LAS RETÓRICAS DEL ARTE CONTEMPORÁNEO AL SERVICIO DE LA ACELERACIÓN CONSERVADORA

Las retóricas del arte contemporáneo al servicio de la aceleración conservadora
“Salvar el arte”
28/05/2020 | Guillaume Maraud

El lunes 30 de marzo, The Guardian publicaba un artículo sobre el llamamiento lanzado por Hans Ulrich Obrist al gobierno británico para ayudar a los artistas y a las instituciones culturales ante la crisis del Covid-19. El actual director de la Serpentine Gallery y miembro del core group de la Fondation Luma aboga por un gran programa gubernamental de encargos de obras de arte destinados al espacio público. Sin dar más detalles sobre la naturaleza de este programa, Hans Ulrich Obrist establece sin embargo un inquietante paralelo entre esta propuesta y el Public Works of Art Project (PWAP) de 1933 y la Work Projects Administration (WPA) de 1935.

Estos programas puestos en marcha durante la Gran Depresión permitieron conceder a algunos pocos artistas un salario pagado por el gobierno federal americano. Este pago retribuía la producción de obras (pinturas murales, bajorrelieves, tapicerías) para mayor gloria de la nación americana, de la que se beneficiarían edificios públicos como escuelas, orfelinatos, bibliotecas, parques o incluso la Casa Blanca. Esta referencia al PWAR y a la WPA −por resumir en pocas palabras los programas de domesticación de artistas pauparizados al servicio de una propaganda de Estado− es interesante por lo que revela de los vínculos entre arte, Estado y fabricación de un nacionalismo de crisis.

En paralelo a esta propuesta y desde la oficialización de la crisis sanitaria, varios mecenas y otros actores de la economía del arte organizan operaciones caritativas a favor de los organismos de salud y del personal sanitario. La galería Hauser and Wirth entrega alrededor del 10% de sus ventas a la OMS. Las fábricas Louis Vuitton, de la fundación de arte del mismo nombre, producen gel hidroalcohólico para responder a la penuria. Laurent Dumas, director general del grupo Emerige y presidente del Palais de Tokyo, organiza una subasta en beneficio del colectivo #ProtegeTonSoignant.

Todas estas iniciativas, a veces irrisorias en la escala del problema epidémico, contribuyen a mantener el mito de una filantropía privada que viene a ayudar a unos servicios públicos arruinados −que los propios filántropos han contribuido a socavar eludiendo impuestos y dando un apoyo activo a las políticas neoliberales. Estas iniciativas son tanto más problemáticas porque se suelen apoyar en el arte para avanzar su ideología que preconiza la desaparición de los servicios públicos a cambio de una caridad individual con el apoyo de los brazos armados del Estado, como ocurrió en Francia durante los últimos años. Este fenómeno pone así de relieve los vínculos intrínsecos entre arte y liberalismo autoritario.

Esta previsible respuesta de las entidades de poder del campo del arte a la crisis sanitaria tiene como efecto consolidar creencias sobre el arte y sus instituciones que me parecen reaccionarias. Esta reafirmación es aún más dañina porque durante los años que precedieron a la pandemia surgieron en el mundo del arte distintas luchas que pretendían cuestionar la legitimidad de las instituciones culturales y su papel en la consolidación de las desigualdades y los colapsos por llegar.

En este turbio período, quisiera examinar la formulación de estos numerosos llamamientos, aquí y allá, a “salvar el arte” y/o confiriéndole una virtud salvadora. En efecto, bajo el prisma de un enfoque histórico y materialista de las condiciones de producción del arte occidental, estas solicitudes me parecen tan chocantes como los llamamientos a salvar los bancos tras la crisis de los subprimes de 2008. Como interviniente ocasional en el campo del arte, estos relatos están en discordancia con mis propias experiencias de este medio y de la violencia que en él se desarrolla.

Me parece por tanto útil proceder a un ejercicio de desmantelamiento semántico de estos discursos, planteando la cuestión de saber qué se designa en concreto cuando se pronuncia la palabra “arte” en relación con el arte contemporáneo, a la vista de la aceleración conservadora en marcha (salvamento de la economía capitalista, intensificación del estado penal y policial, desmantelamiento del derecho al trabajo, etc.). Aunque es urgente defender una respuesta de izquierda a la crisis en el medio artístico, en apoyo a las y los trabajadores más precarios, y sobre todo más explotados por las instituciones (sustitutos, guardias de sala, agentes de limpieza, en prácticas, voluntarios en servicio cívico, trabajadores no o poco remunerados…), me parece igual de primordial no hacerlo en nombre del arte.

Esta reflexión pretende cuestionar el valor positivo que se sigue atribuyendo de forma corriente al arte, una noción relativamente abstracta, aunque inscrita desde siempre en tradiciones y sistemas de opresión instituidos y concretos. Será la ocasión para citar ejemplos de nuevos enfoques teóricos y prácticos que conciben el campo del arte no ya como un espacio de liberación, sino como un terreno de lucha en sí, permitiendo superar las tradicionales categorías discursivas sobre el arte y la política.

Las retóricas del amor al arte y las condiciones materiales de su producción

Tras el arte se esconden siempre sistemas de opresión. Desde la antigüedad, la cultura occidental vive bajo el imperio del arte −un paradigma cultural totalizante que no admite las diferencias, que sin embargo lleva a los disidentes a reconocer, por este medio, su incontestable hegemonía y sus reglas. Hoy día, las instituciones de arte contemporáneo, prisioneras de un universo de pensamiento que da valor al orden, al esencialismo y al universalismo, a pesar de sus discursos progresistas siguen ampliando fenómenos de desigualdad y de eliminación de los cuerpos políticos dominados.

Lo que se denomina arte ha sabido a lo largo de su historia imponerse en el discurso dominante a través de diferentes relatos en tanto que práctica fuente de progreso social, de liberación y creadora de vínculo social. Ciencia de lo bello, instrumento de emancipación o incluso más recientemente arte comprometido, el conjunto de estos relatos han permitido con el tiempo instituir al arte como un bien común. El derecho francés reconoce al arte como de interés general, legitimando la atribución de fondos procedentes de los impuestos al mismo título que la educación o incluso la salud. Más recientemente, esta noción jurídica sometida a amplias interpretaciones ha sido utilizada sobre todo para legalizar mecanismos de desfiscalización a favor de mecenas privados dispuestos a invertir en el campo artístico, una inversión reconocida de utilidad pública.

Ahora bien, las ideas de que el arte existiría como contra-espacio a la violencia, al conformismo del mundo y por el bien de todos y todas, me parecen no sólo falsas y peligrosas, sino además respuestas a una lógica de disimulo de la violencia producida por las instituciones culturales.

En 1966, en una obra titulada El amor al arte, los museos de arte europeos y sus públicos, Pierre Bordieu y Alain Darbel presentaban datos sociológicos para mostrar la inadecuación entre el discurso institucional que sitúa al arte como bien común y las condiciones sociales necesarias del acceso a las prácticas artísticas. En todo caso, esta sociología del arte que teoriza la dominación sin pensar por ello en la emancipación, resulta insuficiente a la vista de la extensión de los lazos existentes entre arte y opresión y tratándose de las posibilidades de de-construirlos.

En cierto modo, la sociología del arte desarrollada por Pierre Bordieu en su célebre curso en el Collège de France titulado Manet. Una revolución simbólica, opera como un homenaje al arte occidental y a sus metamorfosis endógenas. Apoyándose en el caso de Édouard Manet, el concepto de revolución simbólica se limita a desentrañar las transformaciones de los órdenes estéticos internos en el campo del arte sin por ello proponer una reflexión crítica sobre el arte como hecho civilizacional. Su aprobación subjetiva de lo que percibe como una pintura herética y subversiva en el caso de Édouard Manet, tiende a consolidar creencias en la pintura, en el formato de la exposición o en la figura del artista propias de las sociedades europeas sin aventurarse en un cuestionamiento más global sobre el valor del arte en la sociedad colonial, patriarcal, heteronormativizada y capitalista de la época.

Además, una de las legatarias más establecidas y más académicas de esta corriente de pensamiento, Nathalie Heinich, mostró con posicionamientos reaccionarios las numerosas presunciones e impensables a las que puede llevar este método sociológico. Ante estas constataciones, otros enfoques que tienen más que ver con el materialismo histórico pueden resultar muy útiles en la perspectiva de un desmantelamiento progresivo de las instituciones culturales.

Hacia finales de los años 1960, una nueva generación de dirigentes de instituciones que había asimilado en parte (y a veces en contrasentido) la crítica bourdieusiana del arte, fue fabrica progresivamente nuevos marcos discursivos de legitimación de las estructuras del campo del arte en torno a la idea de una necesaria democratización de las prácticas artísticas. Esta tendencia se reforzó en Francia con la llegada al poder de François Mitterrand.

Paralelamente y en contradicción con la evolución de este discurso institucional, los movimientos de derechos cívicos en Estados Unidos, las luchas descolonizadoras de inspiración tercermundista, los movimientos feministas y lgbtqia+ de inspiración marxista, han permitido que nazcan nuevos marcos de pensamiento crítico. Estas luchas y las nuevas herramientas que han engendrado han llevado sobre todo a desvelar la aspiración universalista y esencialista de la hegemonía occidental y su vocación de obligar al conjunto de los cuerpos a los formatos del capitalismo blanco hetero patriarcal erigido en sistema-mundo. Frantz Fanon, Édouard Glissant, Edward Saïd, Angela Davis, Silvia Federici y todos aquellas y aquellos, anóminos o no, que han forjado estos cambios paradigmáticos han contribuido también indirectamente a acorralar la cuestión del arte y de la estética.

Porque el tema no es sólo las desigualdades de acceso al arte y a la cultura legímita, sino todos sus sistemas jerárquicos de poder y de saber, sus instituciones, sus discursos y sus regímenes de representación.

A título de ejemplo, recientemente participé con alumnos de una clase ULIS1 en el marco de talleres organizados por una asociación. Este organismo invita cada año a artistas para que produzcan “obras colectivas” con los alumnos. En el marco de este proyecto, sólo se remunera a los artistas por el trabajo efectuado de cara a la producción de estas obras llamadas “colectivas”, negando a los alumnos el derecho a reivindicar el valor de su trabajo. De esta relación desigual que da lugar a un trabajo gratuito deriva una relación de autoridad a favor del artista, una estatura reforzada por los relatos mistificadores de las instituciones detentadoras de los medios de producción del proyecto (la asociación y los financiadores públicos y privados) a cuenta del arte: una actividad pretendidamente creadora de vínculo social.

Los archivos de la asociación muestran muy bien cómo todos los artistas acaban más o menos por imponer la forma de la obra producida en función de sus obsesiones personales, obedeciendo por lo general a las expectativas del mundo del arte contemporáneo, ellas mismas subordinadas a su vez a las expectativas de los coleccionistas, mecenas e instituciones públicas. Hice muy pronto la experiencia de un proyecto que sólo podía conducir a un proceso civilizacionista de ocultación de la heterogeneidad de los sentimientos y de las sensibilidades de los alumnos. A pesar de los buenos momentos pasados con los alumnos y mis intentos de infundir instrumentos de autogestión en torno al presupuesto asignado al proyecto, el poder del marco institucional nos condenó a todas y todos a compartir un tiempo, obligado para mí por el trabajo (necesidad de ganarme la vida) y para los alumnos por el régimen disciplinario del colegio (los alumnos no tenían la opción de participar o no en este taller), manteniendo relaciones sociales de clase, de raza, de género, de sexo, ya muy presentes en la clase.

El relato ficticio sobre las virtudes emancipadoras del arte, formulado por la asociación en respuesta a las expectativas de sus financiadores (Estado, empresas privadas), el universo carcelario del colegio, las expectativas de los propios alumnos sobre el arte inculcadas por los artistas de los talleres precedentes, mi propia percepción del contexto, llevó finalmente a que cada cual fuese asignado a su papel social en la reproducción de las relaciones de dominación: subvencionador público y sponsors privados sobre la asociación, asociación empleadora sobre el artista empleado, el colegio sobre el artista empleado, el artista sobre los alumnos, todo ello con un fondo de validismo, sexismo, homofobia y racismo estructural.

Me parece que todos los contextos institucionales en los que he intervenido en el mundo del arte, sobre todo por razones alimentarias, están gobernados por tales relatos mistificadores. Estos sistemas de creencias predeterminan a los agentes del arte a actuar negando las marañas tejidas entre las condiciones de producción de su arte, la clase, la raza, el sexo y el género, una negación omnipresente en el marco de prácticas artísticas formalistas que valoran la forma por la forma.

¿Pero es acaso factible que algunas exposiciones de escultura, de pintura, de dibujo, de instalación, de video, de performance, dispuestas entre el suelo y la pared de un espacio enteramente pintado de blanco, por lo general limpiado y vigilado por personas no blancas, financiado por el Estado o por grandes empresas, participen en procesos de emancipación?

La figura del artista comprometido y la crítica institucional: posiciones conservadoras contra estrategias efectivas de lucha

Desde los años 1980, los mecanismos de dominación del campo del arte y la ideología que los sostiene han conocido muy pocas transformaciones. No ha habido confrontaciones radicales de las esferas de poder del arte con críticas estructurales que atacan a sus raíces opresivas. Todo lo contrario, las diferentes olas de privatización del campo del arte han tendido más bien a favorecer fenómenos de restauración de los discursos más estereotipados sobre el arte, focalizándose casi únicamente en la cuestión de las representaciones.

Han aparecido sin embargo formas estéticas que ha asimilado la teoría post-moderna. Pienso sobre todo en la crítica institucional, que es una corriente artística que desea mostrar los mecanismos de dominación del mundo del arte por el sistema del arte. Hans Haacke, Andrea Fraser, Fred Wilson o incluso Adrian Piper son artistas que han contribuído a la emergencia de formas autor-reflexivas sobre los mecanismos de dominación del campo del arte.

Mucho antes de la emergencia de la crítica institucional, desde el siglo XIX y en respuesta a períodos políticamente agitados, las estructuras del arte occidental dieron vida a la figura del artista comprometido. Esta noción designa un arte que contendría en sí mismo una connotación política contestataria por su representación. De Eugène Delacroix a Ai Weiwei, pasando por Pablo Picasso o Thomas Hirschhorn, estos artistas plantearon a través de sus obras mensajes relacionados con luchas políticas. A diferencia del militante, operaron la mayor parte del tiempo fuera de toda forma de organización colectiva y en su propio nombre, con el fin de cambiar los comportamientos y mentalidades de sus contemporáneos o de hacer presión sobre las instancias políticas.

La historia de las luchas ha probado en muchas ocasiones que estas estrategias −la crítica institucional y el arte comprometido− están orientadas al fracaso e intensifican mecanismos de reproducción y de reconfiguración de las relaciones de dominación. De hecho, los regímenes de representación del campo del arte se dirigen principalmente a las personas privilegiadas y a sus regímenes de afectos, limitando el espectro de los públicos que pueden acceder a su mensaje.

Además, estas prácticas artísticas son casi siempre instrumentalizadas en provecho de procesos de pacificación y de asimilación contra estrategias de lucha más radicales. En el límite, para los partidarios de estas posiciones, será cómodo comulgar a favor del arte comprometido con instituciones con las que no se está de acuerdo en nada, incluso de las que se piensa que su actividad es básicamente conservadora y opresiva. Estos mecanismos pueden mostrarse particularmente violentos cuando dan lugar a gestos de apropiación cultural o de capitalización individual de luchas colectivas o del sufrimiento de otros.

Fue recientemente el caso de una instalación de la artista Andrea Browers, presentada en la feria Art Basel 2019. En el contexto de #metoo, la artista había utilizado imágenes tomadas de la cuenta Twitter de la periodista Helen Donahue documentando muestras de abuso sexual infligido por el periodista Michael Hafford. Tras las denuncias públicas de la víctima, la obra fue finalmente retirada de la instalación.

En el mismo registro, en la Whitney Biennale de 2017, la artista pintora, blanca, Dana Schutz había presentado una pintura inspirada en una fotografía de las exequias de Emmet Till, un joven hombre negro víctima de un crimen racista ultra-violento en el Misisipi. El gesto suscitó muchas reacciones denunciando esta representación y su uso por una persona privilegiada en una estrategia de capitalización individual cuyos beneficios no llegarían seguramente a las personas afectadas por estas violencias.

El artista suizo Christoph Büchsel, en la anterior bienal de Venecia, expuso por su parte los restos de un pesquero que había naufragado con centenares de migrantes a bordo y que perecieron en el mar. En estos tres ejemplos, se percibe cómo obras llenas de buenas intenciones participan de hecho en procesos de capitalización individual (legitimación institucional, ventas en el mercado) a través de gestos desprovistos de cualquier alcance político rechazando comprometer una relación de fuerzas con los responsables de las violencias representadas, que a veces son los mismos que financian estas exposiciones o compran estas obras.

Hoy día estos enfoques son además ampliamente sostenidos y animados por las instituciones artísticas que se describen a sí mismas como actores sociales “comprometidos”. Por ejemplo, Emerige, un gran grupo inmobiliario francés, define su actitud de mecenazgo como una acción “militante”. Aunque en paralelo a esta actividad, Emerige gestiona proyectos inmobiliarios insertos en intensos procesos de gentrificación y segregación social. Luma, una inmensa fundación de arte implantada en Arles pretende interesarse por “las relaciones directas entre el arte, la cultura, los derechos humanos y las cuestiones ligadas al medio ambiente”. Ahora bien, la Fondation Luma, una iniciativa de Maja Hoffman de privatización de la ciudad de Arles en nombre del arte, está ligada al grupo Roche, una empresa farmacéutica condenada muchas veces por organizar cartels para acordar el precio de los medicamentos.

Estas operaciones de artwashing son hoy la norma, cuando se trata de los montajes financieros necesarios para producir exposiciones; bienales, trienales como Manifesta y Documenta, proyectos por lo general muy costosos y contaminantes. Es habitual encontrar en estos acontecimientos los logos de Total, BNP, Deutsche Bank, Roederer, Nestlé, Volkswagen, Rolex, BP, Lafayette, Ricard, Hermès, Cartier, Kering, LVMH, Samsung.

Su implantación masiva en el campo del arte no es por supuesto el fruto del azar. Está estrechamente ligada a los relatos progresistas en que se apoyan los proyectos artísticos, que les permiten realzar su imagen disimulando la naturaleza real de sus actividades destructoras de los cuerpos y del medio ambiente. Este mecanismo juega literalmente contra las luchas, porque contribuye a dar la ilusión de una toma de conciencia de estos actores (ver el brillante análisis de Judy Chicago sobre el desfile de Dior, publicado por documentations).

Es importante recordar que estos procesos de desvío del lenguaje de la emancipación, alzados como estandartes, nunca han producido cambios estructurales y no se basan en ninguna hoja de ruta de actuación concreta contra la opresión. Esta apropiación de las formas de la contestación tiende por el contrario a invisibilizarla y a frenar a los grupos implicados en luchas más radicales, negándoles el derecho a protestar bajo pretexto de que el cambio ya estaría en marcha y sería asumido por las propias instituciones.

Detrás del arte está todo aquello cuya muerte ha firmado el arte

Más allá de la tradicional dicotomía público/privado, me parece evidente que el arte contemporáneo, sus instituciones y sus actores, actúan contra la emancipación. Para escapar a esta realidad y al cuadro normativo del arte contemporáneo, les resulta tentador reivindicar una postura de vanguardia afirmando el advenimiento de un arte nuevo, de un arte anticapitalista, de un arte de izquierda o incluso de un arte post-colonial.

Estas posiciones se elaboran negando el hecho de que no son algunas de las formas del arte, sino su estructura misma la que se basa en sistemas de opresiones. Otras iniciativas surgidas a veces de colectivos parecen preferir asumir que el arte y sus instituciones no tienen y sin duda no tendrán nunca nada que ver con la construcción de las luchas por la emancipación. Por este camino han visto la luz en el mundo del arte las luchas más innovadoras en los últimos años, alejando toda referencia al arte de su ethos militante. Esta ruptura semántica ha iniciado rupturas estratégicas esenciales dentro de estos grupos −compuestos sin embargo por artistas− y ha facilitado un desplazamiento hacia formas de acción directas contra el arte y sus instituciones que llevarán a resultados concretos.

En un artículo aparecido en la revista October, titulado “From institutionnal Critique to Institutionnal Liberation? A decolonial perspective on the Crises of Contemporary Art”, Nitasha Dhillon y Amin Husain ofrecen una lectura muy instructiva tratando de los recientes fenómenos de politización del campo del arte en Estados Unidos. Los autores abordan en primer lugar el carácter auto-limitador de los artistas de la crítica institucional, apuntando a su dependencia ante el sistema del arte, que les condena en esencia a la preservación de los privilegios que han conquistado (economía de la exposición, carrera en la escuela de arte y en el campo académico, domesticación, asimilación y mercantilización de la crítica, etc.).

En un segundo tiempo, este texto enumera las luchas que han optado por estrategias de confrontación, en ruptura clara con el sistema, procediendo a sabotajes de inauguraciones, ocupaciones, huelgas, acciones, boicots, campañas de shaming y de callout como los del colectivo Decolonize This Place. Los autores señalan que estas tácticas que emprenden relaciones de fuerza reales con las instituciones son muy fértiles, porque se construyen en convergencia con luchas exógenas al medio artístico (antirracismo, antisexismo, anticlasismo). Estas alianzas les evitan por lo general constituirse en lo impensado de la violencia intrínseca del sector en que actúan −como suele ser el caso tratándose de las luchas por la remuneración de los artistas.

Leyendo este artículo se comprende también que su eficacia tiene mucho que ver con el hecho de apuntar hábilmente contra el talón de Aquiles de las instituciones culturales, a saber la respetabilidad de su imagen pública y los relatos mistificadores en que se basan, a través de un objetivo preciso: el engorroso Warren Kanders, director general de Safariland, una empresa que produce gases lacrimógenos vendidos a las fuerzas del orden en todo el mundo para reprimir las revueltas sociales, y vicepresidente del consejo del prestigioso Whitney Museum, el muy problemático mecenazgo de la familia Sackler de Purdue Pharma, principal responsable de la crisis de los opiáceos, etc. Tomando como punto de partida un caso concreto que refleja un problema estructural en relación con una institución, estas acciones generan intensos debates que invitan a cuestionarse sobre el arte ahí presentado, los artistas y sus prácticas (en este sentido, leer el artículo de Aria Dean sobre los efectos de las acciones que llevaron a la dimisión de Warren Kanders del consejo de administración del Whitney Museum).

La intensificación de los vínculos entre la acción política y el medio del arte permite también ofrecer a este último perspectivas más ambiciosas de cuestionamiento que una simple lucha por sus condiciones, ciega a la opresión de los demás. La elaboración de estos imaginarios tiene que ver con el hecho de que la política tiende a historizar los marcos institucionales en los que evolucionamos y a desmitificar su inmutabilidad.

Si se mira bien, las instituciones de arte contemporáneo son relativamente recientes, y ante los desafíos que se enfrentan su supervivencia parece precaria. La gran mayoría de las fundaciones de arte contemporáneo nacieron en los últimos veinte años. El Palais de Tokyo abrió sus puertas en 2002. La mayor parte de los centros de arte fueron creados en los años 2000. Los Frac fueron creados en 1982. El Centro Pompidou se inauguró en 1977. Las escuelas de arte tal como las conocemos hoy día son el fruto de reformas que datan de los años 1970, y se sitúa la invención del mercado del arte hacia comienzos del siglo XIX.

Hay además ejemplos recientes de muertes institucionales rápidas, lo mismo que ocurrió con los museos de etnología. En el artículo “Desmantelamientos, reconversiones, creaciones, contribución al análisis del cambio institucional”, Camille Mazé, Frédéric Poulard y Christelle Venture abordan el progresivo hundimiento hundimiento de estas institucione durante los últimos treinta años. El artículo se apoya en un análisis de las diferentes crisis a que se confrontaron los museos etnológicos (crisis presupuestarias, crisis política, crisis epistemológica, crisis de sentido, crisis organizativa) que condujeron a procesos de reconversión de su uso, a transferencias de sus colecciones, o simplemente a su cierre.

Al volverse culturalmente insoportable su presencia en el mundo social, las instituciones del campo etnográfico y sus actores fueron obligadas a operar un cambio paradigmático, de una lógica de conservación a una lógica de reinvención y de desmantelamiento. Estas transformaciones irreversibles implican oleadas sucesivas de politización y cadenas de cooperación entre agentes sociales (militantes, científicos, empleados de las instituciones). Estos procesos ocurren en general cuando, poco a poco, estas instituciones ya no pueden contar ni con sus públicos ni con el servicio que proponen para mantener vivos los relatos que legitiman su existencia.

A causa de su interconexión, el primer hundimiento de una de ellas es susceptible de arrastrar repercusiones en las otras. Aunque con algunos años de distancia y a la vista de las numerosas crisis en curso en el campo del arte contemporáneo, tal destino institucional parece muy probable, o al menos deseable. Este fenómeno está ya más o menos en potencia tratándose de los grandes acontecimientos internacionales del arte contemporáneo, como las bienales.

En el marco de este ciclo favorable a las dinámicas de cambio institucional, y a través del concepto de productive withdrawal, el sociólogo Kuba Szereder analiza varias alternativas que se ofrecen a los agentes del campo del arte. Las huelgas, los boicots y las ocupaciones son otros tantos fenómenos que coloca bajo el signo del éxodo y de la suspensión de las formas política e intrínsecamente corruptas del arte.

En cierto sentido, se podría decir que la temporalidad normal de la última Whitney Biennale ha sido suspendida por las temporalidades de las luchas que la atacaban. Este tiempo suspendido opera bajo la forma de un proceso de desmitificación para la mayor parte de los participantes en esas acciones, poniendo en cuestión el sentido de su contribución al campo del arte. Pero estas tomas de conciencia no suscitan sin embargo una renuncia nihilista individual, esta retirada implica por el contrario actos de contestación de las que se desprende una energía colectiva.

Esta energía suele ir acompañada de una conciencia de las dificultades de reformar los aparatos institucionales desde el interior, generando un abandono progresivo de las instituciones tradicionales privadas y públicas. La retirada productiva apunta entonces a poner en pie nuevas instituciones auto-organizadas híbridas entre la institución y un movimiento de contestación, tomando el lugar de las instituciones tradicionales en las zonas más devastadas por ellas. Se encuentran ejemplos de estas formas híbridas en el terreno de la educación popular, los medios de comunicación independientes, las cooperativas anarquistas, o incluso en el ámbito de la salud.

Según Kuba Szreder, estas experimentaciones son por lo general el catalizador de la refundación progresiva de las instituciones, estimulando el nacimiento de nuevos formatos por asimilación o bien marcando rupturas brutales que hacen surgir instituciones apoyadas en una nueva filosofía política. Un detalle importante en su análisis consiste en señalar que estas transiciones no se operan nunca gracias a la caridad de las clases privilegiadas, sino sólo a causa de la determinación y a las luchas de base del campo implicado.

Por primera vez en Francia, tengo el sentimiento de que dichas condiciones están potencialmente reunidas en torno al movimiento Art en Grève [Arte en Huelga], nacido tras el llamamiento a la huelga contra la reforma de las pensiones el 5 de diciembre de 2019. Aunque al comienzo este movimiento tomó la forma de una lucha sectorial muy referenciada al arte, progresivamente nuevos componentes en el seno del movimiento permitieron desbordar su marco inicial.

En París, el inédito acercamiento entre militantes procedentes de diferentes campos culturales (Décoloniser les arts, 343 racisé-e-s, La Permanence, L’Oeuvrière, La Buse y militantes sin partenencia a ningún colectivo, procedentes de la danza, el teatro, las artes visuales, la música, la literatura, el cine, la fotografía, estudiantes en escuela de arte y cuidadores de museos) ha permitido sobre todo ampliar el espectro de las reivindicaciones y de las culturas políticas. Muy pronto, alianzas con grupos exógenos al medio del arte (Collectif place des fêtes, Comité de libération et d’autonomie queer y otras formaciones del cortejo de cabeza) cortaron de golpe con las reivindicaciones endógenas dirigidas exclusivamente hacia las instituciones culturales, y dieron lugar a la formación de nuevas entidades (Art en gouine [Arte de bolleras], la coordinación descolonial) y a apoyar a otras luchas (como fue el caso de las camareras en huelga en el hotel Ibis Clichy-Batignolles).

Práctica de asambleas, llamamientos al boicot, cortejos de manifas, sabotajes de inauguraciones, auto-encuestas, grupos de trabajo y de autodefensa, todos los ingredientes están hoy reunidos en el seno de este movimiento para contemplar una mutación hacia una retirada productiva y la constitución de instituciones híbridas. Y si la mutación no tiene lugar esta vez, resultará en adelante evidente que la contestación y la retirada de las instituciones culturales se organiza, se densifica en Francia, ¡y ésta es una excelente noticia!

Para concluir, quisiera insistir en que no pretendo aquí articular una enésima opinión sobre un buen arte versus un mal arte, o un arte nuevo contra un arte antiguo, recurriendo a criterios ficticios y arbitrarios propios de los sistemas de valor del arte. Tampoco se trata de pretender una forma de pureza moral fuera de todo alcance. Cualquiera que sean las razones que incitan a cada cual a participar en el campo del arte, se trata más bien de reflexionar sobra la manera de vivir nuestras contradicciones luchando más conscientemente y a la altura de las luchas internacionales contra las instituciones culturales.

Este texto es por tanto un intento de articular propuestas teóricas y tácticas que han emergido a lo largo de los últimos años para emanciparse del arte contemporáneo, en relación con mis experiencias subjetivas de los requerimientos de este medio y más recientemente de mi participación entusiasta en el movimiento Art en grève Paris-Banlieues. En este período de choque, me parece posible, por no decir necesario, arrojar colectivamente, como ha ocurrido en estos últimos meses, una mirada lúcida sobre la realidad de las condiciones de producción del arte, y por tanto de sus instituciones, de sus artistas y de sus modos de representación.

Desde este punto de vista, y más allá de los casos individuales, el arte es hoy día un problema importante en el sentido de que contribuye de forma activa a estabilizar el orden establecido en el mundo. Cualquier posición que pretenda relativizar este estado de hecho actúa bajo la forma de un discurso eminentemente reaccionario contra la verdad de la genealogía política del arte, sobre todo cuando emana de un director de institución, de un mecenas o de un artista o de un comisario de exposición que obtienen privilegios de este sistema. En vez de alimentar conversaciones propias de sus relatos en torno a las condiciones de supervivencia de sus instituciones, me parece más estimulante comenzar a discutir las modalidades de sus progresivos desmantelamientos.

Y cuando salgamos poco a poco del marco liberticida y represivo del estado de urgencia sanitario, cuando volvamos al curso de nuestras luchas contra adversarios que salen reforzados de esta crisis, no habrá que olvidar plantearse la cuestión de saber qué queda, en concreto, por salvar del arte.

https://www.contretemps.eu/rhetorique-art-contemporain-acceleration-conservatrice/

Traducción: Javier Garitazelaia para viento sur

1. ULIS, unidades localizadas para la inclusión escolar, son mecanismos para la escolarización de alumnos con discapacidades, en primero y segundo grado.

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