PROXENETAS DE LA LIBERTAD

Proxenetas de la Libertad

Por Jorge Sancho Publicado el Feb 6, 2020

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“La libertad no es más que una vana ilusión mientras una clase de
hombres pueda matar impunemente de hambre a otra”.

Jaques Roux

Comúnmente denominamos proxenetas a quienes se lucran de la actividad sexual de las mujeres prostituidas; es decir, de la explotación y trata de la sexualidad femenina. De manera figurada, podemos hablar también de una forma de proxenetismo intelectual, cuando ciertos individuos abusan sistemáticamente de determinados principios en su propio beneficio. Difícilmente encontraremos un concepto más manoseado en nuestro entorno que el de “Libertad”. A la ideología que se sirve de la manipulación descarada de la idea de libertad la denominaremos en adelante como liberalismo vulgar.

El pasado septiembre unas jornadas dedicadas al “trabajo sexual” en la Universidad de la Coruña desataron una amplia polémica en redes y medios; entroncando con el enconado debate en torno a la prostitución, que desde hace algunos años se viene desarrollando en España. De entre la multitud de artículos publicados como resultado de dicha polémica, llaman la atención los publicados por Clara Serra en la revista CTXT (“Prohibido debatir” del 11 de septiembre, seguido por “Prohibido debatir (sobre derechos humanos)” del 5 de noviembre), precisamente por exponerse en ellos el argumentario arquetípico del liberalismo vulgar.

No vamos a entrar demasiado a valorar el fondo de la polémica ya que, por un lado, hay compañeras abolicionistas que ya lo han hecho en profundidad y, por otro lado, Clara Serra rehúye afrontar en sus artículos el debate entre reglamentarismo y abolicionismo. Lo que sí hace es usar de una manera torticera la defensa de la libertad de expresión como un arma arrojadiza frente a las abolicionistas.

En sus artículos, Clara Serra hace una presentación verdaderamente idealizada de las libertades de las que disfrutamos y del sistema político en el que vivimos. Aparentemente, habiendo renunciado a imponer nuestra verdad y reconociéndonos como seres falibles, los españoles nos habríamos dotado de un sistema óptimo en el que parlamentos, jueces, gobierno, prensa y universidades se equilibran para impedir cualquier abuso. Si hemos de creer a Clara Serra, los intereses particulares no existen en nuestra sociedad, solo opiniones razonadas que se contrastan en espacios de debate neutral.

Esto, obviamente, no es más que una construcción intelectual completamente a-histórica. El régimen del 78 actualmente vigente surge del acuerdo de un sector de las élites franquistas con la dirección del antifranquismo: presionados por el ejemplo de la Revolución de los Claveles y la amplia movilización popular en el Estado español, los albaceas del franquismo se vieron obligados a conceder toda una serie de libertades formales; pero, a cambio de mantener importantes prebendas materiales e institucionales (la continuidad de la Monarquía, la amnistía y el olvido de los crímenes de la dictadura, los privilegios de la Iglesia católica, la no depuración del ejercito o la judicatura…). Como resultado de esa transición “de ley a ley”, la separación de poderes realmente existente en nuestro sistema constitucional no es ni tan estricta ni tan eficaz como el liberalismo vulgar quisiera hacernos creer. Es más, si somos capaces de analizar los múltiples y graves casos de corrupción que han estallado durante la última década, comprenderemos que quien realmente nos gobierna es una partidocracia cerrada con fuertes vínculos con el aparato del estado y el mundo empresarial.

Respecto a la libertad de expresión, España no sale mucho mejor parada: nuestros medios de comunicación son muy poco plurales y están muy concentrados. Mientras las opiniones de extrema derecha o el fundamentalismo católico gozan desde hace años de múltiples altavoces en radio y televisión; las voces de protesta deben padecer el acoso constante de la Ley Mordaza. Serra conoce perfectamente esta realidad, pero prefiere ignorarla para presentar a las abolicionistas como agresivas perturbadoras del orden.

Con todo, lo más repugnante es que en un mismo artículo Clara Serra defienda la legitimidad de Vox a expresarse con plena libertad en las instituciones y denuncie, simultáneamente, el carácter “totalitario” del movimiento abolicionista. Para el liberalismo vulgar, el “totalitarismo”, lejos de definir un régimen o una práctica política concreta, es un anatema con el se insulta a todos aquellos a quienes quiere someter al ostracismo: al no respetar las reglas del debate civilizado, los “totalitarios” quedan automáticamente excluidos de la comunidad política. Tal vez sin darse cuenta de ello, Serra define de manera perfecta el campo de juego del liberalismo vulgar; que históricamente siempre mostró gran comprensión hacia la derecha reaccionaria, a la que consideraba tal vez cruda o desagradable, pero a la que siempre se preocupó de mantener integrada en el juego político, para al mismo tiempo, tratar con absoluta intolerancia cualquier manifestación política a su izquierda. Así fue como el muy liberal régimen británico se coaligó con las monarquías absolutistas europeas para estrangular la Revolución francesa en nombre de la libertad de comercio; también, como durante todo el siglo XIX, los liberales se resistieron tenazmente a la ampliación del sufragio a trabajadores y mujeres por miedo a la supuesta “tiranía de las mayorías”; como las potencias liberales miraron para otro lado mientras el fascismo se apoderaba de Europa durante los años 20 y 30; y como el llamado “Mundo Libre” abrió sus brazos a todo tipo de dictaduras de derechas durante la Guerra Fría. Al parecer, los apóstoles de la libertad negativa soportan muy bien todos los despotismos, menos el de la libertad frente a la tiranía.

Clara Serra comparte esta peculiar ceguera del liberalismo vulgar hacia la reacción, pues sostiene la extraña noción (sustentada no en la experiencia empírica, sino en el mero prejuicio ideológico) de que VOX puede ser integrado en el debate democrático al uso. Las abolicionistas, por el contrario, no pueden esperar tanta generosidad de nuestra filósofa de cabecera; y por osar levantar la voz frente al sistema prostitucional, son expulsadas sin contemplaciones de la república de Platón, bajo la intempestiva acusación de “totalitarismo”.

No es este el lugar para entrar en el debate académico sobre la caracterización de Vox: sobre si podemos definirles directamente como fascistas o solamente como una formación de extrema derecha xenófoba, antifeminista, lgtbfóbica, chovinista, nacionalcatólica y antisocial. Lo que es del todo evidente es que Vox no ha llegado a las instituciones para debatir, sino para intoxicar el debate público e imponer su agenda de recorte de derechos.

Tomemos tan sólo dos ejemplos de entre los muchos disponibles. El pasado mes de noviembre, una diputada de VOX en la asamblea de Madrid se refería al feminismo como un “cáncer”; lo cual significa, literalmente, que el feminismo es una patología que debe purgarse para mantener el cuerpo social sano. También, en la pasada campaña para las elecciones generales, uno de los principales dirigentes de Vox se amenazaba con ilegalizar al Partido Nacionalista Vasco, de lo cual no es difícil deducir que en la visión de la “democracia” de nuestra extrema derecha, fácilmente podrían ser ilegalizados 200 de los 350 diputados del congreso. Para el liberalismo vulgar, estos deben de ser simples excesos verbales. Personalmente, no me gustaría dar a la extrema derecha ninguna oportunidad de demostrar si sus bravatas van en serio.

Que a la extrema derecha de Vox no hay que ofrecerles ni el saludo, es algo que entiende hasta un partido democristiano como el PNV. La inmensa mayoría de sus propuestas no son solo retrógradas, sino manifiestamente ilegales. Algo que no impide a los “liberales” del PP y Ciudadanos pactar con ellos y, de este modo, blanquearles. Desgraciadamente, para un sector de la izquierda española, tal vez todavía aturdida por su rápido paso de las plazas a las instituciones, Vox parece ser simplemente un partido más con el que dialogar en el parlamento.

Clara Serra parte del axioma epistemológico de que el debate de ideas y la libertad de expresión deben de ser ilimitadas; y de que el mero hecho de expresarse en el marco universitario ya ofrece legitimidad a cualquier discurso. Pero ni el lobbismo, ni la intoxicación, pueden ser consideradas como parte del debate cívico, y por desgracia la universidad no es ajena a estas nocivas prácticas. Si una empresa de refrescos aprovecha las dependencias de una facultad para hablar de las ventajas del “consumo moderado de azúcar” o si la embajada de Israel quiere usar unas jornadas sobre antisemitismo para justificar la represión al pueblo palestino; estas son actitudes claramente denunciables y que justifican el llamamiento al boicot. Y aunque a los cándidos espíritus liberales pueda molestarles, el boicot es una forma de protesta democrática no solo legítima, si no de arraigada tradición.

Si vamos a lo concreto, veremos que aquellas prostitutas que defienden su estatus quo como “trabajadoras sexuales” y simplemente denuncian el estigma contra su “profesión”, no tienen coartada en absoluto su libertad de expresión en España. Precisamente porque su discurso no incomoda a los proxenetas de la llamada industria del sexo, tienen abiertos todos los espacios mediáticos del país. Al oponerse vehementemente a que esta visión parcial e interesada del fenómeno de la prostitución se exprese en la universidad, las abolicionistas simplemente tratan de impedir que los intereses del lobby proxeneta se doten de respetabilidad académica.

Todo esto le resulta indiferente al liberalismo vulgar, obsesionado con que prevalezca la imagen de la libertad, pero no tanto con el ejercicio efectivo de dicha libertad. Esto llega al paroxismo con el tema de la prostitución: donde los proxenetas de la libertad están obsesionados con mostrar a alguna mujer que declare haberse prostituido de manera voluntaria, aunque es evidente para cualquiera que conozca como funciona el sistema prostitucional que la inmensa mayoría de mujeres y niñas prostituidas lo son como resultado de coacciones económicas, cuando no han sido directamente forzadas a ello por organizaciones criminales.

La propia Clara Serra no vive aislada en una torre de marfil, durante sus dos legislaturas como diputada en la asamblea de Madrid por Podemos y Mas Madrid ha podido comprobar de primera mano como el Partido Popular madrileño pervertía todos los mecanismos del Estado de derecho en favor de los estrechos intereses de una camarilla tan corrupta como neoliberal. Pero, al igual que el patriarcado obsesionado con la pureza femenina; el liberalismo vulgar debe preservar en todo momento la imagen de virginal neutralidad de sus parlamentos y universidades, no vaya a ser que los oprimidos nos preguntemos a qué intereses sirven realmente.

Desgraciadamente vivimos en tiempos de desarme ideológico y zozobra para la izquierda; de tal manera que unos planteamientos tan vulgarmente liberales pueden incluso pasar por ser parte del bagaje de la “izquierda transformadora”. Tal estado de cosas es intolerable: una perspectiva clasista que tenga en consideración los intereses materiales concretos que se expresan en nuestras instituciones políticas es irrenunciable para la izquierda. Olvidarse de ella es tan dañino como olvidar la dimensión de género: en un caso naturalizamos el patriarcado y en otro naturalizamos el Estado burgués.

La propia democracia tiene un contenido clasista; no en vano es el “gobierno de los pobres”, razón por la cual ha sido rechazada por todo el conservadurismo social desde Aristóteles a Cánovas del Castillo. El liberalismo vulgar querría ver la democracia domesticada, reducida a una serie de procedimientos y garantías jurídicas formales, constreñida por una estricta división de poderes que haga imposible la expresión directa de la voluntad popular (ya nos advierte Serra que hasta un pueblo entero puede equivocarse). En definitiva, un entramado legal que opone enormes resistencias a los movimientos sociales transformadores, pero que no impide a aquellos agentes con contactos y capitales suficientes imponer su agenda con discreción, tras las bambalinas. Por eso, desde la izquierda debemos de ser conscientes de que liberalismo y democracia no son en absoluto sinónimos y de que, si queremos superar el capitalismo, la democracia tendrá también que transcender el liberalismo.

Jorge Sancho Caparrós.

5 de febrero de 2020. Madrid.

 

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