principio de inquietud, incluso de
desorden, y una exigencia de vivir a cualquier precio las ideas. Cabe representarse a Bakunin
como un exponente diáfano de esa dualidad perfectamente conciliable, un “filósofo
activista”…
Mientras las ideas del anarquismo reflejaban y respondían a un horizonte histórico-social que
les confería visos de veracidad; mientras, por así decirlo, aparecían “llenas” de realidad y se
podía creer perfectamente en su dimensión utópica (por lo que cabía alentar, en los hechos, el
ideal de la Revolución); en esa etapa inicial del Capitalismo y del movimiento libertario, era
factible que convivieran en una misma persona lo doctrinario-anarquista y lo “existencial”.
Al lado de Bakunin, también Kropotkin se enfrenta a la vida desde una perspectiva
“creativa”, artística, “decisoria”, componiendo un “biotexto”.
De la mano del socialismo, se estaba reeditando, con retoques espectaculares, la racionalidad
política clásica; y las ideologías obreristas encajaban perfectamente en la realidad. Los
“teóricos” eran, a su vez, “agitadores”; y lo mismo gastaban sus energías en escribir un libro
que en escapar de una cárcel. Eran perseguidos a menudo por publicar sus opiniones, y
saltaban de país en país viviendo profunda y peligrosamente sus ideales. El anarquismo
originario, el de Bakunin, Kropotkin, Proudhon o Malatesta, era doctrinario y “existencial”.
Pero, conforme avanza el siglo XX, los planteamientos del anarquismo originario van
despegándose de la realidad, pues son cada vez más las circunstancias y condiciones
históricas nuevas que ya no contempla (por ejemplo, la emergencia de una subjetividad
obrera reconciliada con el Capitalismo). A la par, las formas de protesta se encasquillan, se
petrifican, logrando la aceptación administrativa en la medida en que quedan para siempre
iguales a sí mismas, presas de sí mismas: obedecen a una razón política que ha iniciado ya el
“viaje de vuelta” desde la contestación a la aprobación y a la legitimación. Lo que en el siglo
XIX fue un arma contra lo dado, en el XX deviene mordaza…
Y aparece, entonces, una curiosa y muy nociva figura: la de esas personas que “creen” en la
doctrina anarquista (colectivista o individualista), que con frecuencia militan en
organizaciones anarco-sindicalistas o nominalmente revolucionarias, y que llevan, no
obstante, una existencia absolutamente “ordenada”, perfectamente adaptada al sistema
capitalista, desempeñándose a veces como funcionarios (“anarcofuncionarios”), o dirigiendo
una empresa o viviendo casi con agrado del salario… No hay nada de “anarquía” en sus vidas
cotidianas, pues se desenvuelven bajo patrones de comportamiento burgueses o pequeñoburgueses.
Aquí se da un “anarquismo solo doctrinario”, sin correlato existencial o
espiritual… Una ideología contra el sistema y una vida que lo reproduce óptimamente:
pensamientos que no se viven y vidas que no se quieren pensar… Estos seres declaran creer
“aún” en la Utopía, pero es esa una manifestación de orden cínico: “Mientras declare en
público creer en la Revolución, seré bien recibido en los círculos que me interesan; aunque
viva como un reaccionario y todos lo sepan”.
Al lado del “doctrinario marxista” (pensemos en L. Althusser, afiliado al Partido Comunista,
dando clases en la Universidad y viviendo como cualquier acomodado), encontramos al “solo
doctrinario anarquista”. Pero la “coartada” que esgrime el marxista no le sirve al anarquista:
“El Capitalismo —nos susurra el materialismo histórico— es una fase necesaria para el
advenimiento de la sociedad comunista; y tiene que cumplir, indefectiblemente, sus tareas en
la historia (desarrollo tecnológico, incremento de la capacidad productiva, maduración de las
consciencia de los trabajadores,…). Mientras tanto, mientras eso ocurre y se van agravando
progresivamente sus contradicciones internas, nosotros, los revolucionarios, podemos
dedicarnos a la lucha cultural, política, ocupando espacios de poder, posiciones de influencia,
desenmascarando ideologías adversas, escribiendo libros para que la gente comprenda mejor
a Marx, organizándonos, formando a los compañeros menos preparados, etcétera… Para todo
ello, nos conviene acumular recursos, fortalecer nuestras economías, arraigar en la solvencia.
No debemos permitirnos infantilismos como los de Kropotkin y otros anarquistas
irreflexivos, que renunciaron voluntariamente a sus propiedades o se desprendieron
impulsivamente de sus medios”.
Al no creer “tanto” en las leyes de la historia, en las fases necesarias, en el lado “positivo” del
Capitalismo, los anarquistas se quedan sin ese reconfortante “mientras tanto”, sin aquel
pretexto farisaico justificador de toda integración; y se ven impelidos a vivir inmediatamente
sus ideas, a “realizar” en el aquí y ahora su pensamiento. El gesto de Kropotkin, al repartir
sus tierras entre los campesinos, aboliendo sus privilegios de clase y huyendo de una posición
objetiva de explotador del trabajo ajeno, responde a esa exigencia teorético-vital… Cuantos,
llamándose “anarquistas”, prescinden de vivir su pensamiento para instalarse visiblemente en
la sociedad y en el Estado que alegan combatir, anegan su trayectoria, ayunos de la coartada
servida por el marxismo, en la doblez esquizoide y en la hipocresía más común…
Sobran las “doctrinas”, alforjas demasiado pesadas para viajes que jamás habrán de hacerse o
que, en todo caso, se harían mejor sin tanta carga. Pero no sobran los principios, los valores,
las ideas… El anarquismo existencial comparte con el doctrinario algo así como el motor
profundo del movimiento libertario: detesta al Capital y al Estado, reniega de la Autoridad y
de la Disciplina, rehuye el trabajo en dependencia, da la espalda al
Productivismo/Consumismo, no admite la idea de Patria ni la práctica política de la
Representación, canta a la Acción Directa y a la Ayuda Mutua… En la psique de cada
anarquista espiritual hay lugar para muchos de esos rasgos, que se darán en mayor o menor
medida, ni siquiera siempre todos, con ausencias notorias en ocasiones. Pero lo que distingue
a este libertario es su negativa a separar la teoría de la práctica, y no solo porque, como ha
recordado J. Derrida, todo acto de teoría es un acto de práctica en la teoría y cada acto de
práctica lo es de teoría en la práctica; sino porque, para él, el pensamiento es una herramienta
para la vida y para la transformación de la vida, una herramienta que se construye “viviendo”.
El pensamiento se manifiesta en la cotidianidad, y es ese devenir diario el que
constantemente lo re-hace. Ya que aspira a “vivir sus principios”, en cierto sentido el
anarquista existencial compone un “bio-texto”…
Externamente, el rasgo más llamativo del anarquista espiritual es su modo de entender la
existencia, de encarar el futuro, de “decidir” sus días: vive la vida como “obra”, y la quiere
“de arte”. Se enfrenta al futuro como el escultor a la roca, “creando”, “inventando”; para nada
sigue las “instrucciones de uso” (G. Perec) de la vida, aceptando la existencia estándar, el
muy dictado “modo de empleo” de los días. Es un “artista” en el vivir; su especialidad es la
vida misma, una vida que se compone, que se diseña, ética y estéticamente, como
recomendaban O. Wilde y M. Stirner. Los anarquistas existenciales presentan biografías
extrañas, desenvolvimientos vitales que incluyen episodios a menudo inauditos, “capítulos”
insólitos —vidas “novelescas”, “literarias”, un tanto impredecibles.
En la fenomenología experiencial de los “anarquistas existenciales”, dos rasgos llaman la
atención: dificultades para soportar la “repetición” y, como consecuencia, tendencia a la
ruptura, a la huida, a las separaciones que desgarran. De la mano de la “repetición”, se filtra
en el devenir la instalación, el acomodo más ruin, el empequeñecimiento burgués; y los
anarquistas espirituales buscan siempre algo distinto, acaso el sabor de la existencia,
intensidad y “viveza” para sus jornadas, a veces el aroma de un riesgo y de una aventura en
absoluto arbitrarios. Por eso, no se aposentan, no se “clavan”, no permanecen
indefinidamente en ningún lugar. De ahí, que su talante sea más bien el de un fugitivo.
El anarquista existencial es un enemigo del Sistema que lo combate en sí mismo, pugnando
por “desistematizarse”. Deniega en sí lo que no estima en los demás, y lo confronta
conscientemente. Para la lucha, se autoconstruye ética y estéticamente. “Desarregla” su vida
y lanza sobre el afuera y el cuestionamiento del afuera una perspectiva siempre poética,
“creativa”, “imaginativa”, abierta a la fantasía, al juego, a la más saludable de las locuras, a lo
no-racional… Sortea, así, todo el ámbito de la protesta domesticada.
Una dosis, grande o pequeña, de espíritu libertario, de “anarquismo existencial”, hemos
llegado a percibir en la vida/obra de autores tan diversos y distantes como los siguientes, que
referimos en un perfecto desorden: Diógenes el Perro, al frente de los quínicos antiguos, e
Hiparquia, integrante del mismo movimiento, precursora inadvertida de secuencias teóricoprácticas
que acabaron insertándose en variadas luchas de las mujeres; Heliogábalo, el
“anarquista coronado” a quien cantó A. Artaud, niño-dios-emperador que se vende por
cuarenta céntimos a las puertas de los templos romanos y de las iglesias cristianas, y el propio
A. Artaud, diciéndose embrujado por los tarahumara; G. Borrow, infante que atraviesa solo
toda Europa, de Inglaterra a Rusia, y acaba integrándose en un clan gitano, y A. Pushkin,
tentador también de la trans-etnicidad, seducido por los cíngaros; R. M. Valle-Inclán en
México, donde nada se le había perdido y donde perdió un brazo; A. Rimbaud, que abandona
la poesía muy joven, en contra de la opinión de la crítica, del público, de todo el mundo, y
Ch. Bukowski, que lo abandona todo desde el principio, salvo la escritura; Pierre Riviére, el
asesino que encantó a M. Foucault, y que se burló genialmente de la justicia y de la medicina
de su tiempo, y puede que el propio M. Foucault en sus andanzas por Centroamérica y en los
últimos años de su vida; Ph. Mailänder, el filósofo de la “voluntad de morir”, que se suicidó
al día siguiente de la publicación de su primer y último libro, ahorcándose sobre la pila de los
ejemplares recibidos; F. Nietzsche, renunciando a la brillante carrera universitaria que se le
auguraba en Basilea y K. Jaspers abandonando la docencia tras el ascenso de fascismo; H.von
Kleist, romántico al que le cabe el orgullo de haberse ganado la antipatía y hasta el odio de
W. Goethe, ese estadista; Lou Salomé, advirtiéndonos de las miserias del psicoanálisis y
procurando alejar a R. M. Rilke de S. Freud, su maestro; O. Wilde, abriéndonos su corazón,
tan extraño, desde la cárcel, y F. Dostoievski, agradeciéndole sinceramente al zar su encierro
en la colonia penitenciaria de Siberia; W. Benjamin, pegándose un tiro ante el espejo, quizás
porque no quería que ese tiro se lo pegara la vida misma en EEUU, hacia donde se
encaminaba en fuga del nazismo; V. Bolten, oponiéndose a todo el principio de realidad
patriarcal de su país y de su tiempo; V. Van Gogh, en su bello y durísimo “margen”; J. Genet,
ese depravado que fue de lo malo (la delación y la colaboración con las autoridades
penitenciarias) a lo peor (la estima de la clase política francesa y el aplauso de los
gobernantes); el Bosco, con su enigma impenetrable; H. Arendt en Jerusalén, rompiéndonos
los esquemas en relación con la índole no-monstruosa de la camarilla de Hitler,…
Solo en los anarquistas del espíritu, en los libertarios existenciales, detectan las sociedades
democráticas occidentales, y en lo que concierne a su propio ámbito cultural, un surtidor no
controlable de disidencia y de contestación, así lo creo.
4. SENTIDO DE LA DESISTEMATIZACIÓN
Ante la crisis del Relato de la Emancipación, y de la forma de racionalidad política en que se
inserta, sentimos la necesidad de cambiar de vocablario, de inventar conceptos preventivos
que nos pongan a salvo de los horrores suscitados por las categorías aún hegemónicas. Y
hablamos entonces de “desistematización”, expresión que se opone frontalmente a las series
discursivas alentadas por conceptos como “alienación”, “distorsión ideológica”, “falsa
consciencia”, “vanguardia consciente”, “minoría consciente”, “labor de ilustraciónconscienciación”,
“disciplina consciente”, “maduración de la consciencia de los
trabajadores”, “consciencia de clase”…
La desistematización “deja en paz al otro” y no mete las manos en su “consciencia”: ahí
revela su matriz anti-pedagógica. Para la desistematización, en cierto sentido, nada va mal en
el otro y nada hay que rectificar en su subjetividad: la alienación, por ejemplo, o no existe o
afecta también al campo del denunciante, por lo que no puede ser curada desde un milagroso
“afuera”. Las gentes, como dirían J. Baudrillard y P. Sloterdijk, son tal y como las vemos.
Pertenece a la racionalidad política clásica el prejuicio de que la lucha transformadora pasa
por la “conversión” y “movilización” del otro, de un otro afectado por alguna “tara”, por un
“déficit”, por un “velo”, siempres resueltos, desde el “exterior”, por minorías ilustradas.
Avanzando en sentido contrario, la desistematización, por anti-pedagógica, parte más bien de
la crítica de M. Bakunin: no se necesitan “yugos bienhechores” que caigan sobre el pueblo
desde arriba, puesto que las gentes ni son “menores de edad” perpetuas ni arrastran taras,
déficirts o maldades congénitas —deberíamos dejar de representarnos al ciudadano como una
suerte de “escolar” necesitado de instrucción, de “formación”, demandante de aulas, iglesias
o Estados.
De forma inmediata, el término “desistematización” sugiere que somos el Sistema, por lo que
nuestra capacidad de crítica no debería dirigirse solo y siempre a entidades “externas” ya
sobradamente desacreditadas (la Oligarquía, los Ricos, los de Arriba, el Capital,…). Somos el
sistema en cada acto de compra, de venta, de mando, de obediencia, de trabajo… Y, entonces,
la lucha contra el Capital y el Estado puede empezar, precisamente, por nosotros: localizar y
extirpar los puntos en los que el capitalismo se ha incrustado en nuestro ser, se ha
“encarnado”. Estamos “sistematizados” porque nos hemos convertido en la cifra “corporal”
del Capitalismo: para saber en qué consiste, basta con observarnos a lo largo del día.
En segundo lugar, estamos sistematizados porque nuestra vida cotidiana se resuelve en un
interminable “saltar de sistema en sistema”: sistema residencial, sistema de transporte,
sistema escolar, sistema laboral, sistema de salud, sistema de seguridad, sistema del ocio…
Cada sistema es un lugar de consumo casi forzoso y una instancia de supresión de nuestra
autonomía. Cada sistema justifica y reproduce las “profesiones tiránicas” que se esconden
detrás de él y a los técnicos, especialistas y demagogos, todos pedagogizados, que lo diseñan
y reforman periódicamente. En los sitemas muere la libertad, porque es el hombre el que debe
adaptarse a sus dinámicas, horarios, lógicas. Nuestros días quedan definidos, en lo empírico,
por la sucesión y combinación de sistemas que debemos transitar para cumplir cualquier
objetivo. Es, pues, el Estado, con sus burocracias del bienestar social, el que ha configurado
nuestras jornadas.
Por ello, “desistematización” quiere decir confrontación con los aspectos del capital y del
Estado que nos constituyen, reducción o evitación de las maneras en que nuestra cotidianidad
reproduce el capitalismo, debilitamiento de la propensión a comprar-vender-mandarobedecer-
trabajar… Y, en su segunda acepción, sugiere una recuperación, individual y
colectiva, de parcelas de nuestra autonomía, de nuestra libertad, que nos fueron robadas y
regladas por la Administración: educación, salud, seguridad, desplazamiento,…
Ha pertenecido a la lógica del Capitalismo acabar con todos los vínculos “primarios” o
“naturales”, con todas las modalidades de la comunidad, para asegurarse la máxima
atomización del tejido social y, por tanto, la máxima dependencia de la persona en relación
con el Estado. Lo denunciaron J. Ellul y L. Mumford, en obras un tanto olvidadas… Sin
comunidad a la que recurrir para satisfacer sus necesidades originarias (sin clan, sin
vecindad, casi sin familia), incapaz también de valerse por sí mismo en medio de las
complejidades de la sociedad actual, todo lo debe esperar del Estado y todo se lo debe exigir
al Estado. El Estado le sistematiza la existencia de arriba a abajo; y él debe someterse a esa
axiomática, consciente de su impotencia. En este sentido decía I. Illich que los sistemas del
bienestar social son “inhabilitantes”.
Pero es este “individuo”, elaborado por el Capitalismo sobre el telón de fondo de la cultura
occidental, el que, sancionando la muerte de la comunidad, debe retomar la tarea de la
desistematización. No se trata de un proceso exclusivamente “individual”, pues cabe tentar
recuperaciones de esferas de autonomía en grupo, colectivamente, como ocurre en el caso de
los espacios educativos no-escolares o los sistemas de vigilancia vecinales. Pero el sujeto
particular sí ostenta, en esa praxis, una cierta preeminencia lógica: de los “individuos”
replegados sobre sí mismos, que no soportan el clan, la familia, ni siquiera la pareja, no cabe
esperar ya verdaderas “fraternidades” (las cuales solo afloran allí donde la comunidad
conserva la primacía ontológica, ética y epistemológica), sino apenas meras alianzas,
“pseudo-fraternidades” en todo caso “estratégicas”. Por ello, la desistematización incumbe en
primer lugar al individuo…
Hay un ejemplo elocuente de la pérdida occidental de la comunidad: la naturaleza de la
asamblea y de la democracia. Donde hay “comunidad”, en la asamblea no se producen
divisiones irresolubles y de hecho no se vota (impera el acuerdo colectivo, no importa el
tiempo que se tarde en alcanzarlo). Donde subsiste la comunidad, como en determinados
reductos de los pueblos originarios, los cargos son rotativos y no remunerados; y se conciben
como un servicio natural al grupo, una prestación solidaria que proporciona estima. Por el
contrario, dondo ya solo cuenta el individuo, como en las áreas occidentales, la asamblea
degenera en batalla de egos, con divisiones insalvables y votaciones mecánicas; y la
democracia deviene histrión representativo, con cargos remunerados. Desfallecida la
comunidad entre nosotros, con sujetos atomizados, psicológicamente débiles y socialmente
impotentes, haría falta el candil de Diógenes para encontrar al Sujeto que demanda el Relato
de la Emancipación. Pero si hablamos de desistematización, una suerte de programa menos
soberbio, aunque sin tantos “afiliados”, el sujeto ya esta dado y no hay otro: el individuo.
La desistematización es, pues, un proceso de deconstrucción, de descodificación, que apunta
a una re-invención personal. Estamos hechos para la adaptación social, pero podemos
deshacernos y re-hacernos para la lucha. Y este proceso halla su lugar natural en los
márgenes. Porque el centro del Sistema es el ámbito del asentamiento y del asentimiento; y la
descodificación se contempla como una carrera y un disentir, como una huida hacia los
márgenes, dejando también atrás las periferias. Mientras las periferias transan con el Capital
y el Estado, y a menudo más parecen trampolines para saltar al Centro, los márgenes
defienden su insobornabilidad y su independencia relativa.
No habiendo nada “fuera” del Sistema, este sí cuenta con márgenes: lugares alejados de la
centralidad en los que la influencia del Capital y el Estado en cierta medida desfallecen. Ante
esa postración relativa del Sistema, se abren posibilidades para la recuperación de espacios
fragmentarios de autonomía. Y esa recuperación ya es parte del proceso de auto-construcción.
Los márgenes nunca se alcanzan plenamente: se tiende a ellos. Son una deriva, un caminar,
un avance, al ritmo de cada quien, variable, desigual. Y se pueden ensayar varias carreras al
mismo tiempo…
Descodificarse, auto-construirse y correr al márgen es difícil, doloroso. Aquí se da una
antítesis absoluta con el discurso de la Revolución: la desistematización es muy radical en sus
medios (suprimir la instalación, la vida cómplice, el acomodo antes solo burgués y hoy ya
también “popular”, los bienestares administrados) y muy humilde en sus metas —voluntad de
salud espiritual, de recuperar el cuerpo, de huir como quien busca un arma—; mientras que la
Revolución aspira a la creación de un Nuevo Mundo exigiendo a fin de cuentas muy poco
(militancias, marchas, votos,…).
Los márgenes son plurales. Hay “márgenes laborales”, como los de los busca-vidas urbanos;
los nómadas autónomos, tal los gitanos antiguos; los campesinos de subsistencia; los
mendigos voluntarios y todas esas personas que hallaron el modo de vivir sin trabajar o bajo
un trabajo mínimo. Y hay “márgenes educativos”, como los señalados por los padres que
retiran a sus hijos de las escuelas y educan en casa o en grupo; como el de los autodidactas
empecinados; como el de los colectivos que se constituyen para saciar la necesidad de saber
por fuera del Estado y de sus instituciones. Y hay “márgenes energéticos”, como los de las
gentes que se procuran su electricidad sin contratar con las empresas. Y hay “márgenes
dietéticos”, como los de las personas que cultivan sus propios alimentos o se nutren de forma
heterodoxa, irregular, aleatoria. Y hay “márgenes residenciales”, como los de quienes
huyeron de las ciudades para vivir de modo alternativo en el medio rural o en el monte; como
los de aquellos que, contra la ley y el hábito, todavía se atrevieron a construirse su propio
habitáculo, con sus manos y la ayuda de compañeros. Y hay “márgenes tecnológicos”, como
el de los seres que experimentan con el decrecimiento radical o el primitivismo. Y hay
“márgenes domiciliarios”, vinculados a la ocupación o al empadronamiento ficticio. Y hay
“márgenes civilizatorios”, representados por las culturas-otras hostiles a la integración en
marcos occidentales. Y hay…
——————–
NOTAS
1) Subyace a ese planteamiento aquella concepción logocéntrica de la historia contra la que se revolviera una y
otra vez Nietzsche, como ha recordado M. Foucault: «En realidad, lo que Nietzsche nunca cesó de criticar es
esta forma de historia que introduce (y supone siempre) el punto de vista suprahistórico: una historia que tendría
por función recoger, en una totalidad bien cerrada sobre sí misma, la diversidad al fin reducida del tiempo; una
historia que nos permitiría reconocernos en todas partes y dar a todos los desplazamientos pasados la forma de
la reconciliación; una historia que lanzara sobre todo lo que está detrás de ella una mirada de fin del mundo.
Esta historia de los historiadores se procura un punto de apoyo fuera del tiempo; pretende juzgarlo todo según
una objetividad de apocalipsis, porque ha supuesto una verdad eterna, un alma que no muere, una conciencia
siempre idéntica a sí misma. Si el sentido histórico se deja ganar por el punto de vista suprahistórico, entonces la
metafísica puede retomarlo por su cuenta.» («Nietzsche, la genealogía, la historia», en Microfísica del poder, La
Piqueta, Madrid, 1980, p. 18-9).
2) Así lo denunció, con toda elocuencia, J. Baudrillard (El espejo de la producción, Gedisa, Barcelona, 1980, p.
178 y siguientes).
3) Asunto recreado por J. L. Godard, en su film La Chinoise (1967). Para profundizar el análisis sociológico
filosófico de «la juventud» en nuestras sociedades, continúa resultando imprescindible el estudio clásico de
Estanislao Zuleta («La juventud ante la crisis actual», en Elogio de la dificuktad y otros ensayos, Hombre
Nuevo Editores, Medellín, 2007).
e2007, p. 93-115).
4) Véase, a este respecto, «La Utopía ha perdido su inocencia» (entrevista de Fabrice Zimmer a P. Sloterdijk,
publicada en Magazine Littéraire, en mayo de 2000). Cabe acceder a ella por internet:
http://www.alcoberro.info/V1/sloterdijk.htm#slo1
5) Para este asunto, resulta esclarecedora la entrevista que realizó Glenda Vieites a Zygmunt Bauman, en la que
se des-idealiza el papel social de los marginados en conflicto. Cabe acceder libremente a «Entrevista a Z.
Bauman» (2012) por Internet.
6) Determinadas corrientes feministas de nuestro tiempo vienen dando la espalda, en este punto, al idilio que el
movimiento por los derechos de las mujeres y las organizaciones comunistas mantuvieron al menos desde los
días de A. M. Kollontái.
7) En esta línea, cabe destacar la obra-hito de Gilles Deleuze y Felix Guattari, Anti-Edipo. Capitalismo y
esquizofrenia (1972).
8) «No disfrutamos trabajando, no disfrutamos en el paro», cantó Evaristo, al frente de La Polla
Records,sumándose en cierta medida a una tan optimista perspectiva (álbum Salve, 1984).
9) Recordemos Los condenados de la tierra, obra clásica de F. Fanon, referencia fontal en esa exploración
(1971).
10) Términos de G. Agamben, en Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida (1999).
11) Cabe ubicar a Toni Negri y Michael Hardt, autores de Imperio (2002), vinculados a la revista Multitudes, en
una determinada línea de búsqueda («posmarxista») del sustituto funcional del proletariado.
12) Desplazamiento de la perspectiva muy influenciado por los movimientos sociales de los años setenta, que se
concretará en los análisis «sectoriales» de Michel Foucault y otros investigadores de la denominada Teoría
Francesa (Deleuze, Querrien, Donzelot,…), interesados por los juegos del poder y de la resistencia en ámbitos
específicos, tal la Escuela, la Familia, la Cárcel, el Manicomio, la Sexualidad, etc.
13) Para una revisión de la ya achacosa mística de la Sociedad Civil, remito a «El largo siglo de la
violencia»,artículo de J. Keane (en Debats,Valencia, 1997, p. 38-49).
14) Desde las postrimerías del siglo XX, y como última generación de rastreadores del Agente Transformador,
muchas individualidades y no pocas organizaciones reconocieron en el indígena sublevado al Actor que se
echaba en falta, al sustituto funcional del Proletariado. La gesta de los indios de Chiapas, bajo la bandera
zapatista; la resistencia de los indígenas de Oaxaca, decantados hacia el magonismo; la insubordinación
mapuche, etc., excitaron las simpatías de las minorías descontentas, a un lado y a otro del Atlántico, y se celebró
con entusiasmo la emergencia de un nuevo y poderosos sujeto socio-político. Como el portador de este nuevo
relato no era indígena, como el objeto de la seducción radicaba en las luchas de los otros, blancos y mestizos,
formados en «nuestras» universidades, inventaron nuevos conceptos, nuevas categorías, para tender un puente
entre las culturas, para soldar las «causas» de los indios y de los afrodescendientes con la Causa residual de los
intelectuales descontentadizos de Occidente; y se habló entonces de «activismo transfronterizo», de «redes de
solidaridad local-global», de «subpolítica transnacional» (Boaventura de Sousa Santos, «Nuestra América», en
Chiapas, núm 12,México, 2001, p. 37); de apertura colaboradora a todas las formas de resistencia nacionales e
internacionales levantadas contra el neoliberalismo y la globalización capitalista, de alianza entre los diversos
sujetos sociales de la protesta (indígenas, obreros, estudiantes, mujeres oprimidas, minorías sexuales,…), en la
línea de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona y de las proclamas de la Otra Campaña zapatista, debidas
fundamentalmente al Subcomandante Marcos; de los «pluri-sujetos» orgullosamente enfrentados a la
apisonadora cultural occidental, enlazados por un mismo afán decolonial y la bonita propuesta de buscar, no ya
la respuesta a nuestras preguntas en las «luchas de los otros», sino un sustento para las «luchas de todos» en las
preguntas de los otros (R. Grosfoguel, por ejemplo, como un punto de desenlace del llamado Pensamiento
Latinoamericano, «Descolonizando los univesalismos occidentales», en El giro decolonial, Siglo del Hombre
Editores, Bogotá, 2007, p. 63-78), etcétera.
15) Hablo de «tardo-sujeto» para señalar una cosificación, un supuesto Agente (permanente) de la
Historia,mitificado como tal, cristalizado en su idealidad transformadora, determinado onto-teoteleológicamente,
de conformidad con las categorías rectoras de la racionalidad política clásica. Y aplico el
término «pseudo-sujeto» para referirme a un Agente ilusorio, postulado institucionalmente, simulación del
Actor elaborada por el orden del poder-saber, en correspondencia con la gestión política de la desobediencia y
con la lógica del «ilegalismo útil» descritas por Foucault.
16) Véase, en esta línea, «El caos en el pensamiento mítico», artículo de E. Lizcano recogido en el libro
Urdimbre (2003, p. 9-27).
17) En su film Viridiana (1961), L. Buñuel dramatiza admirablemente una perspectiva que W. Blake desliza una
y otra vez en Las bodas del Cielo y del Infierno: el modo en que las supuestas bondades de la ética cristiana
(compasión, caridad, amor al prójimo,…) arraigan necesariamente en una subjetividad turbia, morbosa,
secretamente necrófila, cuando no coprófaga. Al cabo de unos siglos, Nietzsche extraerá todas las consecuencias
filosóficas de esta singular perversidad del bien anotada por el grabador y poeta visionario.
18) En América del Sur, la guerrilla clásica, que importó el pensamiento «liberador» de Occidente, se trajo
también, en el kit, el síndrome funesto. Hombres de los estratos sociales superiores, formados en las
Universidades (ferozmente «clasistas» en el área), se pusieron muchas veces al frente de la insurgencia…
«Henry», uno de los fundadores de «La Cometa», organización político-militar en sus inicios, que hizo parte del
Ejército Popular de Liberación, me reveló la consigna nunca dicha, pero «sentida», asumida por la dirigencia de
ese movimiento guerrillero, una consigna rigurosamente cínica: «Vencer o París». Me habló de esos «señores»,
que se sirvieron de la causa popular, causa «ajena», para viajar por toda Europa, con el pretexto de «difundir» el
proyecto revolucionario, comiendo en los restaurantes más caros, hospedándose en los mejores hoteles de París,
departiendo con todo tipo de representantes de los poderes establecidos. Burgueses que se vincularon entonces a
distintas organizaciones, a menudo del ámbito de los derechos humanos; y que hoy siguen «trabajando» para
ellas, vale decir: «viviendo», como ellas, del conflicto, de las masacres, de los cadáveres… «A mayor crueldad,
cuantas más muertes —me dice «Henry» —, más plata para esas organizaciones». Me cuenta que se ha
suscitado, incluso, un interés, apenas ocultable, en inflar las cifras… El Cielo que estos «movilizadores del
pueblo» consiguieron ganarse ni siquiera es ya el de los revolucionarios: es el Cielo de la aprobación
«izquierdista», de la reputación en los ambientes internacionales del «progresismo» institucional —un crédito
político que renta económicamente.
19) En lo documental (programas, manifiestos), sostienen discursos «antagonistas», enraizados en las modas
contestatarias regionales de los último años, convergentes con posicionamientos teóricos de intelectuales muy
respetados en estos ambientes disconformes, como Boaventura de Sousa Santos, John Holloway, Atilio Boron,
Pablo González Casanova,… Y hablan, entonces, de «confluencia» en las luchas, de «coordinación» entre los
diferentes movimientos sociales, de «construcción del sujeto político colectivo», de «cooperación» en el respeto
de la autonomía de las organizaciones,… Pero, en lo operativo, despliegan estrategias tendentes a la
«rentabilización» (económica, política, cultural) de la movilización indígena. Habiéndose ganado el Cielo de la
respetabilidad ideológica anti-capitalista, los laureles de la «lucha social» y del «activismo político»,
usufructúan, de muy diversos modos, tanto el genocidio de paso lento que se cierne sobre las comunidades
indígenas como los esfuerzos de auto-organización y denuncia pública en que se concreta su resistencia.
20) Los sudamericanos que se aproximan, valga el ejemplo, a la «causa» indígena, a la que proclaman
«consagrarse» en ocasiones, blancos y, sobre todo, mestizos, en tanto especificaciones de esa Subjetividad
Única que el demofascismo contemporáneo globaliza, como señalé en El enigma de la docilidad, no son
capaces de desterrar la proclividad «colonizadora» de la Ratio moderna, la inclinación al avasallamiento de la
forma burguesa de racionalidad. A fin de cuentas, su cultura es la occidental; y, como ya señalara Fanon hace
más de cincuenta años, siguen apareciendo, en el contexto intelectual de sus países, como «capas ilustradas»
occidentalizadoras.
21) Así ha caído la tropa psico-socio-terapeuta, en la contemporaneidad, sobre la propia institución familiar,
sobre las relaciones filio-parentales, como atestiguara hace años J. Donzelot en La policía de las familias
(1979).

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