Vicente Monclús, un antifascista aragonés en los campos de Stalin

Vicente Monclús Guallar llegó a la Unión Soviética en enero de 1939. Era uno de los 186 jóvenes españoles que conformaban la cuarta expedición de alumnos del Ejército Republicano que debían recibir clases de pilotaje
de caza en los aeródromos de Kirovabad, en el Caúcaso.

El final de la Guerra Civil, dos meses después de su llegada, marcó también el de los cursos. La oferta rusa para que los pilotos permanecieran en la URSS no acababa de ser del agrado de muchos y el regreso a España era imposible, así que buen número de ellos solicitaron viajar a Francia o México, y una treintena larga se mostraron
dispuestos a sumarse a las fuerzas chinas que luchaban contra los japoneses.

Su decisión no agradó ni a las autoridades soviéticas ni a la cúpula del PCE, que estaba llegando al país tras abandonar España. En las semanas siguientes la oferta de permanencia fue periódicamente renovada y en un lento goteo bastantes de los alumnos se resignaron a quedarse e integrarse en sus estructuras productivas. Entre
quienes cedieron no se contaría Abiego, quien enseguida se reveló como uno de los líderes de aquel
grupo de “refractarios” que preferían irse.

El 2 de mayo de 1939 el grupo emprendió viaje a la región de Moscú. Su destino era la Escuela Política de la Internacional Comunista de Planiersnaya, donde se les impartirían clases de formación política. Durante su estancia menudearon las visitas de líderes comunistas españoles, que intentarían disuadirles de su idea de salir
del país.

18 años en la urss libro Vicente MonclúsLos meses pasaban sin avances y los jóvenes se decidieron a solicitar la asistencia de algunas embajadas extranjeras capaces de influir en las autoridades soviéticas. A finales de agosto el Pacto Germano-Soviético acabó de enconar los ánimos y Vicente protagonizó un duro enfrentamiento verbal con el presidente
de los Sindicatos. Asustados, algunos optaron por claudicar; no así Vicente ni varias decenas de sus compañeros.

El 17 de diciembre de 1939, Vicente y Agustín Puig eran recibidos por el jefe del Negociado del Ministerio de Asuntos Exteriores de la URSS solicitaron pasaportes para que una treintena de alumnos pudiesen trasladarse a
México. Un mes después el ministro de Exteriores Molotov recibió a una segunda delegación y se mostró receptivo a sus demandas, pero finalmente lo único que consiguieron fue una violenta reacción por
parte del PCE. Dos días después, Vicente y siete de sus compañeros  eran detenidos y trasladados a una prisión moscovita donde fueron sometidos a un grotesco simulacro de juicio ante un “tribunal” formado exclusivamente por varios delegados del PCE, que no vacilaron en solicitar la pena de muerte para todos ellos. Por fortuna, los soviéticos impidieron el trágico desenlace, aunque no por ello el destino de los ocho acusados iba a ser menos dramático: en los días posteriores los esbirros del régimen intentaron arrancarles una confesión de espionaje a base de brutales palizas.

En un segundo proceso fueron todos condenados a ocho años de internamiento. Vicente y cuatro de sus compañeros fueron embarcados en un tren que les conduciría al Ártico junto a otros dos mil prisioneros. A lo largo de ocho días de hambre y miseria -450 hombres murieron durante el traslado- el  convoy se internó en la taiga, luego los supervivientes abordaron un barco hasta el remoto enclave de Ouquina. A partir de allí, durante
más de dos semanas, siguieron a pie el trazado de la nueva vía férrea que uniría Cutlas con Vorkuta, en la que trabajaban decenas de miles de presos.

A su llegada al campo, los cinco españoles se hallaban en pésimo estado:Juan Navarro sucumbiría a las pocas semanas y Luis Milla, trasladado por estar gravemente enfermo, nunca volvería a ser visto con vida. Con ellos penaban hombres de todas las nacionalidades, entre los que se contaban abundantes milit antes comunistas que en su día habían buscado refugio en la URSS. Las condiciones de vida eran penosas y embrutecedoras.

Trabajaban como bestias y recibían por todo alimento un poco de pan negro, col, harina hervida y algo de pescado. Aquel invierno el termómetro descendería hasta los 55º bajo cero y los prisioneros morirían en masa. Algunas fuentes cuantifican en alrededor de un millón el número de reclusos muertos en esa región entre agosto de 1940 y noviembre de 1941.

La única esperanza estribaba en la huida, pero ¿adónde ir? En cientos de kilómetros a la redonda no había otra cosa que un bosque congelado. La frontera finlandesa -la más cercana- estaba a más de mil kilómetros de distancia, sin caminos ni pueblos. Pese a ello el 6 de noviembre de 1940 Vicente y sus compañeros Juan Salas y José Gironés se lanzaron a la aventura. En un descuido de sus guardianes se apoderaron de los caballos utilizados
en el transporte de madera y huyeron a los bosques. Lograron avanzar casi 120 kilómetros a lo largo de dos noches de marcha a través de espesuras cubiertas de nieve, al término de las cuales los animales estaban tan agotados que decidieron sacrificarlos para aprovechar su carne.

Sabían que se les buscaría intensamente, así que decidieron ocultarse en el bosque durante el invierno para  reanudar la marcha una vez llegado el buen tiempo.

Construyeron una cabaña de ramas y durante varias semanas se limitaron a encender fuego por la noche, alimentándose con la carne de los caballos y algunas bayas que encontraron. Todo fue bien hasta que un día especialmente gélido decidieron encender fuego durante el día, pero el humo de su hoguera fue divisado por el piloto de un avión. El 12 de febrero de 1941 los perros de una patrulla dieron con su paradero. Mordidos y apaleados, tuvieron que caminar durante dos días y medio sin comer hasta un punto desde el que un tren y un camión les devolverían al campamento.

ficha Vicente MonclúsLos siguientes diez días los pasaron en un calabozo de castigo, desprovisto de techo. Medio muertos por congelación, Salas y Gironés fueron trasladados con rumbo desconocido y Vicente jamás volvería a verlos.
A partir de entonces el régimen de internamiento se endureció hasta extremos intolerables y los hombres no aptos para el trabajo comenzaron a ser fusilados de forma sistemática. Para el mes de septiembre la salud del aragonés estaba tan resentida que tuvo que ser trasladado al hospital del campo de Petkora, del que se decía que solamente se salía muerto. El “hospital” consistía en unas miserables barracas equipadas con camastros construidos con cuatro tablas. Los cadáveres helados -70.000 sólo en ese primer invierno de guerra- se amontonaban a la espera de que la primavera permitiera enterrarlos.

Se salvaría gracias al auxilio de la doctora Marcovicha, una prisionera política de 74 años que había perdido a toda su familia a manos de la represión estalinista y le adoptó como a un hijo.

En julio de 1942 el campo fue disuelto y fue traslado a una mina de carbón que le libraría de verse involucrado
en la rebelión de los campos del área de Vorkuta que al mes siguiente se saldaría con miles de presos masacrados. Los presos debían talar árboles destinados al servicio de la mina, pero a causa de su estado morían como moscas, incapaces ya de realizar ese esfuerzo.

El hambre era tan atroz que se comían hasta la hierba de los campos. Una pelagra generalizada le enviaría
de nuevo al hospital prácticamente desahuciado. Cinco años después, el 29 de enero de 1948, se le comunicó
que el Soviet Supremo le había indultado, magnífica noticia si se obviaba el hecho de que nunca había cometido ninguna clase de delito. La notificación iba acompañada de una orden de destierro forzoso a la ciudad de Samarcanda (Uzbekistán).

En Uzbekistán nadie se atrevió a darle trabajo por su condición de deportado y se vio forzado a dormir
en una alcantarilla bajo las vías férreas, sobreviviendo de pedir limosna junto a un joven iraní al que conoció en las calles. Juntos comenzaron a planear su fuga a Irán. La idea consistía en hacerse con un avión en el aeródromo del río Sarasans. Se pusieron en marcha la noche del 10 al 11 enero de 1950, para encontrarse con la sorpresa de que los aparatos carecían de combustible.

El 20 de abril de 1950 fue detenido a la salida de un teatro y acusado de espionaje por haber conversado con un ciudadano norteamericano en el patio de butacas. En la cárcel las palizas fueron terribles y sus interrogadores le incomunicaron durante días en un “calabozo de saco” de 60 centímetros de lado con el fin de obligarle a firmar una declaración autoinculpatoria. Quebrada su resistencia física y moral, acabó por firmar, sin leerla, una falsa confesión de 246 páginas. El 28 de diciembre fue condenado a otros 10 años de prisión sin que mediase juicio alguno.

Por suerte, entrado el mes de enero fue enviado a una fábrica secreta de los alrededores de Moscú donde las condiciones eran bastante buenas y donde se encontró con otros dos españoles en su misma situación.

Dos años después la noticia de la muerte de Stalin llenaría de gozo a la plantilla mixta de esclavos y hombres libres y sería abiertamente celebrada. Sin embargo sus penalidades no habían terminado junto con la vida del dictador:

Vicente Monclús, uno de los primeros españoles que habían ido a parar a los campos de concentración soviéticos, iba a ser también el último en abandonarlos.En abril de 1955 fue  trasladado al complejo de Mordova.

El 6 de enero de 1956 fue  trasladado a la prisión de la Lubianka, en Moscú, donde un juez le confirmó que tras su detención en 1940 los comunistas españoles habían solicitado varias veces que los ocho jóvenes pilotos fueran ejecutados.
Allí permaneció hasta que el 23 de marzo de 1956 el Tribunal Militar del Consejo Supremo de la URSS reconociera lo injusto de su persecución legal. Una vez en libertad fue enviado durante  siete meses a  Dniepropetrovsk, donde trabajaría en una fábrica donde fue hostigado por los comunistas hispanos residentes en
la ciudad hasta que finalmente, recuperado el contacto con sus hermanos, en noviembre de 1956 abandonase para siempre la Unión Soviética camino de París, dieciséis años después de haber sido encarcelado por el simple
delito de pretender abandonar la URSS para vivir su vida en otro lugar y de un modo diferente.

Tres años después, ya establecido en Argentina, daría a la imprenta un relato autobiográfico -18 años en la URSS- que constituye, amén de un vibrante testimonio de sus sufrimientos en los campos, un demoledor alegato contra
la despiadada sinrazón del estalinismo.
Luis Antonio Palacio

 

 

 

 

 

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