POLITIZAR EL SUFRIMIENTO PSÍQUICO PARA QUE EL MAÑANA SEA MENOS OSCURO

Politizar el sufrimiento psíquico para que el mañana sea menos oscuro

Es necesario asumir que la construcción de una sociedad más libre y justa es, por principio, un problema de salud mental

Fernando Balius 9/02/2021

 

La relación entre pandemia y deterioro de la salud mental es algo que a estas alturas se da por hecho. Se alude a ella continuamente en los medios de comunicación, que tratan de esbozar la amenaza que se cierne sobre la sociedad apoyándose en declaraciones de profesionales y datos sobre el incremento del consumo de psicofármacos. En otro plano, alguien como Bernie Sanders ha hecho referencia a los estragos causados por el aislamiento y la ansiedad en el primer párrafo de su artículo de opinión sobre las medidas que debe tomar la Administración de Joe Biden en los primeros compases de la nueva legislatura. La idea de que el sufrimiento psíquico de la gente es un problema de primer orden ha conseguido desbordar los márgenes de lo clínico y de la experiencia individual, lo que ofrece la oportunidad de pensar la salud mental sin los reduccionismos a los que estamos acostumbrados.

Que se acepte la conexión directa entre el contexto y los denominados “trastornos mentales” puede parecer algo evidente a primera vista, pero lo cierto es que no ha sido ni es la tendencia dominante en psiquiatría. La interpretación hegemónica es biologicista, lo que quiere decir que los problemas de salud mental son considerados básicamente como desajustes bioquímicos. Así pues, la “enfermedad mental” se presenta como una patología análoga al resto de afecciones tratadas por la medicina, una disfuncionalidad cuyo abordaje es esencialmente farmacológico. Este es el motivo por el que a la mayoría de las personas que hemos sido atendidas en consultas psiquiátricas nunca nos han preguntado por lo que estaba ocurriendo en nuestras vidas, pero sí hemos escuchado reiteradamente que debemos tomarnos los psicofármacos recetados de la misma manera que un diabético tiene que ponerse la insulina.

Un argumento que responde más a un anhelo que a los hechos, y que ha sido refutado hasta la saciedad por pacientes, profesionales e investigadores ajenos a esta forma de simplificar la complejidad de los fenómenos mentales, pero que, aun así, sigue vigente porque concuerda con un modo de concebir la realidad que cuenta con entusiastas y poderosos defensores. La apología extrema de la individualización que celebra la ideología neoliberal no solo se queda en las dinámicas de consumo, la configuración del sistema productivo o el quehacer institucional, también atraviesa otros territorios menos evidentes, entre los que se encuentra el cómo se percibe y gestiona la salud mental. Hacer del sufrimiento psíquico un problema estrictamente individual responde a la lógica que gobierna el mundo. Un mundo que hoy se cae a pedazos.

La crisis global que ha provocado el coronavirus está tensando buena parte de las contradicciones sobre las que se asienta la organización de la vida que conocemos. Son muchas las viejas verdades que ya no se podrán sostener sin caer en el ridículo. No, no hay ningún psicofármaco que pueda por sí mismo restituir el equilibrio perdido, no hay nada parecido a una insulina para los problemas de salud mental que nos asolan. Nunca lo hubo. Al igual que no existen pruebas médicas objetivas que sirvan para diagnosticar la “enfermedad mental”, solo entrevistas subjetivas, y tampoco demostración empírica alguna de que la depresión, la ansiedad o la psicosis sean causadas por desequilibrios bioquímicos (como suele decir Joanna Moncrieff, profesora de Psiquiatría en el University College de Londres, no se tiene la menor idea de cómo es un cerebro químicamente equilibrado).

Si todo esto fuera así, si los diagnósticos psiquiátricos tuvieran una base fundamentalmente biológica que pudiera subsanarse con medicación, no habría tanto de qué preocuparse en la actual situación: se podría prever el crecimiento de los casos en base a una prevalencia estimada y habría una solución farmacológica ya inventada desde hace décadas para ellos. Pero no, el problema de la salud mental estaba antes de la covid, las consultas psiquiátricas y el consumo de psicofármacos crecían desde hacía décadas sin que se produjera un verdadero cuestionamiento social acerca de los factores que propiciaban semejante escalada. La anterior crisis económica dio numerosas pistas al respecto, pero el modelo asistencial permaneció intacto. Las investigaciones sobre Procesos de desahucio y salud de la Escuela Andaluza de Salud Pública y Los riesgos de la crisis económica en la salud mental en España: evidencias en los centros de Primaria o el más reciente informe del Observatorio Desc sobre Emergencia habitacional, pobreza energética y salud en Barcelona son claras muestras de ello. La irrupción del virus nos acerca a toda velocidad a un horizonte que llevamos tiempo atisbando.

Si el contexto que habitamos empuja a una parte más que relevante de la ciudadanía a la atención psiquiátrica, parece urgente revisar el cómo estamos viviendo

Las condiciones de vida inciden de manera directa en todas y cada una de las problemáticas asociadas a la salud mental. En el caso de las experiencias psicóticas o el diagnóstico de esquizofrenia, por ejemplo, se ha estudiado su relación con las experiencias traumáticasla pobreza o el desempleo. Lejos de querer defender la existencia una única causa, ni tampoco descartar la influencia de la biología (lo cual sería absurdo), creo honestamente que las vidas que vivimos son lo que mejor explica nuestro sufrimiento psíquico. Esta perspectiva, que nada tiene de novedosa, acarrea una serie de consecuencias lógicas y políticas que la han hecho sumamente impopular en determinados ámbitos. Para empezar, apela directamente a la responsabilidad social, es decir, si el contexto que habitamos empuja a una parte más que relevante de la ciudadanía a la atención psiquiátrica, parece urgente revisar el cómo estamos viviendo. También saca la salud mental del campo acotado de la psiquiatría y la psicología y hace de ella una preocupación compartida, ya que deja de ser una cuestión circunscrita únicamente a los individuos y sus dolencias. Plantea, entre otras muchas cuestiones, los límites de un modelo centrado en el fármaco, pues medicalizar la existencia no ofrece una salida real a los problemas de la gente. Porque, al fin y al cabo, de lo que estamos hablando es de que no pueden ofrecerse soluciones individuales a problemas que son colectivos si lo que se busca es la reducción significativa del sufrimiento. A la larga es insostenible. Toda alfombra tiene una cantidad limitada de mierda que puede esconder, y esta ya rebosaba,

Desgraciadamente, este es un momento perfecto para evaluar cómo afronta esta sociedad el deterioro del bienestar mental de las personas. Padecer ansiedad, estar deprimido o incluso tener experiencias psíquicas inusuales como la disociación u oír voces en un contexto como el actual no significa tener una enfermedad, es una respuesta humana a una situación extrema de confusión, precariedad y aislamiento. Llegar ahora a esta conclusión no es complicado, nos basta con mirarnos a nosotros mismos y a nuestro alrededor: el juicio se bloquea con pensamientos recurrentes, la incertidumbre paraliza, algunas ideas desembocan en paranoias, cuesta dormir [inciso: mientras escribo estos párrafos he hablado por teléfono con mi madre, una estoica mujer castellana de 75 años que ha dicho: “Si esto sigue así nos vamos a volver todos locos”]. Nuestro propio día a día nos hace bastante más intuitivo el pensar que los problemas de nuestra salud mental están localizados en la vida que creer que lo están el cerebro. ¿Por qué no reflexionar también sobre cómo ha podido afectar el estrés continuado o un conjunto de experiencias negativas a todas esas personas que ya tenían diagnosticados trastornos mentales antes de la pandemia? Sin duda se podrían extraer valiosas conclusiones prácticas de ello…

Solo si vamos más allá del qué nos está pasando, de la mera constatación de que la gente está sufriendo con todo lo que sucede, podremos plantearnos qué hacer al respecto. La consigna generalizada parece ser invertir en salud mental… ¿pero en qué consiste esa inversión?, ¿más gasto farmacéutico, más personal sanitario, mayor capacidad diagnóstica, más camas en las unidades agudos? Que las plantillas de los dispositivos en salud mental están mermadas es un hecho de sobra conocido. Que la posibilidad de ver a un psicólogo en la sanidad pública suele ser escasa, también. Sin embargo, centrar las necesidades exclusivamente en ello parece presuponer que tenemos un modelo correcto falto de medios, algo que cualquier visita a un centro de salud mental o una planta de psiquiatría pone seriamente en cuestión. Hay que mirar a todo lo que falla antes, esa es la idea implícita en el verbo “prevenir”. Voy a poner un ejemplo concreto que quizás ayude a ilustrar lo que estoy tratando de trasmitir:

Un compañero ha sufrido dos ingresos prácticamente consecutivos durante el confinamiento, un total de ocho semanas. Uno de los detonantes, si no el principal, fue la vulnerabilidad económica, ya que sus ingresos se vieron suspendidos por la situación sanitaria y quedaba fuera de las medidas de protección social al formar parte de la llamada economía sumergida. Cuando le dieron el alta se le facilitó el número de teléfono del trabajador social que le correspondía por zona para que tramitara el Ingreso Mínimo Vital. Nunca nadie atendió a ese teléfono, consiguió presentar la documentación por su cuenta y casi medio año después no tiene ninguna noticia al respecto (una situación compartida por cientos de miles de ciudadanos, tal y como vienen señalando movimientos sociales y sindicatos desde hace meses).

Por tentador que parezca en un primer momento, pedir psicoterapeutas para todos y todas lleva a otro callejón sin salida

En determinada coyuntura, la ayuda profesional hace aguas. Claro está que una persona especializada puede contribuir con conocimientos y herramientas a la gestión de experiencias y sentimientos que desbordan a las personas, pero ¿cómo te puede ayudar un psiquiatra o un psicólogo cuando lo que necesitas es una mínima estabilidad económica y habitacional? Yendo más allá de estrictas necesidades materiales: ¿cómo nadie te va a enseñar a lidiar con el aislamiento cuando el futuro inmediato se caracteriza por el distanciamiento social? o ¿cómo aprender a gestionar la ansiedad provocada por la inseguridad si los vaticinios fallan día tras día desde hace diez meses? Por eso, por tentador que parezca en un primer momento, pedir psicoterapeutas para todos y todas lleva a otro callejón sin salida. No hay terapia que pueda dar por si misma sosiego en una realidad donde fallan los cimientos.

De silenciar históricamente la salud mental se ha pasado a alarmar sobre la necesidad de tenerla en cuenta (la próxima ola de estos tiempos pandémicos), hay quienes han ido más allá y han exigido recursos. De acuerdo, ahora hace falta definirlos, plasmar su traducción práctica para hacer frente a los efectos que está teniendo en la población el miedo, la pérdida, la ausencia de control sobre las propias vidas y la precarización acelerada, cuando no directamente la pobreza. Una perspectiva que tiene que implicar a quienes han experimentado y experimentan el sufrimiento psíquico, a quienes tienen un conocimiento directo de lo que funciona y de lo que no cuando se necesita ayuda. Y que a su vez exige romper con todos los discursos que se quedan y agotan en los síntomas y obvian la vinculación con una vida que a todas luces está funcionando mal. Porque invertir en salud mental supone muchísimo más que “reforzar los dispositivos de salud mental de manera que puedan hacer frente a las necesidades no atendidas y afrontar el [aumento] previsible de la demanda” (Editorial del 11 de enero de El País); es hacer políticas que combatan la desigualdad y ofrezcan un sostén efectivo a todas las personas en situación de vulnerabilidad. Y a partir de ahí, avanzar.

Ya no tiene sentido seguir pensando en la locura como algo situado al margen, algo ajeno. Está demasiado presente en nuestra cotidianidad para seguir desviando la mirada. Las consecuencias psicológicas de la pandemia evidencian que el sufrimiento psíquico es un problema que debe ser afrontado colectivamente. Su politización conlleva exigir con carácter de urgencia los mecanismos necesarios para minimizar su magnitud e impacto, pero desde luego no se queda solo ahí. Significa trabajar por agrietar los tabúes, reconocernos vulnerables a las acometidas de la vida y trazar un camino común a partir de ese reconocimiento. Asumir, en definitiva, que la construcción de una sociedad más libre y justa es por principio un problema de salud mental.

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Fernando Balius

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