SOBRE “ACCIÓN DIRECTA ECONÓMICA”, DE PAUL MASON

Sobre “Acción directa económica”, de Paul Mason

Hace cerca de un mes, el anónimo autor del libro “Acción Directa Económica”, publicado por la editorial Descontrol, tuvo a bien responder públicamente a una alusión que había hecho a su obra en un artículo que criticaba el uso de las criptodivisas en los movimientos sociales por su relación con un mercado altamente especulativo.

Como considero que es necesario hacer públicos y notorios los elementos de disensión entre las posiciones de Paul Mason y las mías, ya que grandes pensadores del mundo libertario no dudaron en alabar su texto sin matizaciones o críticas esenciales, voy a responder a su mención con un pequeño análisis del libro precitado. Un análisis breve, pero pretendidamente claro. Los elementos de conflicto que veo en la obra de Mason van a ser expuestos abierta y, pretendo, respetuosamente, como es menester en un debate honesto entre militantes sociales.

En primer lugar, tengo que aclarar una cosa: no pienso debatir sobre las etiquetas espurias, aburridas y reiterativas que abundan en este tipo de intercambios de ideas en las redes. Desentrañar si yo soy “un poco socialdemócrata”, o si el análisis de Mason es realmente “anarquista” es algo que no tiene demasiado interés. Ambos son vocablos producto de las luchas sociales de los siglos XIX y XX que han expresado los anhelos de millones de personas que no siempre pensaban o hacían lo mismo. Indudablemente, el vocablo “socialdemócrata” ha sido reclamado como propio por personajes tan dispares como Kautsky, José Luis Rodríguez Zapatero, Lenin (militante de la fracción minoritaria o “bolchevique” del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso), Rosa Luxemburgo o Albert Rivera. Las palabras “anarquista” o “libertario” han sido, también, usadas para autodefinirse por personajes como Miguel Bakunin, Ángel Pestaña, Fernando Sánchez Dragó, José Luis Rodríguez Zapatero o Steve Bannon. Poco podríamos aclarar si pretendemos debatir sobre la letra y no sobre la música y el espíritu de esa canción que solemos vincular con los proyectos de socialización y libertades.

En segundo lugar, pretendo ser honesto también al reconocer que al empezar a leer el libro me gustó. El análisis de Mason sobre los usos sociales del Derecho Mercantil es interesante e innovador en el ámbito libertario. La visión estratégica de la posible aplicación desviada de las normas societarias representa un avance sobre las narrativas ortodoxas tradicionales. Aunque, quizás, Mason se enamora demasiado de su argumento y no profundiza en las implicaciones de que dichas normas societarias son, también, instrumentos “estatales” para regular el intercambio mercantil en la sociedad capitalista, el simple hecho de que haga ver que existe un conflicto (un conflicto de clases) asociado a las formas de su uso efectivo en la realidad cotidiana, demuestra una voluntad de entender la realidad que va más allá de la simple repetición de consignas.

El primer error de Mason, en el resto del libro, es no aplicar esa misma mirada al la totalidad de las realidades sociales. Tan contradictorio, conflictivo y posible objeto de un uso desviado es el Derecho Mercantil como la escuela pública o el sistema de seguridad social. Y, es más, tan campo de batalla en su uso práctico resulta lo estatal como lo privado y descentralizado. El bitcoin como el euro.

El problema esencial de la obra de Mason, del que entiendo que se derivan el resto de sus errores, es su visión del corazón del conflicto social. Para Mason el meollo del enfrentamiento que se da en nuestra sociedad, la línea de conflicto fundamental se ubica entre el Estado y las “Asociaciones Libres”, definidas de la siguiente manera:

“Las Asociaciones Libres renuncian a mandar y obedecer. No admiten autoridad por encima de ellas y se niegan a ejercerla.” (p.36)

Sobre esta base analítica el conflicto de clase, en el sentido que tradicionalmente le ha otorgado el pensamiento obrero a dicha expresión, desaparece. La clase trabajadora no es un actor en la lucha social, que se desarrolla entre una minoría consciente de sus deseos de libertad y un aparato externo a lo social que no se sabe qué intereses defiende, más allá de un abstracto “autoritarismo”. La lucha se desarrolla conforme al guion de una película de cowboys, entre los “libres asociados” y “los agentes del sheriff”. El resto del mundo no tiene papel en la función, más allá de adherirse a los postulados de unos u otros, que intercambian golpes y contragolpes, una actividad en la que Mason quiere introducir unas mayores dosis de sutileza.

Dejar el análisis de clase fuera de la ecuación es lo que empuja a Mason a cometer sus mayores errores teóricos, pese a sus prometedores avances iniciales. Es sobre esta base que se puede entender que las acciones que las Asociaciones Libres desarrollan se justifican por sus efectos benéficos para ellas, independientemente de sus efectos sociales para la clase obrera en su conjunto.

Especular con criptoactivos es prometedor. Yo, o mi Asociación Libre, podemos obtener ganancias con ello, dice Mason. Y como mi Asociación es la genuina representante de la libertad contra el mal, todo está bien. Sin embargo, el efecto social sobre la clase trabajadora en su conjunto de los flujos desregulados de capitales (imposición de políticas de austeridad, recortes sociales, desmantelamiento de los servicios públicos, compra de vivienda pública por los fondos buitre, etc.) desaparece para la mirada incompleta de Mason.

Eso le lleva a una crítica despiadada de los servicios públicos, que no tiene en cuenta la realidad efectiva del conjunto de la clase trabajadora, para la que constituyen el último salvavidas frente a la barbarie ultraliberal. Desmintiendo sus primeras intuiciones (que lo estatal es también un ámbito posible para el conflicto de clases, como la propia normativa mercantil) Mason llega a afirmar en su respuesta a mi artículo que:

“El cuento de que no pagar impuestos es insolidario sólo engaña a los que no conocen (ni siquiera conciben) la posibilidad de la autogestión de hospitales, carreteras o escuelas”.

Indudablemente la situación real de clase trabajadora de nuestro país es, en estos momentos la siguiente: ¿Hospitales autogestionados? Ninguno. ¿Carreteras autogestionadas? Ninguna. ¿Escuelas autogestionadas? Algunas, muy meritorias, pero en las que hay que pagar una matrícula que mucha gente no se puede permitir. ¿Cuál es el efecto social, entonces, de una política destinada a diseminar la idea de que no pagar impuestos es bueno? Expandir la miseria, hacerse eco de las necesidades y opiniones de los grandes especuladores capitalistas y alejarse definitivamente de las grandes masas de población trabajadora que entienden, con bastante razón, que los servicios públicos son una forma imperfecta de salario indirecto que tienen que defender.

La posibilidad de una reconducción colectivista de los servicios públicos, para convertirlos en servicios del común, por la vía de los avances en la autogestión de sus estructuras y la participación amplia de las comunidades y los usuarios, queda fuera de foco para Mason, preocupado, en este caso, únicamente en deslindar los campos entre la minoría activista y el enemigo, dejando fuera de la ecuación, o aún peor en el campo enemigo, a la casi totalidad de la población trabajadora.

Esta comprensión reduccionista del conflicto social se filtra también en los límites que Mason muestra a la hora de entender la brutal crisis ecológica que encaramos. De nuevo, las criptos pueden ser buenas para mi Asociación Libre, pero sus efectos nocivos ecológicos desaparecen del foco, porque la colectividad, la clase obrera y sus necesidades, está fuera de la pantalla donde se desarrolla el conflicto. Esa es la esencia ultraliberal de muchos de los textos que, sin duda, ha leído Mason para fundamentar su libro: “la sociedad no existe”, como decía Margaret Thatcher, “sólo veo individuos”. O, en su caso, grupos de individuos asociados para la autogestión sin ligazón con lo que les rodea.

Y eso contamina, también, la propuesta práctica, declaradamente “ilegalista”, del libro. Mason propone “la programación de la ruina (la insolvencia)”, “el desvío de subvenciones”, “el absentismo funcionarial”, y toda una panoplia de supuestas soluciones semejantes. No se explican, por supuesto, a los lectores y lectoras, los problemas prácticos que comporta la llamada “muerte civil” (pasar a las bases de datos de morosos, continuar con deudas por décadas, ver embargados los sueldos y las viviendas, etc.). Tampoco se les explica que la insolvencia es vista generalmente como un problema personal, en este caso fruto de una decisión personal, y que nada obliga a la solidaridad con el insolvente según van transcurriendo los años y los grupos informales se descomponen, y se pasa de una “interesante bohemia juvenil” a una marginalidad brutal.

Porque se propone una línea de acción orgullosamente ultraminoritaria, sin reparar en sus consecuencias para quienes la implementen, en lugar de la participación en las luchas de masas de la clase trabajadora, que implica muchas veces la posibilidad de acoger a las víctimas de la represión en el colchón social generado por la simpatía colectiva con sus acciones. Hay muchos “ilegalismos” posibles, pero sólo son vivibles y socialmente justos los que se articulan directamente con las luchas, las necesidades, los anhelos y los deseos de las grandes multitudes obreras. Como me dijo hace muchos años un gran militante: “si tienes que explicar a la gente por qué has hecho una determinada acción, lo más probable es que no deberías haberla hecho”.

Dejemos aquí la crítica del texto de Paul Mason. Acabemos con una verdad que siempre ha de ser resaltada: pese a todo lo escrito, hemos de agradecer al autor anónimo de “Acción Directa Económica” que se haya preocupado lo suficiente del estado del mundo para dar su opinión públicamente. En gran medida, no compartimos dicha opinión. Pero no olvidemos que un debate es una muestra de respeto.

José Luis Carretero Miramar

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