PUEBLOS DEL MUNDO, ¡UN ESFUERZO MÁS!

Pueblos del mundo, ¡un esfuerzo más!
Por Raoul Vaneigem Publicado el Abr 16, 2020
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El mundo cambia de base
El impacto del coronavirus no ha hecho más que ejecutar la sentencia que pronunciaba contra sí misma una economía totalitaria fundada en la explotación del hombre y la naturaleza.
El viejo mundo desfallece y se desmorona. El nuevo, consternado por la acumulación de ruinas, no se atreve a retirarlas; más asustado que resuelto, tiene problemas a la hora de actuar con la audacia del niño que aprende a caminar. Es como si el haber anunciado el desastre durante demasiado tiempo hubiera dejado al pueblo sin voz.
Sin embargo, quienes han escapado a los tentáculos mortales de la mercancía están ahí, de pie entre los escombros. Se despiertan ante la realidad de una existencia que nunca será la misma. Desean liberarse de la pesadilla que les provocó la desnaturalización de la tierra y de sus habitantes.
¿No es esa la prueba de que la vida es indestructible? ¿No se rompen ante esa evidencia en el mismo remolino las mentiras de arriba y las denuncias de abajo?
La lucha por lo vivo no necesita justificarse. El reivindicar la soberanía de la vida puede acabar con el imperio de la mercancía, puesto que sus instituciones han sido mundialmente socavadas.
Hasta el día de hoy, nos batimos por la supervivencia. Quedamos confinados en una jungla social donde reinaba la ley del más fuerte y más astuto. ¿Abandonaremos el encierro al que nos obliga la epidemia del coronavirus para meternos en la danza macabra de la presa y el depredador? ¿Es que no ha quedado claro para todos y todas que la insurreccion de la vida cotidiana, presagiada en Francia por los chalecos amarillos, no es otra cosa que la superación de esa clase de supervivencia que nos impuso cotidiana y militarmente una sociedad de la depredación?
Lo que ya no queremos es el fermento de lo que queremos
La vida es un fenómeno natural en ebullición experimental permanente. No es ni buena ni mala. Su generosidad nos ofrece tanto la colmenilla como la amanita faloide. Está en nosotros y en el universo como una fuerza ciega. Pero dotó a la especie humana de la capacidad de distinguir la colmenilla de la amanita y de algo más. Nos armó con una conciencia, nos dio el poder de crearnos a nosotros mismos recreando el mundo.
Para que olvidásemos tan extraordinaria facultad, fue necesario que se nos pusiera encima el peso de una historia que debutó con las primeras Ciudades-Estado y se termina -tanto más rápido por cuanto que estamos en ello- con el desmoronamiento de la mundialización financiera.
La vida no es una especulación. A ella le traen sin cuidado las muestras de respeto, de veneración o de culto. No tiene más sentido que la conciencia humana, con la que ha dotado a nuestra especie para esclarecerla.
La vida y su sentido humano son la poesía hecha por uno y por todas y todos. Dicha poesía siempre brilló en todo su esplendor en los grandes pronunciamientos de la libertad. Pero no queremos que solamente sea un destello efímero, como sucedió en el pasado. Queremos poner en marcha una insurrección permanente, a imagen del fuego pasional de la vida, que puede apaciguarse, pero nunca extinguirse.
Una especie de canto sagrado se improvisa en el mundo entero, donde se forja nuestra voluntad de vivir rompiendo las cadenas del poder y la depredación. Cadenas que nosotros, mujeres y hombres, hemos forjado para nuestra desgracia.
Henos aquí en el corazón de una mutación social, económica, política y existencial. Es el momento del «Hic Rhodus, hic salta» de la fábula, aquí está Rodas, aquí hay que saltar. No se trata de una orden para reconquistar el mundo del que se nos expulsó. Es el aliento de una vida que va a ser reestablecida en sus derechos absolutos por el irresistible ímpetu de los pueblos.
La alianza con la naturaleza exige el fin de su explotación lucrativa
Hemos tomado suficiente conciencia de la relación concomitante entre la violencia ejercida por la economía contraria a la naturaleza que saquea, y la violencia con la que el patriarcado golpea a las mujeres desde su instauración, hace tres o cuatro mil años antes de la era denominada cristiana.
Con el capitalismo color verde dólar, el pillaje brutal de los recursos terrestres tiende a dejar paso a las grandes maniobras de cohecho. En nombre de la protección de la naturaleza, se pone precio a la misma. Es igual que en los simulacros del amor en los que el violador se acicala como un seductor para mejor aferrarse a su presa. Hace mucho tiempo que la depredación recurre a la práctica del guante blanco.
Ahora es el momento en que una nueva alianza con la naturaleza es de una importancia prioritaria. Desde luego, no se trata de volver de nuevo -¿cómo lo haríamos?- a la simbiosis con el medio natural propia de las civilizaciones recolectoras antes de que las suplantara una civilización fundada en el comercio, la agricultura intensiva, la sociedad patriarcal y el poder jerarquizado.
De lo que realmente se trata -todos lo habrán captado- es de restaurar un medio natural donde la vida sea posible, el aire respirable, el agua potable, la agricultura desembarazada de sus venenos, la libertad de comercio revocada por la libertad de lo vivo, el patriarcado desmembrado y las jerarquías abolidas.
A los efectos de la deshumanización y de los ataques realizados sistemáticamente contra el medio ambiente no les hace falta el coronavirus para demostrar la toxicidad de la opresión de mercado. Por contra, la gestión catastrófica del cataclismo ha demostrado la incapacidad del Estado en mostrar la menor eficacia aparte de en la única tarea que está en condiciones de ejercer: la represión, la militarización de los individuos y de la sociedad.
La lucha contra la desnaturalización no tiene por qué hacer promesas y manifestar loables intenciones retóricas, tanto si las compra el mercado de las energías renovables como si no. Descansa sobre un proyecto práctico que apuesta por la inventiva de los individuos y las colectividades. La permacultura, que restaura las tierras emponzoñadas por el mercado de los pesticidas, no es más que un testimonio de la creatividad de un pueblo que tiene todas las de ganar si es capaz de eliminar cualquier causa de ruina. Ya toca poner fin a todos esos criaderos concentracionarios en los que el maltrato animal fue entre otras cosas la causa de la peste porcina, de la gripe aviar, del mal de las vacas a las que volvió locas la locura del dinero fetichizado, ese a cuya ingestión y digestión trata de obligarnos la razón económica.
¿Hay tanta diferencia entre nosotros y esos animales estabulados que salen de su encierro para ir al matadero? ¿Es que no estamos en una sociedad donde se distribuyen dividendos al parasitismo de empresa y se deja morir a hombres, mujeres y niños por falta de medios terapéuticos? Una imparable lógica económica alivia de esta guisa los gastos presupuestarios imputables a un crecido número de viejas y viejos. Preconiza una solución final que les condena con plena impunidad a morir en las residencias de ancianos sin medios ni cuidados. En Nancy, un alto cargo de Sanidad ha declarado sin tapujos que la epidemia no es razón válida para no suprimir más camas y personal hospitalario. No hubo nadie que lo echara a patadas. Los asesinos de la economía despiertan menos emociones que un enfermo mental que corra por las calles blandiendo el cuchillo de la iluminación religiosa.
No apelo a la justicia del pueblo, ni llamo a ejecutar en masa a los usureros de los negocios. Simplemente pido que la generosidad humana haga imposible el retorno de la razón de mercado.
Todas las formas de gobierno que hemos tenido han fallado, deshechas por sus crueles absurdos. Ahora toca al pueblo construir un proyecto de sociedad que restituya al ser humano, al animal, al vegetal y al mineral, su unidad fundamental.
La maniobra falsificadora que calificaba de utopía tal proyecto no ha podido resistir el choque con la realidad. La historia ha declarado la civilización mercantil obsolescente e insana. El levantamiento de una civilización humana no solo es posible, sino que ilumina la única vía que, apasionada y desesperadamente soñada por innumerables generaciones, se abre tras el final de todas nuestras pesadillas.
La desesperación ha cambiado de bando, pertenece al pasado. A nosotros nos queda la pasión de un presente que hay que construir. Vamos a tomarnos un tiempo para abolir el time is money que es el tiempo de la muerte programada.
La renaturalización es un caldo de culturas nuevas en el que habrá que andar a tientas entre la confusión y las innovaciones más diversas. ¿O es que no acordamos un exceso de crédito a una medicina mecanicista que solía tratar el cuerpo como trataría un mecánico el automóvil que le fuera confiado para ponerlo a punto? ¿Por qué fiarse de un experto que os repara para que os pongáis a trabajar cuanto antes?
Al repetirse a machamartillo durante tanto tiempo, el dogma de la antinaturaleza ha contribuido a exasperar nuestras reacciones emocionales, a propagar el pánico y la histeria securitaria, exacerbando por consiguiente el conflicto con un virus al que la inmunidad de nuestro organismo hubiera podido aplacar o volver menos agresivo si no hubiese sido minada por el totalitarismo de la mercancía para el que nada de lo inhumano le resulta extraño ¿Es o no?
Se nos ha dado la lata hasta la saciedad con los progresos de la tecnología. ¿Para ir a parar a dónde?
A los cohetes celestes a Marte y a la ausencia terrestre de camas y respiradores en los hospitales.
Con total seguridad, nos asombrarán más los descubrimientos de una vida de la que ignoramos todo o casi todo. ¿Quien lo pondrá en duda? Nadie aparte de los oligarcas y sus lacayos, vacíos de sustancia por la diarrea mercantil, que vamos a confinar en sus letrinas.

Acabar con la militarización de los cuerpos, las costumbres y las mentalidades
La represión es la última razón de ser del Estado. Él mismo la padece en forma de presión de las multinacionales, que tratan de imponer sus dictados a la tierra y a la vida. El previsible encausamiento de los gobiernos ha de responder a la siguiente pregunta: ¿Habría sido igual de pertinente el confinamiento si las infraestructuras médicas se hubieran mantenido eficientes en lugar de sufrir el deterioro de sobras conocido, decretado por la obligación de rentabilidad?
Mientras tanto, no hay más remedio que constatarlo, la militarización y la ferocidad securitaria no ha hecho más que relevar a la represión en curso en el mundo entero. El Orden democrático no podía desear mejor pretexto para protegerse de la cólera popular. El encerrarse en casa ¿no era acaso el objetivo de los dirigentes, inquietos por el cansancio que amenazaba a sus secciones de asalto de aapaleadores, sacaojos y asesinos a sueldo? Buena repetición general la de la táctica de la nasa de pescar usada contra los manifestantes pacíficos que reclamaban entre otras cosas la puesta a punto de los hospitales.
Por lo menos estamos prevenidos: los gobiernos van a intertar cualquier cosa para que transitemos del confinamiento a la caseta del perro. Pero ¿Quién aceptará pasar dócilmente de la austeridad carcelaria al confort del servilismo parcheado?
Es probable que la rabia del prisionero tenga ocasión de denunciar al sistema tiránico y aberrante que trata al coronavirus como lo haría ese terrorismo multicolor con el cual el mercado del miedo se pone las botas.
La reflexión no se detiene ahí. Piénsese en esos escolares que, en el país de los Derechos del Hombre, han sido puestos de rodillas ante la bofia del Estado. Piénsese incluso en la propia educación donde el autoritarismo profesoral traba desde hace siglos la curiosidad espontánea del niño e impide la propagación libre de la generosidad del saber. Piénsese hasta qué punto el hostigamiento competitivo, la concurrencia, el arribismo del «quítate tú para que me ponga yo» nos confinaron en una caserna.
La servidumbre voluntaria es una soldadesca que marcha militarmente. ¿Paso a la derecha o a la izquierda? ¿Qué importa eso? Tanto el uno como el otro están dentro del Orden de las cosas.

Quien acepta que le griten desde arriba o desde abajo, a partir de ese momento no tiene más que un futuro de esclavo.

SALIR DEL MUNDO MÓRBIDO Y CERRADO DE LA CIVILIZACIÓN MERCANTIL
La vida es un mundo que se abre y una apertura al mundo. Por supuesto, con frecuencia a sufrido ese terrible fenómeno de inversión donde el amor se vuelve odio y donde la pasión de vivir se transforma en instinto de muerte. Durante siglos, ha sido reducida a la esclavitud, colonizada por la ruda necesidad de trabajar y sobrevivir como lo hacen los animales.
No obstante, no se conocen ejemplos de reclusión en celdas de aislamiento, de millones de parejas, de familias, de solitarios, a los que la bancarrota de los servicios sanitarios logró convencer para que aceptaran su suerte si no con docilidad, al menos con ira contenida.
Cada cual está solo, confrontado a una existencia donde se ve tentado a separar la parte que corresponde al trabajo servil de la que corresponde a los deseos irrefrenables. ¿Son compatibles el aburrimiento de los placeres consumibles y la exaltación de los sueños que la infancia cruelmente dejó insatisfechos?
La economía del beneficio privado acaba de decidir el quitárnoslo todo en el momento mismo en que su impotencia se extiende por el mundo y se expone a una aniquilación posible.
La absurda inhumanidad que nos corroe desde hace tanto ha reventado como un abceso en el confinamiento donde nos ha conducido la política del asesinato lucrativo practicada cínicamente por las mafias financieras.
La muerte es la postrera indignidad que el ser humano se inflige. No bajo el efecto de una maldición, sino en razón de la desnaturalización que le fue asignada.
Las cadenas que forjamos en el miedo y la culpabilidad, no las romperemos con miedo y culpabilidad, sino con la vida redescubierta y restaurada. ¿No es lo que viene a demostrar en estos tiempos de opresión extrema el invencible poderío de la ayuda mutua y la solidaridad?
Una educación memorística nos enseñó durante milenios a reprimir las emociones, a quebrar nuestros impulsos vitales. Se ha querido costase lo que costase que nuestra parte animal hiciera de ángel.
Nuestras escuelas son guaridas de hipócritas, de reprimidos, de torturadores lucubrantes. Los últimos apasionados del saber chapotean en esa charca con el coraje de la desesperación. Cuando por fin salgamos de nuestras celdas carcelarias ¿liberaremos la ciencia de los grilletes de su utilidad lucrativa? ¿Nos pondremos a perfeccionar nuestras emociones en lugar de reprimirlas? ¿a restaurar nuestra animalidad en lugar de domarla tal como hacemos con nuestros hermanos a los que consideramos inferiores?
No estoy incitando a la sempiterna buena voluntad ética y sicológica, sino señalando con el dedo al mercado del miedo donde se escucha el ruido de botas de la seguridad. Llamo la atención sobre la manipulación de las emociones que embrutece y cretiniza a la muchedumbre; pongo en guardia contra la culpabilización que merodea en busca de chivos expiatorios.
Se levanta un clamor contra los viejos, los parados, los indocumentados, los vagabundos sin techo, los extranjeros, los chalecos amarillos, los marginados… Son los mugidos de esos accionistas de la nada que hacen caja con el coronavirus propagando la peste emocional. Los mercenarios de la muerte no hacen sino obedecer a los requerimientos de la lógica dominante.
Lo que hay que erradicar de verdad es el sistema de deshumanización fabricado y aplicado ferozmente por aquellos que lo defienden por amor al poder o al dinero. Hace mucho tiempo que el capitalismo fue juzgado y condenado. Nos ahogamos bajo una multitud de alegatos en contra. Ya basta.
La imaginería capitalista identificaba su agonía con la agonía del mundo entero. El espectro del coronavirus ha sido, si no el resultado premeditado, al menos la ilustración exacta de su absurdo maleficio. La causa ha sido vista. La explotación del hombre por el hombre, de la que el capitalismo es un avatar, fue una experiencia que salió mal. Hagamos de manera que su siniestra farsa de aprendiz de brujo sea devorada por un pasado de donde nunca hubiera debido salir.
Solamente la exuberancia de la vida recuperada puede romper a la vez las esposas de la barbarie mercantil y el caparazón caracterial que estampilla en la carne viva de cada quisque la marca de lo económicamente correcto.

LA DEMOCRACIA AUTOGESTIONARIA ANULA LA DEMOCRACIA PARLAMENTARIA
No se trata de tolerar que, aposentados en cualquier nivel de las comisiones nacionales europeas, atlánticas y mundiales, los responsables del desaguisado se pongan a interpretar los papeles de culpable y de no culpable. La burbuja de la economía que hincharon con deuda virtual y dinero ficticio, implosiona y revienta a la vista de todos. La economía se ha paralizado.
Incluso antes de que el coronavirus revelase la extensión del desastre, las «altas instancias» se agarrotaron y pararon la máquina, mejor seguramente que las huelgas y los movimientos sociales que por más útilmente contestatarios que fuesen no por ello fueron más eficaces.
Basta de comedias electorales y de diatribas de pacotilla. A todos esos cargos electos enculados por las finanzas hay que barrerlos como a las inmundicias para que desaparezcan de nuestro horizonte ta como desapareció en ellos la parcela de vida que les confería apariencia humana.
No queremos juzgar y condenar al sistema opresivo que nos condenó a muerte. Queremos acabar con él.
¿Cómo no recaer en el mundo que se está hundiendo, dentro y ante nosotros, si no construimos una sociedad con los restos de humanidad que han quedado al alcance de la mano, o sea, con la solidaridad individual y colectiva? La conciencia de una economía administrada por el pueblo y para el pueblo implica la liquidación de los mecanismos de la economía de mercado.
En su último golpe de efecto, el Estado no se ha contentado con tomar de rehenes a los ciudadanos y meterlos presos. La falta general de asistencia a quienes estaban en serio peligro los está matando a millares.
El Estado y sus comanditarios destrozaron los servicios públicos. Nada funciona como debiera. Lo sabemos con total certeza. Lo único que ha logrado que funcione bien es la organización criminal del beneficio privado.
Han llevado sus asuntos a espaldas del pueblo y el resultado es deplorable. El pueblo tendrá que llevar los suyos arruinando los de aquellos. Y nosotros nos corresponde empezar de nuevo sobre nuevas vías.
Cuanto más prevalece el valor de cambio sobre el valor de uso, más se impone el reino de la mercancía. Cuanto más prioridad acordemos al uso que deseamos darle a nuestra vida y a nuestro entorno, la mercancía perderá más su mordiente. La gratuidad le dará la estocada.
La autogestión marca el final del Estado cuya nocividad y quebranto ha sacado a la luz la pandemia. Los protagonistas de la democracia parlamentaria son los sepultureros de una sociedad deshumanizada por culpa de la rentabilidad.
En cambio, hemos visto al pueblo, confrontado a las carencias de los gobiernos, hacer gala de una solidaridad indefectible y poner en pie una verdadera autodefensa sanitaria. ¿No constituye eso una experiencia que augura una extensión de las prácticas autogestionarias?
Lo más importante consiste en prepararse para hacerse cargo de los sectores públicos, anteriormente en manos del Estado, antes de que la dictadura del beneficio privado los mande al desguace.
El Estado y sus comanditarios lo han parado todo, han paralizado todo, salvo el enriquecimiento de los ricos. Por ironía de la historia, la pauperización es en lo sucesivo la base para una reconstrucción general de la sociedad. Quien se haya encarado con la muerte ¿qué miedo podría tener del Estado y de toda su madera?
Nuestra riqueza es nuestra voluntad de vivir.
El negarse a pagar tasas e impuestos ha dejado de formar parte del repertorio de incitaciones subversivas. ¿De qué modo podrían llevar a la práctica algo así los millones de personas que no tardarán en carecer de medios de subsistencia, cuando el dinero, calculado en miles de millones, continúa siendo tragado por el abismo de las malversaciones financieras y de la deuda que aquellas acarrearon? Nunca lo olvidemos, las pandemias y la incapacidad en tratarlas nacen de la prioridad acordada al dinero. ¿Vamos a quedarnos con lo aprendido de las vacas locas sin sacar conclusiones? ¿Admitiremos al final que el mercado y sus administradores son el virus que hay que erradicar?
Ya no queda tiempo para indignarse o lamentarse; tampoco para las observaciones del cacao intelectual. Insisto en la importancia que tendrán las decisiones de las asambleas locales y federadas tomadas «por el pueblo y para el pueblo» en materia de alimentación, de alojamiento, de transporte, de salud, de enseñanza, de moneda social, de mejoras en el medio ambiente de todo tipo.
Vayamos adelante, aunque sea tanteando. Más vale errar experimentando que retroceder y reiterar los errores del pasado. La autogestión germina en la insurrección de la vida cotidiana. Recordemos que fue la impostura comunista la que interrumpió y destruyó la experiencia de las colectividades libertarias de la revolución española.
No pido la aprobación de nadie, y menos aún que nadie me siga. Ando por mi camino. Cada cual es libre de hacer lo mismo. El deseo de vida no tiene límites. Nuestra verdadera patria se halla en cualquier sitio donde la libertad de vivir esté amenazada. Nuestra tierra es una patria sin fronteras.
10 de abril de 2020

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