EL CAPITALISMO PANDÉMICO

El episodio pandémico sería la última catástrofe habida (que no excluye otras venideras) de un impacto mayor que las anteriores precisamente por las drásticas medidas decretadas para regular la vida cotidiana del común, de escaso efecto en la salud, pero de evidentes consecuencias sicológicas, laborales y sociales.
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En los países donde imperan las condiciones financieras modernas, las catástrofes no son cosa de un futuro más o menos previsible, sino que forman parte de la cotidianidad: son el presente. Puesto que ya no se pueden negar, las catástrofes son algo que los líderes actuales no tienen empacho en proclamar de viva voz, y los expertos a su servicio, en confirmar con gran acompañamiento mediático, para acto seguido postularse como los únicos capaces de gestionarlas. Excusamos decir que tal gestión presupone el mantenimiento del régimen social que las ha provocado, el capitalismo, puesto que su incuestionabilidad está implícita en el catastrofismo dirigente, pero además, implica formas políticas de excepción típicas de los estados de alarma, que requieren la supresión de determinados derechos y libertades. Nos referimos a formas dictatoriales. Para conseguir la aquiescencia de la mayor parte de la población no harán falta demasiados procedimientos coactivos, ya que, reducida esta a la servidumbre por el miedo que transmiten las versiones oficiales, inclinará la cerviz sin necesidad de órdenes perentorias, e incluso se mostrará dispuesta a delatar a los descarriados que las desobedezcan. El orden establecido dispone de medios suficientes para falsificar todo tipo de información inconveniente por el sencillo método de silenciarla e invadir los medios con cualquier sucedáneo, cuya veracidad jamás podrá comprobarse. Así pues, ante esa avalancha de manipulaciones interesadas, bailes de cifras y diagnósticos incontrastables, la opinión pública desaparece, la razón desfallece y la incómoda verdad difícilmente encuentra vías de salida. La propaganda por una supervivencia tutelada y reglamentada discurrirá sin oposición notable en medio de una psicosis inducida, y el resto vendrá de la mano de una criminalización sin réplica de la disidencia en forma de marginación culpable, multas y sanciones.

El episodio pandémico sería la última catástrofe habida (que no excluye otras venideras) de un impacto mayor que las anteriores precisamente por las drásticas medidas decretadas para regular la vida cotidiana del común, de escaso efecto en la salud, pero de evidentes consecuencias sicológicas, laborales y sociales. En todas partes, los parlamentos abdicaron, cediendo los gobiernos la decisión a los expertos y técnicos -en absoluto independientes, ya que están condicionados por sus empleadores y sobornados por sus patrocinadores- quienes han inclinado la balanza en favor de una dictadura tecno-sanitaria. Bajo la susodicha dictadura los dirigentes habían de atajar crisis internas y las multinacionales farmacéuticas tenían que obtener inmensos beneficios, mientras que el mundo seguiría reorganizándose en función de los imperativos financieros asistidos por tecnologías punteras. Como poco, se ha acelerado la absorción del Estado por «los mercados» gracias a las compras de bonos y los fondos de recuperación por parte de los bancos centrales y la Unión Europea. Los grandes fondos de inversión continúan llevando la batuta en un mercado de capitales «a pleno rendimiento». Igual efecto de absorción comprobamos en todo lo relativo a la «transición ecológica» o a la salud, luego no podemos fiarnos de un desarrollismo «sostenible», ni de una ciencia médica que, alejados del conocimiento objetivo, siguen el rastro del poder y del dinero. Quienes más hablan en su nombre, son los que mejor mienten, y no han parado de hacerlo. La sostenibilidad y la medicina, al volverse herramientas de la política y la economía, se transforman en montaje, puesta en escena, espectáculo.

Hay quien afirma que la pandemia fue iniciada o simulada para evitar el hundimiento de los mercados bursátiles. De acuerdo con ese análisis, en realidad, se trataría pues de una operación de salvamento financiero con el pretexto del virus, mediante la cual la Reserva Federal maniobraría a fin de tapar los agujeros del mercado de los préstamos interbancarios y soslayar al mismo tiempo la inflación subsiguiente. Según esta hipótesis que llamaríamos «de la implosión», las inyecciones de liquidez en las finanzas desde la nada exigían la parálisis momentánea de la «economía real» mediante un acuartelamiento casi militar de la sociedad, algo que no podría efectuarse sin que una amenaza mortal, relativamente fácil de inventar, viniera a acosar a una población obsesionada con la salud por los manejos publicitarios del ecologismo capitalista. Una masa vigilada, sumisa y asustada correría sin preguntar a cualquier sitio donde le proporcionaran un remedio, convirtiendo de paso a los oligopolios farmacéuticos en el sector más rentable si cabe de la economía global, y, por consiguiente, por interés, el más alarmista. Estos serían así los responsables finales de la intensa movilización de las legiones mediáticas, las autoridades sanitarias y los expertos oficiosos, realmente militar, en pro de los confinamientos, las distancias, las mascarillas, las cuarentenas, los toques de queda y las vacunas. En último término, la situación podría prolongarse tanto como los malabarismos financieros lo requirieran, pues los resultados obtenidos en la «guerra» contra el virus podían manipularse a placer. Un mal resultado podría ser culpa de la población por no cumplir a rajatabla las impracticables medidas, o de peligrosas variantes víricas al acecho. De acuerdo con esta hipótesis, solucionado el verdadero problema, sobrevendría el milagro de la curación, o como ahora dicen, de la «gripalización». En definitiva, la pandemia no habría sido sino otro avatar, el más desconcertante, de la posmodernidad neoliberal.

La hipótesis anterior no se desmarca suficientemente de las teorías de la conspiración, ni escapa a la sospecha de amalgamar el huevo y la gallina, confundiendo las causas con los efectos. Es difícil de creer un maquiavelismo tan retorcido entre los centros mundiales de decisión, cuando tantas pruebas de irresponsabilidad y estupidez han proporcionado sus más altos cargos. Es más plausible pensar que cuando un organismo supeditado a las multinacionales como la OMS declaró una «emergencia de salud pública de alcance internacional» el 30 de enero de 2020, el momento fue aprovechado por los diferentes sectores de la clase dominante para conjurar sus males y mejorar sus expectativas, empujando cada uno el carro a su manera. Resulta entonces evidente que la conversión de una infección desconocida de baja letalidad en una plaga bíblica de mortaldad considerable obedeció a la confluencia de poderosos intereses espurios ocultos tras el ruido de los noticieros y los discursos agoreros de las vedettes mediáticas. Y esos intereses eran principalmente financieros, comerciales y políticos, vinculados todos entre sí gracias a las grandes empresas farmacéuticas. Ahora bien, puesto que hay pandemia ¿cuál fue su origen?

El secreto es una de las características principales de la dominación contemporánea. Las pistas se borran y por lo tanto nada se puede probar, por ejemplo, la hipótesis de la fuga del quimérico Sars-CoV-2 de un laboratorio chino. Parece la más verosímil y existen informes confidenciales de agencias que la contemplan. Algunos medios de comunicación con mayor grado de independencia que la mayoría, apoyándose en investigadores críticos, han publicado artículos al respecto. En efecto, en la metrópolis de Wuhan (y en otras) existen centros que investigan los coronavirus, algunos financiados por Institutos Nacionales de Salud americanos o por el gobierno francés. Nos interesan las investigaciones denominadas de «ganancia de función», que buscan alterar los virus para volverlos transmisibles con el objeto de anticiparse a la obra de la naturaleza y disponer de tratamientos y vacunas en el momento en que tales virus originen zoonosis por su propia cuenta. No son raros los accidentes que ocurren en los laboratorios mencionados, y la bioseguridad no es la que cabría esperar. Han habido alertas de contagios, particularmente las producidas en 2019, porque concernían a un Sars cercano a nuestro protagonista. La prohibición del acceso a determinados lugares por parte de las autoridades chinas, la destrucción de bases de datos, la presión moral casi terrorista sobre los virólogos disidentes, pero sobre todo, el no haberse encontrado un virus igual en la naturaleza, el fiasco del grupo de expertos internacionales enviados a Wuhan por la OMS y la carta publicada en «The Lancet» por pontífices de la ciencia oficial asegurando gratuitamente el origen natural del virus, obligan a pensar en el accidente.

La exageración maliciosa de la enfermedad Covid 19, unilateralmente calificada de pandemia, y las medidas no preventivas sino extremas recomendadas por la OMS que bloquearon la economía productiva, debían ofrecer la imagen de unos gobiernos -que al ser pillados de improviso ignoraban todo de todo- con la situación bajo control. La comparecencia ante las cámaras de portavoces gubernamentales no daba esa la impresión, pero la histeria colectiva que sus propósitos apaciguadores iban desencadenando preparaba el terreno para lo que fuera, y por qué no, para las nuevas vacunas sin verificar, o mejor dicho, para las terapias génicas con ese nombre. No podemos aseverar con rotundidad que los problemas financieros ocuparan entonces el centro de las preocupaciones de los altos ejecutivos del mundo, pero no cabe duda de que las vacunas se vislumbraban como el negocio del siglo. Los Estados efectuaron compras masivas sin ninguna garantía de eficacia o seguridad, desconociendo la composición exacta del producto y corriendo con los gastos por indemnización en caso de efectos secundarios. La sanidad pública continuó semi-desmantelada mientras el dinero fluía hacia la empresa privada y determinaba los pasos a seguir. La cantidad de contagiados no se podía saber con precisión pues los tests de detección no eran fiables, pero se sabía que la inmensa mayoría eran asintomáticos, no enfermaban. Las vacunas se revelaron poco eficaces y su capacidad de inmunización se mostró pequeña. A pesar de una mayoría de la población inyectada, las «olas» de contagios se fueron produciendo. Los vacunados no solo podían transmitir el virus, sino que podían enfermar y morir como los no vacunados. Además, surgieron complicaciones asociadas a las vacunas como los trombos o las miocarditis: al final, las vacunas ni protegían demasiado, ni tampoco eran muy seguras. La solución dada al problema cae dentro de la lógica demencial de un sistema autoritario donde predominan los intereses privados: incrementar las dosis, mantener las desproporcionadas medidas restrictivas y penalizar a los adversarios de la vacunación, al enemigo que había de ser neutralizado, con la imposición de un pasaporte sanitario. Maticemos sin embargo que la oposición a las vacunas se remonta a una vieja polémica médica entre los partidarios de Claude Bernard y Louis Pasteur. Para los primeros primaba la corrección del desequilibrio orgánico responsable de las infecciones sobre la vacuna. El cuerpo tenía que volverse resistente a los gérmenes, o sea, autoinmunizarse, mediante los hábitos higiénicos, el ejercicio, la alimentación sana y el desarrollo de las defensas, no por medio de la inoculación de patógenos. En el pasado, la medicina naturista tuvo especial acogida en los medios libertarios, tal como testimonian numerosas publicaciones. En el presente, hay minorías que acuden a ella, pero la promiscuidad megalopolitana impide su correcta aplicación y la farmacopea industrial la denigra como negacionista.

Cuando remita la pandemia nada volverá a ser como antes. La gran reinicialización que algunos anuncian significará sobre todo un salto cualitativo en la innovación tecnológica y la digitalización de toda actividad relacionada con la administración, la salud, el trabajo, la cultura y el ocio. Se habla incluso de «digitalizar el territorio». La sumisión a condiciones peores de supervivencia es catalogada por los expertos como «resiliencia», intento dirigente de trivializar las catástrofes. El stand by pandémico ha proporcionado una oportunidad de modernización y dominio que las élites de este mundo no pasarán por alto. Las finanzas se recomponen, progresa el «internet de las cosas», la industria y los servicios se automatizan, la ingeniería genética suprime barreras éticas, la economía en suma disimula su fragilidad con afeites verdes. Los Estados perfeccionan sus métodos autoritarios de vigilancia y movilización, la desinformación y el temor se erigen como principales instrumentos de gobierno, pantallas y aplicaciones median absolutamente en las relaciones sociales, y el ser humano hiperconectado, en esta fase del capitalismo, queda convertido en un minúsculo algoritmo alojado dentro de la gigantesca telemaquinaria global. Siempre a la espera de que esa sensación general de hastío que nos invade rebase los límites de lo soportable y nos empuje a desbaratarla

Presentación de los libros de Lazo ediciones «Contagio social. Guerra de clases microbiológica en China» y «Coronavirus, crisis y confinamiento», el 5 de febrero de 2022 en la Llibreria Anònims (Granollers).

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