LA NECESIDAD DE UNA TRANSICIÓN PLANIFICADA Y ECOSOCIALISTA

La necesidad de una transición planificada y ecosocialista

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Por Estalisnao Cantos

El reciente informe del IPCC (el panel de expertos de la ONU sobre cambio climático) no deja lugar a dudas: “Es inequívoco que la influencia humana ha calentado la atmósfera, el océano y la tierra”. Es más, según las filtraciones del borrador del documento del grupo III, se afirmaría que para frenar el cambio climático es fundamental superar el sistema capitalista: “Algunos científicos subrayan que el cambio climático está causado por el desarrollo industrial, y más concretamente por el carácter del desarrollo social y económico producido por la naturaleza de la sociedad capitalista, que, por tanto, consideran insostenible en última instancia”. Además, en este borrador también se dice que “las transiciones no suelen ser suaves y graduales. Pueden ser repentinas y perturbadoras”. Pues bien, en este artículo se va a tratar de hablar de cuáles serían los retos para la transición y, además, por qué la transición debe ser planificada y ecosocialista, y no bajo una dinámica de mercado.

Los límites para la transición

En general, puesto que las emisiones de COestán vinculadas en su mayoría a procesos energéticos, hablar de transición ecosocial y hablar de transición energética en sentido amplio no son sinónimos, pero casi. Cuando se habla de transición energética, se tiende a pensar inmediatamente en el sistema eléctrico, sin embargo la electricidad es solo una parte de la energía final que consume la sociedad. Por ello, una transición energética hacia un modelo completamente sostenible implica un cambio muy profundo del conjunto de las estructuras y dinámicas sociales.

Al margen de consideraciones de tipo político, se pueden identificar cuatro grandes retos para esa transición, ya sea desde una perspectiva neoliberal, social-liberal o ecosocialista:

1. El agotamiento de los combustibles fósiles

Que los combustibles fósiles se van a agotar es un hecho dado el carácter finito de nuestro planeta. Pero en realidad, el problema inminente no es tanto que se agoten como que la oferta no sea capaz de suplir la demanda. A falta de comprobarlo en los próximos años poscovid, es posible que el pico del petróleo mundial se haya producido en el cuarto trimestre de 2018 con 102 millones de barriles diarios (ahora estamos en casi 97 millones). De hecho, su precio ha subido desde los 20 dólares el barril Brent en lo más duro de la pandemia a los actuales 85, y se espera que siga subiendo.

Como ocurre en un sistema de mercado, al desequilibrarse la oferta y la demanda suben los precios. Si efectivamente se corrobora que se ha llegado al pico del petróleo, o al menos a un pico temporal, dado que la inversión de las compañías petroleras no ha dejado de bajar desde 2014, podemos esperar subidas en el precio del petróleo como las que hemos visto en el gas europeo, cuyo precio se ha llegado a multiplicar por 10. Si esto se terminara de producir, metería a la economía capitalista en su conjunto en un verdadero caos.

Por otra parte, si la oferta no satisface a la demanda (o, lo que es lo mismo, hay escasez de petróleo o gas), entonces hay que decidir para qué hay y para qué no. En este punto, el gran problema del sistema capitalista es que la decisión final no es fruto de una deliberación democrática, sino de una imposición a través del precio (quien lo pueda pagar tendrá petróleo y quien no, pues no), cuando no de una imposición militar.

Pero al margen de la profunda crisis en la que puede entrar la economía mundial, o la difícil gestión del día a día en un escenario de escasez de petróleo o gas, otro de los problemas es que para la propia fabricación y puesta en marcha de energías renovables se necesita emplear la energía que hoy consumimos, que proviene en su mayoría de los recursos fósiles. Si las fuentes fósiles escasean, la transición será más cara y además será más lenta.

Ante esta situación, ¿qué van a hacer los gobiernos? ¿Van a rescatar a las fósiles? ¿Será el verde de Biden el primero en salir al rescate del sucio y costoso fracking a cualquier precio?

2. Los materiales para la transición

Según el informe de la Agencia Internacional de la Energía, para llevar a cabo la transición, en 2040 la producción de litio se debe multiplicar por 42, la de grafito por 25, la de cobalto por 21, la de níquel por 19, la de tierras raras por 7 o la de cobre por 2,7. Sin tener un conocimiento muy profundo sobre las existencias de estos materiales en el planeta, parecen cifras muy difíciles de alcanzar. Ahora bien, la transición que se dibuja es utópica: en ella bajo el prisma capitalista el consumo de energía apenas desciende y el de la flota de vehículos de combustión interna actual se sustituye por vehículos eléctricos y de hidrógeno. En concreto, los materiales destinados a los coches y las baterías supondrían en torno al 45% de los materiales necesarios para ese modelo de transición. Igualmente, la red eléctrica consumiría el 35% de los materiales, pero es que, claro, sin electrificar toda esa flota de vehículos no sería necesario aumentar en tan gran escala la red eléctrica. De todos los materiales listados, solo el cobre y algunas tierras raras serían necesarias para la fabricación de fuentes renovables; su uso tiene lugar fundamentalmente en la fabricación de los coches eléctricos.

En lo que se refiere a los materiales necesarios para paneles solares y molinos eólicos, comentar que en la fotovoltaica, la tecnología impuesta es la basada en silicio, la cual no emplea tierras raras; mientras que en los molinos, los actuales sí que emplean neodimio y disprosio, y es donde puede haber mayores problemas en función de la potencia a instalar.

Estos datos nos empiezan a dar una idea de que no habrá coches eléctricos para todas, aunque el camino seguido no sea el ecosocialista. Nuevamente, habrá coches eléctricos solo para quien los pueda pagar. Y aunque existen límites, si la transición llevada a cabo sea de tipo ecosocial y comedida parece que los materiales no tendrían por qué ser un mayor problema. El problema vendrá si se quiere mantener el estándar de consumo actual.

3. El almacenamiento energético

En mi opinión, el almacenamiento es una de las cuestiones más estratégicas en el ámbito de la energía en el medio plazo, porque es, en última instancia, lo que va a marcar la disponibilidad energética. La producción de energía renovable está marcada por su intermitencia debido a la dependencia del sol y del viento. No se puede acudir a una sola tecnología, sino que se requiere un mix de las mismas para satisfacer la demanda de energía eléctrica. La eólica, analizada intradiariamente, funciona todo el día, aunque pueda haber momentos del día en los que aporte poco, y anualmente se observa que aporta más en invierno que en verano. La fotovoltaica entra en funcionamiento en las horas de sol (por la noche no aporta nada) y, por tanto, genera más energía en verano que en invierno. La solar térmica tiene un comportamiento similar a la fotovoltaica al depender del sol, pero con la diferencia de que en este caso la energía se puede almacenar momentáneamente en forma de calor para producir electricidad durante la noche, compensando así parte del déficit que provoca la salida de la fotovoltaica del mix. La hidráulica sí es completamente manejable, es decir, se puede emplear cuando haga falta, pero siempre y cuando haya agua en los embalses. Las distintas tecnologías renovables se complementan entre sí, pero aun así habrá huecos que deberán ser cubiertos.

Esta configuración de renovables hace que, una vez que la cuota de renovables llegue a ser entre el 70 y el 80%, va a empezar a haber un exceso de energía al mediodía que va a ser desperdiciada (generación muy superior al consumo), especialmente en verano, cuando estén en funcionamiento simultáneamente la eólica y la solar. Sin embargo, por la noche y especialmente en invierno, cuando se desconecta la fotovoltaica, se van a vivir situaciones de escasez de energía para lo que puede haber tres respuestas: 1) seguir quemando fósiles; 2) aprovechar la energía almacenada en las horas en las que va a haber un excedente de generación de energía; 3) racionalizar la energía o, lo que es lo mismo, asumir que haya cortes y, por tanto, dar prioridad al consumo según criterios como puede ser el priorizar los servicios fundamentales, bajo un modelo justo y democrático, o bien priorizar a quien pueda pagar la electricidad a esas horas, bajo un modelo de mercado. Por eso digo que el almacenamiento va a ser un elemento estratégico, porque si está en manos públicas podrá ser gestionado de forma democrática, pero si está en manos privadas será una gran fuente de lucro para una minoría y de privación de derechos básicos para la mayoría. En este sentido, la creación de una empresa pública de energía a partir de las concesiones de las hidráulicas que van a ir finalizando en los próximos años es una medida de gran importancia, siempre y cuando se oriente hacia la creación de nuevas centrales de bombeo.

Es importante notar que cuanto menos se reduzca el consumo de energía global, más potencia se va a requerir, más sobredimensionado va a tener que estar el mix y, en consecuencia, más energía se va a desperdiciar en las horas centrales del día, pero también mucha más capacidad de almacenamiento va a ser necesaria para garantizar el suministro sin emplear energía fósil.

El gran problema es que el almacenamiento de energía no es fácil de conseguir. Las principales alternativas de larga duración son la hidráulica mediante el bombeo entre embalses cercanos y las baterías (que son muy caras e intensivas en materiales). En el último año también se están poniendo muchas esperanzas en la tecnología del hidrógeno, que es cierto que puede tener utilidad en ciertos procesos industriales o en vehículos de transporte que empleen mucha energía, pero que tiene el gran inconveniente de que la eficiencia se encuentra en el orden del 30% y que su almacenamiento es difícil y muy costoso.

Por tanto, ir hacia un escenario de alto consumo energético va a implicar casi irremediablemente seguir quemando combustibles fósiles o cortes de suministro a ciertas horas. Si se quiere un escenario 100% renovable, es imperativo reducir el consumo de forma drástica.

4. La electrificación de los consumos

El cuarto de los grandes retos es la cuestión de la electrificación. Del actual consumo energético final en el Estado español, solo el 23% es electricidad y el 7% es renovable directa (fundamentalmente biomasa, biocombustibles, etc.). Esto quiere decir que el otro 70% procede de fuentes fósiles, principalmente derivados del petróleo y gas.

Si se quiere descarbonizar la economía y que toda la energía sea de origen renovable, no solo hay que hacer que la generación eléctrica sea 100% renovable, que sería un objetivo relativamente asequible, sino que hay que hacer renovable ese otro 70% de sectores que emplean combustibles fósiles. Y eso es harina de otro costal.

Hacer renovable el 70% de energía final que emplea fuentes fósiles pasa necesariamente por tres caminos: 1) electrificar los consumos (por ejemplo, el coche eléctrico), 2) emplear renovables directas (por ejemplo, los viejos molinos para moler el trigo), y 3) reducir el consumo energético de esos sectores. En realidad, se debe hacer una combinación de los tres caminos.

La literatura oficial fía gran parte de la solución del problema a que como los procesos asociados a los combustibles fósiles son muy ineficientes, electrificando ya se ganaría una reducción del consumo energético. Pero, aunque mediante esta vía se consiguiese una reducción del orden del 30-40% de ese 70%, aún habría que multiplicar por más de dos los actuales consumos eléctricos (y por tanto de la red eléctrica). Y no es solo un problema de recursos, de disponibilidad o de impactos para instalar tantísima renovable, es un problema de que no todos los procesos son electrificables o al menos no son sencillos de electrificar.

Las posiciones colapsistas o ultradecrecentistas ponen el énfasis, además de en un brutal decrecimiento del consumo energético, en el uso de las renovables directas. Pero el problema es el mismo, aunque en muchos procesos térmicos sea posible emplear la solar térmica, es mucha la intensidad energética requerida como para que esta tecnología sea viable, en al menos una parte importante de casos. Lo mismo para la biomasa, si en lugar de calderas de gas para calefacción o de hornos eléctricos para hacer el pan se empleara biomasa, imaginemos las ingentes cantidades de leña que emplearían nuestras sociedades actuales. El problema es que de estas ideas se habla en abstracto, pero ni se cuantifican ni se dan soluciones concretas para cada caso.

Atendiendo a criterios de justicia energética a nivel global, según los cuales el Norte global, que es quien consume más energía, también es quien más tiene que reducir el consumo, en el Estado español deberíamos reducir nuestro consumo energético del orden del 70%. Este escenario implicaría reducir también la parte de la tarta que emplea electricidad para dejar hueco a las nuevas electrificaciones. Pero como se señala más adelante, este escenario es mucho más fácil de enunciar que de ponerlo en práctica.

El problema de una transición al servicio del mercado

La principal característica del modelo de transición que se está llevando a cabo es que sigue la dinámica de mercado. ¿Y qué significa esto? Pues varias cosas. La primera es que el Estado deja hacer a las entidades privadas, es decir, a las grandes empresas, para que sean ellas las que realicen la transición, renunciando a planificar y a tomar el control de un suministro esencial como es la energía. La segunda, consecuencia de la primera, es que la transición se vuelve un gran nicho para hacer negocio, que además de incluir a las eléctricas que ya estaban en el ajo, también tiene que incluir a las petroleras y gasísticas que se quedan sin mercado. Y la tercera, y más importante, es que, lejos de ser una transición medianamente ordenada, en la que cada apagón de las fósiles va acompañado de un encendido simultáneo en renovable, será una transición completamente caótica. Ya estamos empezando a ver subidas en el precio del gas del 1.000%, del carbón del 500%, y veremos cuánto sube el petróleo en los próximos meses, o incluso si durante este invierno viviremos una falta de suministro de gas o no. El gobierno dice que no va a haber problema, y cuando dicen que no hay problema, ya sabemos lo que viene…

Antes de entrar a hablar del desequilibrio y los fuertes desajustes que previsiblemente van a generar la dinámica de mercado, hay que poner de relieve el porqué de la explosión de las renovables de los últimos 3-4 años. Es evidente que las políticas de promoción de las renovables (las subvenciones) y las expectativas de un mundo que defenestra el petróleo tienen su importancia, pero el factor decisivo que explica la burbuja actual es el coste. En la última década, el coste por unidad de energía generada de la fotovoltaica se ha reducido un 82% y el de la eólica un 38%. De esta forma, si en la primera década del siglo XXI se otorgaban ayudas a las renovables para que estas fuesen viables, hoy en día esas ayudas ya no son financieramente necesarias porque, de hecho, su coste es incluso inferior al de las tecnologías fósiles. Y además, bajo el sistema marginalista de fijación de precios, se vuelve un negocio tremendamente rentable. En este aspecto, el régimen de competencia capitalista no tiene piedad: la entidad que no se adapte a los tiempos morirá. Nada más tenemos que ver lo que le sucedió al gigante Nokia que no supo adaptarse a la era de los smartphones. Es por ello por lo que encontramos a todas las eléctricas, petroleras y gasísticas en una carrera desenfrenada por ver quién instala más molinos y placas fotovoltaicas. Pero claro, recordemos que además de molinos y placas solares, también hacen falta centrales termosolares, así como centrales de bombeo para almacenamiento, y ahí las inversiones están siendo aún muy bajas por falta de rentabilidad.

Pero la gran conmoción que supone la dinámica de mercado es que el mecanismo de ajuste entre oferta y demanda es vía precio. En particular es improbable que la implantación de renovables (y la electrificación de usos, en especial la del coche eléctrico) acompañe la degradación en la producción de petróleo y gas, fruto del agotamiento de los yacimientos existentes y de la falta de inversiones en exploración de nuevos yacimientos. Como consecuencia, es esperable una escasez energética, con disrupciones en los suministros y, sobre todo, con escaladas de precios estratosféricas. Esta situación viene acompañada generalmente de una fuerte inflación, pero que al provenir de un incremento en el precio de la energía y no de un aumento del consumo, no se corrige simplemente disminuyendo la liquidez vía subida de tipos de interés (medida que es esperable que terminen tomando los bancos centrales). Al ser provocada por un sector que tiene influencia en el conjunto de la economía, todo apunta a que viene una crisis muy profunda, que veremos qué impacto tiene en la burbuja financiera, el aumento del desempleo, de los desahucios y de la conflictividad social en general, tanto a escala estatal como internacional. Obviamente, esta situación crea un incremento de la desigualdad, que poniendo el foco únicamente en el acceso de la energía generará un número importante de nuevas bolsas de pobreza energética. Veremos por cuánto se multiplica el número de personas que pasan frío en invierno y calor en verano, o cuántas no pueden llenar el depósito de gasolina para ir a trabajar.

No obstante, las consecuencias del desequilibrio no solo tendrán influencia en lo económico y lo social. En el ámbito de la propia transición también tendrán un impacto importante. Si los precios de las fósiles suben, entonces su rentabilidad también lo hará, y para las petroleras y gasísticas será atractivo aumentar las inversiones, que implicará la extracción de más fósiles que deberían quedarse bajo tierra si no queremos desatar la furia de la naturaleza. Pero, además, es de esperar que las propias fuentes renovables incrementen su coste debido a una doble dinámica: el ascenso del coste de la energía que incrementará los costes productivos y la propia dinámica de mercado: ante un desabastecimiento energético, muchas empresas y particulares se decidirán a instalar renovables, incrementando la demanda muy por encima de la oferta. Nuevamente, esta dinámica hará que solo quienes se anticipen a los movimientos y quienes más dinero tengan puedan satisfacer completamente sus necesidades energéticas. En cualquier caso, esta escalada en los precios provocará una disminución en la rentabilidad de las nuevas plantas, que a su vez puede provocar un retraso en la ejecución de la transición energética.

En definitiva, una transición bajo dinámica de mercado será caótica y generará grandes sufrimientos sociales que probablemente desencadenarán una conflictividad e inestabilidad política global. Para más inri, implicará una transición a trompicones y, en consecuencia, una mayor quema de combustibles fósiles. Por no hablar del extractivismo y del desigual acceso a los recursos a escala internacional…

Otra transición es posible

Frente a una transición caótica, injusta y generadora de desigualdades bajo el modelo de mercado, en este artículo se defiende la necesidad de una transición planificada, porque es la única forma de garantizar que sea efectiva además de justa y democrática. Un apunte: que sea planificada no es condición suficiente, pero sí necesaria, porque el marco de toma de decisiones cambia drásticamente. Una transición planificada sería aquella en la cual se detectan unas necesidades (técnicas y sociales), se realiza un análisis de la situación actual, se dibuja el escenario al que se aspira llegar y se traza el camino que nos llevaría a ese escenario. Ahora bien, el proceso de dibujar el escenario tiene que ser deliberativo y democrático, puesto que tiene que ser un horizonte común. Respecto al camino a recorrer, debemos ser conscientes de que no es único, pero que ante todo debe responder a criterios de justicia social y no dejar a nadie atrás.

Modelos de transición planificada puede haber muchos, pero la propuesta que aquí se plantea es que sea mediante una combinación de titularidad pública y comunitaria. La parte pública es fundamental porque hay una serie de infraestructuras que tiene que garantizar el Estado; en especial, todo lo que tiene que ver con la distribución, el almacenamiento o la garantía en el suministro. Por otra parte, la titularidad comunitaria es imprescindible para garantizar la soberanía energética de las comunidades con la suficiente autonomía respecto a los vaivenes del mercado o del Estado, prevenir frente a movimientos especulativos o futuras privatizaciones, además de permitir una gestión democrática y más cercana al territorio. En este aspecto, la figura de las comunidades energéticas es bastante interesante, pero de poco sirve si no se le da el impulso que corresponde. Baste decir que del total de los 72.000 millones de los fondos Next Generation, solo 100 millones se van a destinar a esta modalidad.

Sea cual fuere el modelo de transición, hay dos cosas que se deben hacer a la vez y además rápido, porque el cambio climático nos sopla en la nuca. La primera es instalar renovables masivamente, y la segunda, reducir el consumo energético drásticamente. Suponiendo un escenario de reducción extrema del consumo energético en el que no incrementemos el consumo de electricidad y eliminemos el consumo fósil, debemos ser conscientes de que, según estudios realizados, la fotovoltaica en tejados solo cubriría del orden del 40% del total de fotovoltaica que habría que instalar en ese escenario de reducción extrema, la eólica habría que multiplicarla por 2, la solar térmica por 5 o por 6 como mínimo… Es muchísima la potencia renovable que aún faltaría por instalar, incluso en escenarios muy decrecentistas; no digamos en escenarios menos ambiciosos de reducción del consumo.

En cuanto a la cuestión de la reducción en el consumo, lo primero que hay que tener claro es que reducción va a haber sí o sí, ya sea por un acto consciente respecto al desafío que supone el cambio climático, ya sea por el agotamiento de los combustibles fósiles, o ya sea porque no existan suficientes materiales como para que las renovables puedan sustituir en su totalidad la energía procedente actualmente de los combustibles fósiles que, recordemos, tienen una intensidad energética acumulada fruto de procesos geológicos de millones de años.

Siendo conscientes de que el consumo actual no es sostenible en el tiempo, la siguiente consideración es si el mecanismo de reducción va a ser vía mercado, es decir, en función de quien la pueda pagar, o si la reducción va a ser vía planificación democrática con el objetivo de garantizar al máximo posible las necesidades y servicios fundamentales. Bajo la vía de la planificación democrática, está claro que primero deberán reducir su consumo las actividades que más derrochan (que suelen estar asociadas a las actividades de los más pudientes). Más allá de ese primer paso, lejos de lógicas individualistas sobre lo que podemos hacer en el día a día, los fuertes descensos en el consumo energético se van a producir mediante cambios sistémicos en nuestro modelo de vida: lo fundamental son los cambios estructurales como el modelo productivo o el modelo de ciudad. Pero, además, si hay escasez energética, habrá que racionalizarla definiendo un consumo máximo por actividades y por habitantes.

¿Cómo reducir el consumo?

Dicho lo anterior, la pregunta clave es ¿cómo y en qué sectores reducimos el consumo? Es sencillo decir que hay que reducir drásticamente el consumo, pero otra muy diferente es decir cómo y sin poner en riesgo la vida de muchísimas personas. No es tan sencillo como promulgar que hay que volver a las tecnologías del pasado, pues cabe recordar que no solo el PIB y el consumo energético tienen crecimientos exponenciales, la población también. No solo es un reto desacoplar descenso del consumo energético y PIB, también descenso energético y descenso poblacional.

Desglosando el consumo energético final por sectores, según IDAE (Instituto para la Diversificación y Ahorro de Energía), en 2019 el transporte era responsable del 44% del consumo; la industria el 24%; el residencial el 17%; comercio, servicios y administración el 12%; la agricultura el 3%.

Con los datos anteriores queda claro que el primer sector en el que hay que actuar es el transporte, dentro del cual el transporte por carretera es el que tiene mayor contribución (76%). La aviación también tiene un peso importante (19%), pero lejos de lo que se suele decir, de que hay que sustituir la aviación nacional por el ferrocarril (que hay que hacerlo), el consumo de la aviación internacional (13%) es más del doble de la nacional (6%). Con todo y con eso, seamos optimistas y digamos que cambiando el modelo de movilidad, de turismo, con producción de cercanía y con trasvase al ferrocarril, se puede disminuir el consumo entre un 70 y un 80%. Es un gran reto, requiere un gran cambio cultural, pero es un reto factible.

Ahora bien, cuando nos adentramos en otros sectores, la cosa se empieza a complicar. Si ponemos el foco en la industria (y el Estado español no está precisamente muy industrializado, casi todo se produce fuera), encontramos que las principales áreas son los minerales no metálicos (cementeras) con un 20%; la química con un 18%; la siderurgia con un 12%; la alimentación con un 12%; pasta, papel e impresión 8%; construcción 7%; metalurgia no férrea 6%… El nivel de obra civil y de construcción de viviendas tiene que bajar, pero al mismo tiempo las viviendas y sobre todo las reformas de viviendas se tendrán que seguir realizando, y estas consumen cemento (el modelo de aldea ecológica es poco viable para casi 50 millones de personas). En la industria química habrá que casi eliminar el consumo de plásticos, pero ¿qué pasa con las pinturas, los detergentes, los cosméticos, los perfumes, los fármacos? En cuanto a la siderurgia, minimizando la fabricación de coches se reducirá su necesidad, pero la construcción y la rehabilitación de viviendas también conlleva bastante metal. En el sector de la industria alimentaria seguro que se puede reducir el consumo, pero la cuestión se empieza a complicar aún más. En el sector del papel, por ejemplo, la publicidad o las notificaciones electrónicas pueden suponer un ahorro, pero ¿vamos a dejar de tener libros en papel?

En lo que respecta al sector residencial, solo el 43% es energía eléctrica, el 21% son gases, el 16% productos derivados del petróleo, el 19% son renovables y el 1% restante residuos. El principal uso de la energía residencial es para climatización, fundamentalmente calentar. Así que reducir el consumo sin condenar a la población a pasar frío pasa necesariamente por la rehabilitación energética de los edificios. Pero detengámonos en este aspecto, ¿cuántas viviendas son eficientes energéticamente actualmente?, ¿el 10%? ¿Cuánto cuesta y cuánto se tarda en rehabilitar más de 14 millones de hogares? ¿Pensamos en el pequeño piso tipo de barrio obrero en el que se cuela el frío y el calor por todas partes? Se puede reducir el consumo por supuesto, pero no va a ser ni fácil, ni rápido, ni barato.

En el sector del comercio, servicios y administración seguro que se puede reducir el consumo, pero claro, lo propio es elevar el nivel de servicios en sanidad, en educación o en dependencia, y eso implicará más gasto energético. Igualmente, en el sector de la agricultura también se podrán reducir los consumos, pero por ejemplo habrá que incrementar la actividad en silvicultura y cuidado de los montes… No es tarea nada sencilla reducir el consumo energético en tan grandes cantidades.

En definitiva, es una necesidad imperiosa reducir el consumo energético, pero llegar a cifras del orden del 50-70% no va a ser nada sencillo y va a tener fuertes consecuencias sobre nuestras formas de vida actuales. Baste decir que durante lo más duro del confinamiento, allá por el mes de abril de 2020, cuando no había ni un coche circulando por las calles, tan solo se consiguió reducir el consumo energético en torno al 30%. Además, tengamos presente que una transición con una reducción en todas estas actividades llevará aparejada una reducción muy importante en el número de empleos. Lo cual no quita para que con un reparto justo de la riqueza podamos trabajar menos y tener más calidad de vida humana.

Después de todas las consideraciones ecológicas, la cuestión de clase sigue siendo una pieza fundamental. La problemática del acceso a la energía y sus consecuencias derivadas (y no todas previsibles) ya están empezando a aparecer, y sin duda se recrudecerá en los próximos años ante el futurible escenario de escasez energética.

La socialización de la propiedad de la generación y distribución, la racionalización de la energía disponible atendiendo a criterios de justicia social y el plantear un horizonte de semigratuidad de la energía son medidas esenciales para el corto y el largo plazo. Si consideramos una factura media por hogar de 40 euros mensuales, la factura eléctrica en el Estado español podría estimarse en 9.000 millones, pero es que el consumo de electricidad de los hogares es solo la tercera parte, así que la factura total podría ascender a 30.000 millones anuales. En cinco años sumarían 150.000 millones, que es más de lo que costaría llevar a cabo la transición, y una vez hecha, los gastos de mantenimiento serían de un orden muy inferior. Por tanto, garantizar el acceso a la energía no es ninguna utopía, es perfectamente posible. Para ello, se debe abandonar el dogma de la economía de mercado y apostar por la verdadera libertad, la que es decidida y compartida entre todos. Pero seamos claros, llevar a cabo el gran reto que tenemos como sociedad implica no solo una socialización del sistema eléctrico y energético, implica la socialización del conjunto de actividades económicas productivas y reproductivas. Como se ha señalado, la reducción del consumo deberá ser sistémica, y eso en sí mismo implica un proceso revolucionario en clave ecosocialista.

Estanislao Cantos es ingeniero aeronáutico y miembro del Área de Ecosocialismo de Anticapitalistas

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