DEL ANARQUISMO A LA DEMO-ACRACIA

En esta situación, ya no es una opción persistir en el “no mires arriba” (por mencionar el título de la versión de La guerra de los mundos en formato gansada que acaba de producir la industria cinematográfica).
camion150sepia

“¿Qué otra cosa, sino anarquista, puede ser un intelectual independiente?”

(“De cómo deje de ser Homo oeconómicus”, José Luis Sampedro)

“Cuando los hechos cambian, cambio de opinión ¿Usted qué hace señor?”

(John Maynard Keynes)

Como norma de vida, fuerza política y convicción ideológica, el anarquismo emerge a la esfera pública llevando a sus espaldas un triple hándicap nominalista, su atrabiliaria <<mala reputación>> glosada por Brassens. De una parte está el que procede de su código fuente, su matriz: el mismo término <<anarquía>>. Reivindicar el concepto anarquía como pasaporte hacia la plena emancipación individual y social conlleva una barrera de entrada epistemológica. La que deriva de una acepción académica y popular negativa que asimila anarquía a caos (desconcierto, incoherencia o barullo, según la RAE). Superar este escollo sigue siendo su principal talón de Aquiles. Por más que un prestigioso hombre de ciencia como el geógrafo francés Eliseo Reclus meritara el ideal anarquista como <<la más alta expresión del orden>>.

Sin embargo, la pugna de generaciones bajo la enseña del trapo negro que ondeó Louise Michel en la Comuna de París ha permitido en buena medida vadear ese obstáculo iniciático. Hasta hacer del anarquismo una propuesta teórica respetable y un troquel de compromiso cívico y solidaridad. En un mundo donde casi todo tiene un precio y cualquier esfuerzo busca la retribución del poder, la presencia de personas que no pretenden ninguna compensación ni alardean de victimismo, ha dado al anarquismo un nicho de respetabilidad más allá de prejuicios y trampantojos al uso. Quizás por ese llevar un mundo nuevo en los corazones que crece a cada instante al practicarlo en el diario quehacer. Autoconciencia de eticidad que Noam Chomsky expresaba así: <<Solo es posible conseguir la capacidad de razonar mediante las propias experiencias, y hay que ser libre para poderlas llevar a cabo>> (El gobierno en el futuro).

Es cierto, no obstante, que la acepción <<libertario>> concurre junto a la de <<anarquista>> tratando de obviar el lastre que esta última entraña. Decir <<movimiento libertario>> es equivalente a <<movimiento anarquista>>, porque ambos procesos expresan una refutación radical de la dominación, a nivel institucional, colectivo o individual. Sin embargo, existe un riesgo cierto de contagio tóxico con denominaciones etimológicamente colindantes, como las voces <<libertariano>> y <<neoliberal>> y sus constructos de <<Estado mínimo>> (Nozick) y <<Estado limitado>> (Hayek), ubicadas en el rango utilitarista de la explotación política y económica. Dos categorías que califican proyectos asociados a la prevalencia del capitalismo como suprema guía de la relación social. Una cultura regida por el espíritu de lucro donde el dinero es la medida de todas las cosas. La catalaxía, el omnímodo orden del mercado que entrega la asignación de recursos a la ruleta oligopólica de la mano invisible.

Estas dos identidades, la finalista anarquista y la funcional libertaria, completan su polisemia con una tercera de carácter teleológico, la antiautoritaria, que tampoco se libra de conjugaciones espurias. Sobre todo porque incide en una extraña pinza: la que atenaza el sustantivo Estado. Desde el gradiente anarquista, nimbado por una suerte de fetichismo negacionista del Estado que apenas ha registrado revisiones a lo largo del tiempo, y desde el plano de la sociedad, por su categorización como bastión de un sistema justo y necesario de inefable ostentación. La mayor incomprensión política que suscita el anarquismo, pensamiento libertario o antiautoritarismo, proviene de esa impenitente <<obcecación>> contra todo lo que entrañe lo estatal. Una brecha de entendimiento que problematiza la necesaria emulsión entre anarquía y ciudadanía. Estirpe cuya última secuela vendría de los anarcocapitalistas de la criptoeconomía, que plantean una enmienda antiautoritaria a la totalidad del Estado analógico para ceder el Grial del valor de cambio al cuño del ciberindividuo.

El <<Estado>>, inventado a la ciencia política por Nicolás Maquiavelo en El Príncipe, entronizado como sustento del contrato social por Thomas Hobbes en El Leviatán y tachado como <<una excrecencia de la sociedad>> por uno de los varios Marx que hay en Marx, goza de tanto prestigio entre la gente corriente como rechazo provoca a los anarquistas. Es el dios pantocrátor de una religión laica que insufla el hálito existencial. Ansiolítico que ofrece prosperidad y seguridad a sus creyentes y seguidores, sin cuya paternal tutela la convivencia institucional decaería. Rasgos diametralmente opuestos a los que sustenta el orbe antiautoritario: lo categoriza como el humus donde anida la sumisión personal, la jerarquización social y la infantilización mental, sede del Gobierno y podio del principio de autoridad legal. De esta forma, si la benevolencia del primer argumentario incurre en una apoteosis del paradigma estatal (que no de lo público, tanta veces en contradicción), la inclemencia del segundo sirve para cebar la declamada mala reputación del ideal anarquista. Una disrupción sin dialéctica superadora.

La cuestión a dilucidar no es tanto quien tiene razón, sino si el desarrollo espacio-temporal del Estado primordial sub specie aeterni (ese universal que abarca a la vez al sujeto y al objeto, el en sí y el para sí, lo inductivo y lo deductivo, el fin y el medio, lo positivo y lo normativo, lo fenoménico y lo neuménico, etc.) confirma una u otra tendencia. Y aquí se dan aspectos propios y contrarios. A mi modo de ver, la postura tradicional del anarquismo frente al Estado adolece de un inveterado tancredismo, languidece atrapada en un bucle de reiteración. Su esquema de referencia se afirma en el cliché del Estado absoluto postfeudal de los siglos XIX y XX singularmente represivo. Y menos en el modelo de Estado Constitucional abierto al mundo de la economía de masas, cuyo último hallazgo ha sido el Estado de Bienestar (bien es cierto que construido en gran medida sobre la base de institucionalizar avances sociales conquistados por las luchas de los trabajadores y los ciudadanos).

Sin embargo y al mismo tiempo no se puede desconocer que a medida que la expansión técnico-científica ha globalizado el capitalismo (hoy sin alternativa visible), el rostro del Leviatán ha devenido en dominante. Porque el monopolio del empleo de la violencia que se otorga al Estado (Max Weber), se quiera o no, conlleva una tentación totalitaria, que sin frenos y contrapoderes (checks and balances) podría legitimar a usarse también contra la naturaleza. Y esto no es una hipótesis de trabajo, es una constatación. Es el Estado como gendarme hegemónico de la economía neoliberal (socializando pérdidas y privatizando ganancias) que funge en los casos de superpotencias como la China de los dos sistemas y la Rusia postsoviética de los oligarcas, donde cohabitan capitalismo y autocracia. Tándem cuya descarnada eficacia acaba de ser mimetizada por las democracias liberales a cuenta de la pandemia al decretar restricciones indiscriminadas de derechos y libertades, y la sinuosa militarización de la sociedad civil. Estamos, pues, ante un género de Estado distópico que bascula de Thomas Hobbes al Carl Schmitt de <<soberano es quien decide sobre el estado de excepción>>, por lo demás ahora tan celebrado por pensadores postcomunistas como Alain Badiou o Ernesto Laclau.

En esta situación, ya no es una opción persistir en el <<no mires arriba>> (por mencionar el título de la versión de La guerra de los mundos en formato gansada que acaba de producir la industria cinematográfica). Desde el primer Informe del Club de Roma de 1972 conocíamos cuáles eran los límites de un crecimiento sostenible, pero no hicimos nada porque desde arriba siguieron cayendo mentiras insostenibles. Y hoy, tras lo dictaminado el pasado agosto por el panel de expertos IPCC de la ONU (234 científicos de 66 países), ha quedado constatado que la actividad económica ya ha rebasado niveles climáticos críticos, que perdurarán durante siglos o milenios. La política gatopardista al uso ha consumado su delirio suicida y aún nos proponen que las radiactivas centrales nucleares sean consideradas energías verdes. La solución final autoinfligida. Y todo por seguir disciplinadamente al abanderado.

Tamaña expoliación de recursos planetaria se cimenta sobre el darwinismo económico y el abuso de poder. Sustrato del <<homo oeconomicus>> acunado por la acción del Estado al servicio del Capital (ora regula, ora desregula, a la carta), utilizando el aval de la representación política como factor de agregación social. No es casualidad que Hobbes fuera el primero en definir el concepto de representación para el proceso de formulación del contrato social. Lo expuso en el capítulo XVI de El Leviatán titulado De las personas, Autores y Cosas Personificadas, presentado con carácter previo al tratamiento Del Estado en el epígrafe siguiente. La vertical del poder que nos representa en todas las instituciones permite que la inmensa minoría gobierne sobre la gran mayoría con el consentimiento de los gobernados. Esta aparente anomalía adquiere un relieve inusitado si comparamos la representación de los tiempos del Hobbes, necesariamente una <<representación de proximidad>> con la <<representación algorítmica> que arma los gobiernos representativos actuales en las sociedades a escala. En una conferencia ofrecida en 1990 por Jacques Derrida sobre la enigmática obra de Walter Benjamín Una crítica de la violencia, el padre del <<deconstructivismo>> se refería a los <<límites de la representación>> y sugería que el texto del pensador alemán <<no es solo una crítica de la representación como perversión y caída del lenguaje sino de la representación como sistema político de la democracia formal y parlamentaria>> (Fuerza de Ley. El fundamento místico de la autoridad. Pág. 71).

Urge un decrecimiento material y materialista que intente frenar la degradación en marcha, y que definitivamente venga impulsado también por otro decrecimiento en el plano político. Un cambio radical en nuestro ecosistema ético y moral, ampliando las fronteras del conocimiento convencional, para conjurar la voracidad del neoliberalismo rampante y restaurar el humanismo antes de que suene la hora del Armageddon. Menos capitalismo y más democracia con alma, porque solo cuando el pueblo sea capaz de recuperar su destino con responsabilidad habrá esperanza de evitar el colapso a que hoy nos vemos abocados como personas y como civilización. Oficialmente la pena de muerte está abolida en muchos códigos penales del mundo, pero de persistir en la ceguera actual puede resultar una realidad para todo el orbe a modo de castigo divino.

Y es precisamente en esta coyuntura donde el anarquismo debería jugar un papel que le saque de su ensimismamiento doctrinal. Lo cual exige revisar sus reticencias ante la democracia, por el hecho de haberla taxonomizado históricamente como apéndice del sistema hegemónico. En el Estado y en el Capital está el peligro (El Estado del Capital después del Capitalismo de Estado), y en la Democracia la posible vía de escape. Los valores que cultiva el anarquismo sin adjetivos son los atributos de la genuina democracia. Pero los libertarios aún no lo saben, y quizás por eso a menudo lo desprecian. Afirmar orgullosamente la desmercantilización y la solidaridad, frente a la ferocidad competitiva y la cosificante jerarquización social, junto con el respeto y los cuidados, son los principales vectores de esa transición que integre sin complejos lo más inédito y vital de la Democracia y el Anarquismo: una DemoAcracia. En la era de la técnica, para que la democracia no sea <<una superstición basada en la estadística>> (Jorge L. Borges) es preciso reiniciarla independiente de cualquier principio (arché) o finalidad (telos): <<sin porqué>> (Reiner Schürmann).

Anarquismo es movimiento, como sostiene Tomás Ibáñez en un libro de muy aconsejable lectura y reflexión. Pero no el de la bicicleta estática ni el de un péndulo. La cosmovisión ácrata tiene la variabilidad del caleidoscopio, incluye un movimiento de traslación a la vez que otro de rotación. Cuando esa realidad poliédrica y evolucionaria se estanca en purezas sacramentales, irredentismos o añoranzas ensimismadas deviene en pieza de arqueología funeraria. Como afirma Eric Voegelin: <<Cuando se acentúa el estado de perfección, y no hay claridad respecto a los medios necesarios para su realización, el ideal será el utopismo>> (La nueva ciencia política. Pág. 149). Pero no incurramos en el derrotismo ni nos vengamos arriba. En el avispero en que estamos instalados hay poco que celebrar y bastante que rectificar. Necesitamos las mismas dosis de humildad que de audacia para desentrañar las claves tectónicas de la babel postpandémica. Y eso pasa por la proactividad de una polinización libertaria que fecunde una nueva paideia, marque diferencias, restañe distancias y siente precedentes. Porque si impera la bulbosidad de rebaño, sin sentido de la responsabilidad ni aprecio de la libertad, se puede coronar a cualquier carismático chiquilicuatre.

(Nota. Este un artículo actualizado del que se ha publicado en el número de Febrero de Rojo y Negro).

Share