TECHO DE CLASE

Techo de clase

Existe un techo de clase. Una reformulación del techo de cristal que sirve para impedir el acceso a quienes pertenecen a la clase obrera a lugares de representación, decisión y preeminencia social y laboral.

Sindicalismo: Una herramienta fundamental para construir autonomía de clase y extender la democracia social | iStock

La clase es algo de lo que una persona no se puede despojar cuando ocupa entornos que no están habitados por los del mismo estrato. Se sale de casa sin pensar en ella, pero se le recuerda en cada proceso de la vida cotidiana al compartir espacio con quienes tienen una posición más privilegiada. La conciencia de clase no es un proceso interno, se nace sin ella aunque se sufre su ausencia, sino un advenimiento provocado por desprecios, conflictos, impedimentos del desempeño diario que hacen comprender que lo que ocurre no es por una situación individual, sino por una estructura clasista que tiene como objetivo poner más difícil el progreso a quienes vienen de unas capas sociales humildes. De la nuestra, de quienes nos rodean.

La clase está ausente en el debate público. No sus consecuencias ni sus implicaciones, que son constantes y empapan cada problema que se plantea. Es imposible no atisbarla en cada decisión, en cada estadística y debate, en cada mensaje que se lanza en la política, los medios o la publicidad. Está ahí, omnipresente, pero no se menciona. A la clase no se la nombra. Nunca aparece como causa estructural, no es nunca una parte de la ecuación, aunque la mayoría de las veces es la única que puede ayudar a resolver el problema, y siempre, siempre, es una variable importante en el modo de hallar la respuesta a la incógnita. Sin tener la extracción social como modo preferente de relacionarte con la vida no encontrarás el camino, no hay salida del laberinto cotidiano y colectivo que te determina por tu origen social. Así, entenderás Matrix. La clave de bóveda de tu existencia es adquirir conciencia de clase, después, aparece la clarividencia.

Existe un techo de clase. Una reformulación del techo de cristal que sirve para impedir el acceso a quienes pertenecen a la clase obrera a lugares de representación, decisión y preeminencia social y laboral. Los métodos de reproducción social son múltiples y derivados, pero se ejecutan de una manera que en las redes sociales tienen un nombre popular: las chupipandis. Es fácil distinguirlas, sus miembros se protegen entre ellos, solo se contestan entre sí, solo se citan unos a otros y no atienden a razones ideológicas o morales, lo único que les interesa es preservar su espacio de otros elementos. Este método de reproducción social es la norma de la burguesía, pero como toda representación del poder es copiada por aquellos tránsfugas que tienen como aspiración ocupar esos espacios vedados por clase. Imitan el comportamiento para intentar lograr un pase de oro. Hay tres elementos en este bucle de imposibilidad de ascenso: los burgueses, señores de la posición, los tránsfugas de clase, que no son más que traidores, y los orgullosos de su clase social humilde, que jamás podrán acceder a esas cúpulas exclusivas porque el pase exige renegar de los propios.

Corren tiempos en los que algunos tránsfugas solo miran por su propio futuro intentando disgregar a la izquierda para asegurarse una posición preeminente en los medios que se consoliden en esta primavera reaccionaria. Se han dado cuenta de que es necesario atizar a un hombre de paja que sirva a la reacción para recuperar el poder y que les deje lamer los platos tras el banquete. Para ello buscan establecer una dicotomía imposible que sirva de trampa para capturar a los que creen en la diversidad, la pluralidad y la ampliación de derechos de colectivos vulnerables como núcleo fundamental de las ideas de progreso. Se trata de dibujar dos continentes estancos que por un lado incluyan a los que defienden las cuestiones materiales y en otro las simbólicas, entendiendo por simbólicas aquellos derechos que sirvan para limar las desigualdades estructurales que se complementan con las de clase. El proceso persigue aislar y marginar a quienes creen que la defensa de los derechos humanos y de representación legal son tan materiales como la ampliación salarial o la protección sindical. Ni más ni menos, iguales, sobre todo para quien ve conculcados sus derechosos tránsfugas de clase tienen una estrategia para ser aceptados por las cúpulas de poder haciéndose pasar por una izquierda materialista que en realidad solo se preocupa por reducir al absurdo la importancia de las cuestiones simbólicas y culturales que sirven como proceso performativo para la ampliación de derechos. La acción es burda, pero bien aceptada en las tribunas de decisión reaccionarias. Acusan de posmo a todo aquel que defiende la ampliación de los derechos de los colectivos históricamente oprimidos argumentando que eso es incompatible con una mirada de clase. Quienes consideran que la clase social no es contradictoria ni excluyente con asegurar los derechos LGTBI+ o de las mujeres saben que quien lo considera antagónico solo busca una salida individual al problema colectivo que el capitalismo tardío ha provocado en la clase trabajadora. En definitiva, el objetivo es trepar para llegar a esos lugares reservados para la clase dominante y después renegar de todo origen humilde. Abandonar la clase, ser un tránsfuga. Porque no tardarán en renegar de su origen cuando estén en esa burbuja que exige matar al padre. A su padre, su barrio, su clase, sus orígenes, su discurso y sus intereses que son los nuestros, los de nuestra clase.

El clasismo es uno de los modos en los que se disciplina al elemento discordante de clase en las burbujas de poder. Los que lo han vivido saben a lo que me refiero, los que no es porque es posible que pertenezcan a la clase dominante o no hayan tenido que compartir espacio con ella siendo de extracción humilde. Nadie que haya compartido espacio de trabajo, estudio o vital ha podido eludir ese desprecio que a veces es disimulado y otra descarnado.

Si algo es hegemónico en la sociedad occidental surgida tras el fin de la historia es la subjetividad burguesa. Ha empapado cada espacio de representación pública como una nana decadente, repetitiva y adormecedora. El desprecio de clase emana de diversas maneras, algunas más sutiles, las más, otras crudas, las menos, demoledoras y flagelantes. Reservadas para disciplinar. La condescendencia es el vehículo más habitual que suelen usar cuando alguien de extracción más baja suele perturbarles su espacio de privilegio. El ninguneo, hacer luz de gas, esa mirada por encima del hombro que sitúa de manera física el espacio moral que creen representar. Cuando no es suficiente y el sujeto a someter resiste, aparecen las subjetivaciones peyorativas basadas en el aspecto físico, la cultura, la actitud. El clasismo no tolera que alguien de extracción humilde trate como a un igual a otro de clase dominante, la voz alta, la altivez o el orgullo son vistos como impertinentes. Solo se permite un timbre alto al señor, la clase alta tiene carácter, la baja es chabacana. Si se nos recuerda que siempre debemos tener la cabeza alta es porque estamos acostumbrados a que nos la hayan querido tener gacha.

Al vivir de manera recurrente estos gestos despreciativos en tribunas públicas y espacios privados se está acostubrado a usarlos como una especie de aikido existencial. Ser consciente de la clase hace que se identifiquen con precisión esos comportamientos y se sea capaz de prevenirlos y usarlos contra el que los profiere. Porque existe ese techo de clase, duro y muy resistente, pero se puede romper de manera puntual, la mayoría de las veces de forma azarosa. Cuando se hace, cuando se consigue ocupar una posición de representatividad que no estaba destinada para los de la misma clase hay que utilizarla para quebrar esa barrera y que muchos más aprovechen esa ruptura para colonizar esos espacio de decisión burgueses. Hagámoslos añicos.

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