ANARQUISMO Y ANTIDESARROLLISMO

Anarquismo y antidesarrollismo

Por Miquel Amorós Publicado el Ene 24, 2020

Compartir

Publicidad

En los periodos de crisis de autoridad, donde la normalidad queda redefinida por la corrupción, la mediocridad y la incompetencia de los dirigentes, es frecuente que a muchos les repugne obedecer o ser mandado, por lo cual es fácil que los sentimientos de justicia social, igualdad y libertad busquen en el anarquismo la expresión intelectual más adecuada. Entonces, para ser efectivo como idea, el anarquismo ha de actualizarse sumergiéndose en una realidad tornadiza, detectando los cambios habidos a fin de poder explicarlos y afrontarlos de acuerdo con su punto de vista, para terminar sugiriendo vías de intervención coherentes que empujen las luchas sociales hacia prácticas y metas libertarias. A tal objeto, no ha de perder la memoria, que constituye su principal bagaje, pero para orientarse en nuevos escenarios gracias a la experiencia pasada, no para atrincherase tras dogmas inamovibles y sobrevivir con comodidad entre las tenues cortinas de la fantasía ideológica. La historia es lo que tienen en común todos los anarquistas, lo que constituye en cierto modo su fuerza moral y lo que les preserva de contaminarse con ideas espurias, ajenas a su ser.

La realidad hay que buscarla en las condiciones materiales de existencia, que hoy son las que corresponden a una sociedad de consumo, tecnológica y masificada. La diferencia con etapas anteriores es importante. El anarquismo se desarrolló en una sociedad de clases y ha llevado hasta hoy la impronta del movimiento obrero autónomo, reflejada fielmente en sus principios, en sus métodos y en sus objetivos, claramente obreristas. Sin embargo, el triunfo final del capitalismo significó el predominio de la economía sobre las demás esferas de la actividad humana y sobre el entorno: todo se volvió económico. No solo el mundo del trabajo, sino el territorio, fue subsumido en el capital. La economía absorbió la política. La clase obrera fue expulsada casi por completo de la producción, perdiendo una posición privilegiada. La fracción aburguesada de los asalariados –sobre todo funcionarios y empleados- llegó a ser mayoritaria y determinó la conducta conformista característica del sindicalismo oficial y el reconocimiento popular de la función mediadora del Estado, la otra cara del Capital. Su bajo nivel de conciencia social bloquea cualquier planteamiento anticapitalista y antiestatista en su seno. Son la base social del régimen político partitocrático.

Los anarquistas tiene ahora que encararse con unas condiciones políticas, sociales y ambientales muy diferentes a las de periodos anteriores. Las clases dirigentes hallaron en el crecimiento económico sostenido el arma para liquidar toda la problemática social, tal como hoy ven en la industria “verde”, el arma que acaba con la problemática ecológica. En consecuencia, el desarrollismo, a menudo etiquetado de “sostenible”, ha llegado a ser la ideología de la dominación, como lo había sido antes la idea de progreso, y la industrialización de la vida y del territorio es su materialización cotidiana.

Para culminar el panorama, el carácter destructivo del capitalismo plenamente desarrollista se puso de manifiesto, primero, con la invasión de productos sintéticos en la vida cotidiana tal como denunció el anarquista americano Murray Bookchin: detergentes, plaguicidas, cosméticos, aditivos alimentarios, conservantes etc. Luego fue la urbanización salvaje, la acumulación de residuos y la contaminación; y finalmente, la disminución del ozono estratosférico, la amenaza nuclear y el calentamiento global. El capitalismo resultaba dañino para todos los seres vivos, ya que amenazaba con extinguir a todas las especies, la humana incluida. Era evidente que el desarrollo capitalista, dependiente cada vez más de la tecnología, lejos de solucionar problema alguno, añadía nuevos que eran mucho peores. El crecimiento económico mantenía una relación directa tanto con la pobreza, la guerra y la enfermedad, como con el deterioro ambiental y la destrucción de los ecosistemas. La cuestión ecológica si situaba en el centro de la cuestión social. La causa de la igualdad y de la libertad confluía con la causa de la naturaleza, y por consiguiente, las luchas contra la explotación económica, contra el patriarcado, contra los desahucios, etc., debían fusionarse con la defensa del territorio. Ese nuevo planteamiento es la base de la crítica anti-industrial, más conocida por estos lares como antidesarrollista.

El antidesarrollismo es una reflexión racional sobre el devenir nocivo del mundo. No es una simple crítica del crecimiento sin fin de la economía y de la técnica, sino toda una crítica de la ideología del progreso. El antiprogresismo marca una ruptura con toda la crítica social anterior que, prisionera de la perspectiva burguesa, consideraba los adelantos tecnológicos, los descubrimientos científicos y el aumento de la producción como peldaños de la escalera que llevaba a un progreso infinito de la humanidad. Sin embargo, las raíces de la explotación del hombre y de la mujer son exactamente las de la explotación de la naturaleza -de la consideración de la naturaleza como objeto explotable- facilitada por la ciencia y la técnica. Eso es justamente el progreso. El sometimiento implacable de la naturaleza acarrea la esclavitud de la humanidad entera, e inversamente, la esclavización de la humanidad comporta la sumisión de la naturaleza. La intrusión de los valores económicos en todos los ámbitos degrada las relaciones sociales al tiempo que destruye el entorno natural. La ciencia y la técnica puestas al servicio de la economía y desarrolladas únicamente en esa dirección, reproducen y refuerzan el tipo de sociedad que se debería combatir, autoritario, opresivo y artificializado. Ni las ciencias ni las tecnologías son neutras: las hay que favorecen la desigualdad y la explotación y las hay que fomentan la cooperación y la convivencia. Las primeras colonizan la vida cotidiana y la someten a las leyes de la mercancía; las segundas la liberan y fortalecen el sentimiento comunitario. Unas actúan sobre la naturaleza como si fuera un objeto inerte; las otras la tratan con respeto considerándola como sujeto (esa sería otra de las características diferenciales del antidesarrollismo, aprendida de las comunidades indígenas). En fin, unas son autoritarias, y las otras, libertarias.

La economía mundial reposa en el suministro inagotable de energía barata. En el momento en que se constata que los combustibles disponibles de origen fósil y nuclear son limitados, su precio amenaza con dispararse y detener el crecimiento. Lo mismo sucede con determinados metales, con el agua o con el suelo cultivable. Para superar todos los obstáculos, el capitalismo se orienta hacia la industria de las energías renovables y entra en una fase extractivista; entonces el territorio cobra importancia como fuerza productiva. Se convierte en un factor de crecimiento de primer orden, tanto como fuente de energía y proveedor de materias primas, como de soporte de numerosas infraestructuras y planes de urbanización. La explotación intensiva del territorio profundiza el desequilibrio con la naturaleza y es causante de multitud de efectos nocivos pero la existencia del capitalismo hoy en día depende de ello. Desde los años setenta del siglo pasado se vienen sucediendo luchas contra la instalación de centrales nucleares y cementerios de residuos, la apertura de minas de uranio, la construcción de autopistas, ferrocarriles de alta velocidad, vertederos, macrocárceles, pantanos y aeropuertos, la extracción de combustible por fracking, etc., que han demostrado un gran poder de movilización y en alguna ocasión han dado pie a experiencias positivas como ocupaciones, repoblaciones y puesta en marcha de proyectos comunitarios. Y en ellas nos percatamos de que las relaciones de vecindad crean lazos más fuertes que las relaciones laborales, pues el grado de solidaridad existente en las primeras recuerda la fraternidad que soldaba las estructuras comunitarias propias de las antiguas barriadas obreras.

Al contrario de otras luchas, que pueden integrarse en el mundo de la mercancía si la coyuntura es favorable porque no llegan a cuestionarlo a fondo, la defensa del territorio al obstaculizar el crecimiento ataca el corazón del sistema. Eso no quiere decir que las demás luchas sean desdeñables. Todas las luchas importan, puesto que responden a situaciones inaceptables, y el hecho de que las luchas contra toda nocividad abran con más facilidad perspectivas anticapitalistas no es excusa para apartarse de las otras: hay anarquistas allá donde la justicia, la dignidad y la libertad necesiten ser reivindicadas y defendidas. Por otro lado, no conviene idealizar la defensa del territorio; con frecuencia no sobrepasa el horizonte local dominado por la moderación y el “realismo”, con lo que tiende a autolimitarse, evitando con cuidado cuestionar la autoridad, la política de partidos, las instituciones y el sistema económico. El escollo ha sido superado pocas veces y ha contribuido a gran número de derrotas, por no hablar de esa clase de victorias que acaban reforzando al enemigo.

El análisis antidesarrollista parte de que el capitalismo globalizado ha sobrepasado sus límites externos, derivados de la limitación de los recursos disponibles. En consecuencia, las contradicciones que se desprenden de la explotación infinita de unos recursos finitos no han cesado de producirse. Sus efectos conducen al colapso de la civilización capitalista. Para los antidesarrollistas, no se trata solo de sustituir un tipo de energía por otro, o de parar el desarrollo de las fuerzas productivas, sino de desmantelar los medios de producción y cambiar de manera de vivir. El sistema termo-industrial es imposible de aprovechar en sentido contrario, ya que su autogestión reproduciría la misma forma de producir, la misma clase de productos, la misma resignación y el mismo estilo de vida que se quieren abolir. Tanto para dialogar y tejer lazos simbióticos con la naturaleza, como para establecer relaciones igualitarias y libres en la sociedad, hay que salirse de la economía, no apoderarse de ella, y, por consiguiente, las estrategias de secesión serán preferibles a aquellas basadas en la gestión de lo existente. La desurbanización de las metrópolis, la repoblación del campo y la desmonetarización de los intercambios, son las vías adecuadas de la desmercantilización y desestatización del mundo, es decir, del comunismo libertario.

 

Charla sobre antidesarrollismo en el local del Sindicato de Oficios Varios de la CNT-AIT, Madrid, el 18 de octubre de 2019.

Publicada en “CNT-AIT” nº 4, noviembre de 2019.

 

Share