JUSTAMENTE EL COMERCIO

Justamente el comercio
¿Qué es lo que queremos decir cuando hablamos de Comercio Justo? y qué estamos diciendo en realidad. ¿Podemos incorporar al comercio el principio de justicia, o en cambio es al revés, hacemos de la justicia una mercancía más, un objeto de consumo, un pretexto para el comercio? ¿Podemos avanzar algo más entre el nominalismo i la metáfora?…
Posiblemente, cuando llamamos “comercio justo” para designar el peculiar intercambio que llevamos a cabo a la hora de consumir, lo que queremos decir, lo que queremos introducir, es un principio de justicia en el comercio, lo que buscamos son una relaciones de intercambio justas, lo que pretendemos, en definitiva, es incorporar la justicia a aquello que deseamos. Pero dicho esto, la cuestión que planteo es una simple verificación: ¿es realmente posible realizar este deseo?, ¿se puede llegar a verificar lo justo de una transacción comercial?, ¿puede el comercio satisfacer esta necesidad, y sí es así entonces por qué no lo hace?
La respuesta sería afirmativa siempre y cuando este concepto de justicia se pudiera verificar en el doble sentido de la relación, es decir: teniendo la certeza que tanto por un lado como por el otro, este intercambio es justo, y que las diferentes figuras que en él participan: productor, vendedor, consumidor, cumplen ese mismo objetivo. Pero esta condición, tal y como podremos comprobar, nunca se podrá realizar en el comercio.
Veamos por qué: en esta sociedad en la que el productor está separado del producto de su trabajo, para poder satisfacer nuestras necesidades hemos de recurrir al mercado, pero antes de poder consumir hemos de poder vender alguna cosa, una mercancía, por ejemplo: la fuerza de trabajo.
Cualquier productor que no sea autosuficiente (pues si así fuera sería un caso distinto) y desestimando, para simplificar, las cuestiones relativas a su producción (la obtención de materia prima y mano de obra), deberá convertirse en vendedor de su producto. Le es preciso convertir su producto en una mercancía y llegar a venderla, porqué la mercancía que obtiene a cambio: el dinero, le va ha permitir convertirse en consumidor y adquirir aquello que necesita. De modo parecido cualquier asalariado, precisará vender su fuerza de trabajo para obtener dinero con el que poder consumir.
Lo peculiar de este mercado capitalista hace que las diferentes figuras que intervienen en el intercambio (productor, vendedor, consumidor), no sólo se desplacen necesariamente de una figura a otra, sino que a su vez sean mercancías intercambiadas por un equivalente general, por otra mercancía intermediaria llamada dinero. Estos intercambios, expresan y trasladan las relaciones de dominación social, y nada tienen que ver con nuestra necesidad de justicia.
Entonces, ¿cómo podemos asegurar que en ese pan ponderado del mejor salvado y levadura, no se oculta el escarnio? ¿Quién puede afirmar que esa mercancía, una vez intercambiada, no incorpora la explotación o el fruto del abuso y la privación? Esa tarea es imposible, es una quimera.
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¿Qué sentido tiene entonces apelar a la justicia? Cuando tratamos que la relación de intercambio sea justa, quiere decir que procuramos (dejando aparte otras consideraciones) que esa mercancía no incorpore aquellos valores que rechazamos y que por el contrario, contenga aquellos que defendemos. Pero, cómo sustraer a la mercancía de las exigencias del mercado, de la “rentabilidad”, de la “libre competencia”, etc. Eso parece muy difícil, pero aún parece más difícil preservar a ese pan de ser intercambiado por esa otra mercancía vil, ese vulgar trozo de papel desconocido, del que no sabemos que incorpore cualquier otro valor que no sea el de su valor de cambio.
La cuestión se oculta tras esa mercancía, reside en su función de valor de cambio equivalente que tanto le permite “representar el valor” del mejor pan como el del trabajo más execrable, en su cualidad de ser el objeto primordial y la finalidad de la economía, y en su posesión como la máxima expresión de la riqueza social. La injusticia se distribuye a través de ella.
Volviendo al caso que nos ocupa: lo podemos verificar. Cuando pretendemos introducir (incluir) el principio de justicia por el otro lado de la relación, es decir, queremos que aquello mismo que el consumidor quiere del productor lo pueda obtener también el productor del consumidor, lo único que podemos obtener es la abstracción de cualquier capacidad que no sea la de su intercambio. Pues aquello que podemos ofrecer a cambio de su mercancía, una porción de nuestro salario, no es más que la manifestación de nuestra miseria social, el fruto de nuestra desposesión y explotación. Sencillamente la existencia de una intermediación forzosa y abstracta entre los hombres y mujeres es completamente refractaria a incorporar cualquier principio de justicia, bien al contrario, esa mercancía es la portadora anónima del crimen y el criminal, mediante la cual se realiza y consuma la injusticia social.
Si aquello que domina el intercambio es precisamente la abstracción de todo aquello que no aceptamos y que deseamos, entonces ¿cómo podemos hablar de comercio justo cuando, como mínimo, más de la mitad de la relación de intercambio no puede realizar el enunciado? ¿Qué sentido puede tener calificar de justo al comercio que no puede llevar a cabo este deseo de justicia? ¿Confundimos lo que hacemos con lo que queremos, o se trata más bien de otra estrategia mercantil?
En cualquier caso, no podemos apelar a la justicia para nombrar las peculiares relaciones de intercambio a las que estamos sometidos, como tampoco una mercancía nunca podrá incorporar nuestra necesidad de justicia. Solo el fin de mercaderes y mercancías puede alejarnos de falsas metáforas y esperanzas y abrir el camino de la justicia social.
karai

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