Madrid en un contexto de crisis sistémica
Resumen
Las grandes urbes dependen de la entrada y el trasiego diario de grandes cantidades de alimentos, agua, energía y otros materiales. También de una compleja gestión de sus residuos. Todo ello requiere de una movilidad masiva. Estos factores, imprescindibles para el funcionamiento de los grandes núcleos urbanos, se van a ver comprometidos fruto de la crisis sistémica que ya vivimos. Ello hace inviables las grandes ciudades como Madrid e imprescindibles las políticas de desurbanización dentro de un marco más general de ruralización social y económica.
Ecodependencias urbanas
El siglo xx conoció un despliegue de la metrópoli sin precedentes en la historia. Un crecimiento que continúa en las primeras décadas del siglo xxi. En el caso del área metropolitana de Madrid, esto se plasma en que en ella habitan 6,8 millones de personas (3,3 en la ciudad de Madrid). En su crecimiento, la ciudad ha engullido los espacios que habían sido fruto de un diálogo de siglos entre los seres humanos y la naturaleza, acabando con la memoria que se almacenaba en el territorio y rompiendo amarras con los vínculos que ligaban a la urbe histórica al territorio, que ya se habían visto fuertemente alterados con la ciudad industrial del siglo xix. Además, este despliegue de la artificialización ha sido difuso, sin fronteras definidas, al contrario de la ciudad agraria o incluso la industrial. Ese espacio, que ha destruido ecosistemas y tejidos sociales, es ahora mismo el principal nicho de reproducción del capital[1]. Por lo tanto, representa un elemento central del sostén de nuestro sistema socioeconómico.
Hay distintos factores que han impulsado este crecimiento, pero solo uno que lo ha hecho posible: el ambiental. Para que las ciudades se hayan convertido en megalópolis ha sido imprescindible que hayan podido recibir ingentes cantidades de energía (electricidad, combustibles fósiles) y materiales (alimentos, agua, bienes de todo tipo). También que hayan sido capaces de deshacerse de crecientes cantidades de residuos[2].
Esta entrada y salida de materiales y energía ha debido cumplir tres requisitos importantes: ser rápida, provenir de largas distancias y permitir movilizar grandes masas. Además, la movilidad de materiales y energía no es solo necesaria entre la ciudad y su espacio exterior, sino también dentro de la propia ciudad, pues sus dimensiones han obligado a reproducir los mismos patrones de relación metabólica con el exterior, en el interior. Por ello, el despliegue urbano está íntimamente ligado al de las vías de alta capacidad (autopistas, autovías)[3], los grandes aeropuertos y superpuertos, las redes de canalización de agua, las autopistas eléctricas, los oleoductos y gaseoductos o las redes de fibra óptica. También a la movilidad motorizada: coches, camiones, barcos y aviones, fundamentalmente.
El enfoque desde el que se aborda este trabajo es el de las dependencias energéticas y materiales de las ciudades y cómo esto se va a ver afectado por la crisis sistémica, lo que supone que la política municipal deba ser la de la reducción, no la de la ampliación; y la de la ruralización, no la de la urbanización.
Crisis sistémica
El cambio climático no es algo que afectará a las generaciones futuras, sino que está sucediendo y se va a ir agravando (incluso en el mejor de los escenarios posibles) en las próximas décadas. La inercia que el sistema-Tierra ha tomado ya es imparable, aunque dejásemos de emitir gases de efecto invernadero.
Las incidencias sobre la vida humana del cambio climático son múltiples. Una forma de verlas es cómo el calentamiento global está reduciendo ya, y lo va a hacer mucho más en el futuro, los flujos materiales y energéticos que necesitan las ciudades para sobrevivir. Por ejemplo, el cambio climático está disminuyendo la capacidad de producir alimentos, una mayor evaporación del agua y, en la región mediterránea, una disminución de las precipitaciones.
Los dos vectores fundamentales de emisiones de gases de efecto invernadero son la combustión, fundamentalmente de hidrocarburos, y el modelo alimentario agroindustrial. Por ello, reducir las emisiones de gases de efecto invernadero pasa, inevitablemente, por un recorte drástico, muy drástico, del consumo energético en general. Esto va a afectar a elementos centrales del metabolismo urbano: la movilidad, la energía y los materiales disponibles.
Además, esta reducción debe realizarse de manera muy rápida (UNEP, 2019) para limitar la probabilidad de que se activen toda una serie de bucles de realimentación positiva. Si esto sucede, el conjunto del sistema-Tierra tomará las riendas para hacer que el clima evolucione hacia otro equilibrio de entre 4-6ºC superior y los seres humanos perderemos la capacidad de poder frenar el proceso. Este nuevo equilibrio climático significaría que amplios territorios, entre los que está la cuenca mediterránea, fuesen prácticamente inhabitables para el ser humano (Hansen et al., 2017; Berdugo et al., 2020).
Pero el cambio climático no es la única crisis ambiental a la que se enfrenta la humanidad en este momento. También estamos viviendo el final de la disponibilidad abundante y versátil de energía, esa que nos proporcionan los combustibles fósiles, y de muchos elementos. A esto se añade una pérdida de biodiversidad masiva o, dicho de otro modo, una disfunción de los ecosistemas de los que dependen las ciudades (garantizar el agua limpia, purificar el aire, sostener la fertilidad del suelo, etc.) (Fernández y González, 2018).
Ante este desafío mayúsculo, no cabe esperar que los desarrollos tecnológicos puedan permitir sortear la crisis sistémica (Fernández y González, 2018). De este modo, las grandes urbes como Madrid irán dejando de tener disponibles los suministros de los que dependen fruto del cambio climático y del resto de crisis ambientales contemporáneas. Esto las hará inviables.
Además, esta la emergencia multidimensional ya se está produciendo: simplemente en los últimos meses hemos visto incendios sin precedente en Australia y Siberia (detrás está el cambio climático), tormentas excepcionales (Gloria, Filomena) (el cambio climático otra vez), olas de calor brutales cerca del Círculo Polar Ártico (cambio climático), una pandemia que ha parado a medio mundo (una de sus causas ha sido la disrupción ecosistémica), desabastecimientos (espoleados por haber alcanzado los límites de disponibilidad de muchas materias primas) o una crisis económica de las que solo se dan una vez cada siglo en el capitalismo, y la última fue en 2007/2008 (con la crisis energética como uno de sus motores). Por ello, no se pueden postergar las medidas de adaptación y de mitigación: deben implementarse de manera masiva (y precipitada) ahora.
Movilidad
El municipio de Madrid abarca 606 km². Es un espacio en el que, como en todas las urbes modernas, se han separado las distintas funciones urbanas (hábitat, empleo, ocio), creando espacios monofuncionales para cada una de ellas. Esto implica que la movilidad dentro de la ciudad debe ser muy alta. Este problema no es coyuntural, sino estructural, del propio diseño y tamaño del espacio.
La Operación Chamartín (rebautizada como Operación Nuevo Norte) sumará cerca de 3 km² de superficie edificable a la ciudad. Casi el 40% residencial y el resto de usos terciarios. Esto lo hará redundando en el modelo urbano de funciones diseminadas por el espacio: la mayoría de quienes habiten en las nuevas viviendas trabajarían en otra zona de la ciudad, mientras que quienes tengan su empleo en los nuevos rascacielos vendrán de otros lugares de la urbe.
Por ello (entre otros factores), a pesar de la extensa red de transporte público, el número de turismos en la ciudad de Madrid llega casi a los 1,4 millones, a lo que hay que sumar más de 240.000 motos y motocicletas. Y como no solo hay que transportar a personas a largas distancias diariamente, también están matriculados 132.000 camiones (aunque en realidad circulan muchos más) (Ayuntamiento de Madrid, 2021a). El corolario es que, en Madrid, el transporte urbano significa el 22,6% del total de emisiones de la ciudad (Ayuntamiento de Madrid, 2021b).
Dos de las propuestas más repetidas para luchar contra la emergencia climática (pero también energética) son la reducción de la movilidad y la realización de esta en transporte sostenible (en transporte público, en bicicleta, a pie, etc.). En realidad, cuando vemos las cifras de personas y mercancías, las distancias que recorrer y la velocidad a la que es necesario hacerlo para que la ciudad siga siendo competitiva, se hace muy difícil pensar que esto sea posible. El transporte privado masivo no es un accidente de las metrópolis, sino lo que permite que existan. No es sustituible. Por ello, los nodos de transporte público previstos para la Operación Chamartín y otros desarrollos urbanísticos no serán suficientes (nunca lo pueden ser para sostener la hipermovilidad que demandan las ciudades) y la extensión del hormigón traerá aparejada la de vehículos privados.
Ante ello, se aboga por un transporte privado electrificado. Para hacer real el coche eléctrico masivo sería necesario aumentar la potencia renovable[4] de la red eléctrica —que además se debería reestructurar para soportar un suministro discontinuo y descentralizado— y de los puntos de enganche a la red —que deberían ser más abundantes que las gasolineras, pues la autonomía de los vehículos eléctricos es menor—; disponer de grandes sistemas de almacenamiento de electricidad, lo que tiene fuertes desafíos tecnológicos irresueltos, y la conversión de un inmenso parque automovilístico con motores de explosión a motores eléctricos partiendo casi de cero[5]. Además, en un escenario de máximos, debido a las limitadas reservas de litio, cobalto níquel o platino, el número de vehículos eléctricos será notablemente menor que el parque automovilístico actual. Y, por si fuera poco, desde el punto de vista del valor mineral de los recursos empleados en su construcción, un vehículo eléctrico demanda 2,2 veces más recursos que el de combustión (Fernández y González, 2018; Prieto, 2019; Valero y Valero, 2021).
Incluso aunque fuese posible esta electrificación masiva del parque automovilístico (que no lo es), desde el punto de vista climático todavía sería imprescindible su fuerte reducción, pues el coche eléctrico supone, en toda su vida útil, únicamente una reducción de las emisiones de CO2 con respecto al coche de gasolina de entre un 17-30% (Ecologistas en Acción, 2020).
Por ello, los únicos escenarios que permiten acercarnos a la sostenibilidad en materia de movilidad son los de una fuerte reducción del parque móvil, como muestran los modelos científicos (De Blas et al., 2020). Ya que articular grandes urbes como Madrid no es posible solo con movilidad pública y sostenible, la tendencia debería ser la reducción urbana, justo el camino diametralmente opuesto que se pretende con la Operación Chamartín.
Alimentos y agua
La productividad agrícola mundial disminuyó 20,8% entre 1961 y 2020 como consecuencia del cambio climático provocado por actividades humanas, lo que equivale a la pérdida de 7 años de producción (Ortiz-Bobea et al., 2021). También se redujo la calidad nutricional de los alimentos (Högy y Fangmeier, 2013). Esto pone en entredicho la capacidad de alimentar a la población.
Pero el problema urbano es más grave, porque las ciudades no producen la comida que consumen. El 22,7% del total de los productos de Mercamadrid provienen de más de 50 países. Pero entre los productos españoles, las distancias recorridas también son grandes: frutas de la Comunidad Valenciana (39%) y Andalucía (19%), hortalizas de Andalucía (50%), pescados de Euskadi y Galicia… (Mercamadrid, 2021). Todo ello de más allá de la Meseta.
En todo caso, una parte importante del alimento se podría producir en el seno de las ciudades, como de hecho ya ocurre en La Habana, Detroit o Rosario[6]. Sin embargo, sin el concurso masivo del petróleo, este cambio será difícil: requerirá tirar manzanas enteras, romper el asfalto, descontaminar el suelo o llevar agua. Además, alimentos como los cereales que necesitan grandes extensiones, necesariamente tendrán que cultivarse fuera de las ciudades. No es un cambio ni mucho menos sencillo. En todo caso, merecería la pena intentarlo. Una Operación Chamartín más resiliente a los tiempos por venir sería convertir sus 3,4 km² en suelo agrícola.
En lo que concierne al agua, Madrid se abastece de sus zonas cercanas, especialmente del valle del Lozoya, consumiendo cerca de 500 hm3/año (Ayuntamiento de Madrid, 2021c). Pero las aportaciones en régimen natural que abastecen a la ciudad se redujeron prácticamente un 20% durante el periodo 1996-2005 con respecto al periodo 1940-1995 (Ecologistas en Acción, 2016), y la tendencia ha continuado. El cambio climático está detrás de ese proceso, que continuará al alza inevitablemente.
Indudablemente, es posible recortar los consumos mediante la reducción de pérdidas (que son importantes) y cambios en los modos de vida. Pero, siendo la utilización claramente mayoritaria la de los hogares, en un escenario de incremento de las temperaturas no hay un margen excesivo de maniobra. Además, probablemente el agua tendrá una fuerte tensión en sus usos, para empezar el agrícola, que demandará cantidades crecientes en un escenario de cada vez mayor estrés hídrico. En conclusión, el agua es otro elemento determinante del metabolismo urbano cada vez más comprometido.
Energía
La Comunidad de Madrid no llega a producir ni el 5% de la energía eléctrica que consume. Esta energía, desde hace años, está estancada en un reparto 40% renovable – 60% no renovable (REE, 2020). Por lo tanto, Madrid depende de fuentes lejanas y contaminantes para su abastecimiento eléctrico. Por supuesto, en el resto de vectores energéticos (gasolina, diésel, etc.) la dependencia del exterior y el impacto ambiental es todavía mayor.
Considerar que este nivel tan alto de dependencia energética externa se va a poder cubrir simplemente haciendo una apuesta por las renovables y el transporte sostenible no es muy realista. Menos aún en los plazos tan reducidos disponibles. Un metabolismo energético sostenible de Madrid pasa, ineludiblemente, por una fuerte reducción del consumo energético que, a su vez, requiere de un decrecimiento urbano, por lo tanto lo contrario de lo que defienden los grupos municipales para la Operación Chamartín.
Además, las energías renovables (incluyendo la biomasa) no son suficientes para mantener los niveles de consumo actuales y, con las tecnologías de las que ahora disponemos, apenas llegaríamos a alcanzar la mitad del consumo mundial en un escenario de máximos (Fernández y González, 2018). Estas limitaciones provienen de tres factores: el carácter poco concentrado de las renovables; el hecho de que, frente a los combustibles fósiles que se usan en forma de energía almacenada, las renovables son flujos; y que la energía neta que proporcionan muchas de ellas es baja. No son problemas técnicos lo que limita a las renovables, sino físicos. Y con la física no se negocia.
A esto hay que añadir que las renovables, en su formato industrial e hipertecnológico, son una extensión de los combustibles fósiles más que fuentes energéticas autónomas. Todas ellas requieren de la minería y el procesado de multitud de compuestos que se realiza gracias a los fósiles. También de maquinaria pesada que solo puede moverse con combustibles fósiles.
Las renovables se usan hoy en día fundamentalmente para producir electricidad, sin embargo, la electricidad no sirve para todo. Alrededor del 75% del consumo energético español no es eléctrico. En concreto, la electricidad no es buena para mover camiones, tractores o excavadoras que requieren autonomía de movimiento, ya que las baterías pesan mucho. Otro sector con fuerte dependencia de los fósiles es el petroquímico.
El problema del coste energético de la transición no es menor. Sustituir el 2% de la potencia instalada fósil al año por energías renovables (suponiendo una tasa de retorno energético de 10:1, que es probablemente más alta de la que realmente tienen las renovables, y un tiempo de vida de 40 años) requiere una inversión energética de 4 veces la potencia que se quiere instalar, pues la naturaleza no adelanta el crédito energético (no es posible fabricar un aerogenerador con la energía del mañana). Esto implica que, en realidad, el descenso de potencia disponible no será del 2%, sino del 8%. De este modo, invertir en una transición energética significa reducir la energía disponible a corto plazo de forma más rápida que si no se hiciese la apuesta por un nuevo modelo energético. Solo después de 7 años (más de una legislatura) la inversión energética empezará a ser menor que la caída de recursos fósiles. Y, cuanta mayor cantidad de energía renovable se quiera instalar de golpe, mayor tendrá que ser la inversión energética, la caída de la energía total disponible y el tiempo a partir del cual la inversión se compensará (Murphy, 2013).
Otro factor que se debe considerar es el tiempo, pues los plazos requeridos para construir las nuevas infraestructuras se adentran en las curvas de caída de la disponibilidad de combustibles fósiles (los máximos de disponibilidad de los que no se han alcanzado ya llegarán en los próximos años, lustros a lo sumo) y, por lo tanto, dificultan enormemente la transición energética ordenada. En el capitalismo fosilista, los nuevos sistemas de producción energética se han instalado en 50-75 años (Podobnik, 2006; Smil, 2017). Y en todos los casos no se realizó una sustitución de fuentes, sino una adición y, además, no se redujo el consumo de energía, sino que aumentó.
Y, por si todo esto fuese poco, varios elementos centrales para el desarrollo de las renovables de alta tecnología no están disponibles en las cantidades suficientes para su despliegue masivo (Capellán-Pérez et al., 2019).
En definitiva, lo que hay por delante es una transición inevitable hacia energías renovables realmente renovables. Es decir, aquellas que se fabrican con materiales y energía renovable. Esto implica una economía fundamentalmente agrícola y no industrial. Por ello, una Operación Chamartín sensata apunta nuevamente hacia la reconversión de esos terrenos en zona agraria.
Materiales
El análisis de la dependencia material de Madrid lo vamos a realizar a partir de los datos de toda la Comunidad, que son los disponibles. Además, esto resulta sensato desde una perspectiva de sostenibilidad: Madrid debería abastecerse de la producción y extracción cercana, que sería la que se realiza en la Comunidad de Madrid.
La economía madrileña funciona como una transformadora de productos importados en estadios tempranos de transformación, en manufacturas que se exportan. De este modo, importa cada vez más insumos (combustibles, minerales, biomasa) para proveer a sus principales industrias, que a su vez nutren su flujo exportador. El saldo neto físico es marcadamente deficitario, con importaciones de materiales que multiplican por 3 las producciones internas (Naredo y Frías, 2015). Dicho de otra manera, una economía productiva basada en el consumo masivo de combustibles fósiles, minerales y biomasa, pero también centrada en promover ese consumo masivo. Todo ello está muy comprometido fruto de la crisis sistémica.
Ante esto, se aboga por la economía desmaterializada y las smart cities. La propuesta se articula alrededor de un aumento de la eficiencia gracias a la transferencia de datos posibilitada por internet. Pero su carácter inmaterial y su condición ambiental inocua son falsos. Por ejemplo, cada ordenador supone extraer y procesar 1.000 veces su peso en materiales, con el transporte de productos que ello implica y los impactos ecológicos de su producción. Unos materiales que además son escasos. Y la cuestión no son solo los recursos en la fabricación, sino los residuos contaminantes que se generan. Por otra parte, el funcionamiento del ciberespacio y la sociedad de la imagen demandan una considerable cantidad de energía: si se suma todo el ciclo de vida de los aparatos, las TIC implican el consumo de más del 4% de toda la energía (no solo electricidad) del mundo (Turiel, 2018). Por último y fundamental, no existen datos que sostengan la existencia de dicha desmaterialización (Parrique et al., 2019).
Residuos
El final del metabolismo urbano son los residuos. Y decimos final porque el metabolismo de las ciudades es marcadamente lineal, no circular.
En lo que concierne a los residuos gaseosos, las emisiones de CO2 están muy por encima de la media mundial y de las necesidades fruto de la emergencia climática (Ayuntamiento de Madrid, 2021b). Esto corrobora que los núcleos urbanos son nodos centrales de emisiones de gases de efecto invernadero y que esta situación es estructural, como venimos sosteniendo.
Hay que sumar los óxidos de azufre, nitrógeno y las partículas en suspensión responsables de que Madrid tenga una calidad del aire pésima cuando no se toman medidas importantes de restricción de la movilidad (Ecologistas en Acción, 2021).
En lo que concierne al tratamiento de agua, el grueso de su consumo energético (59,1%) se emplea en la depuración, con un consumo total anual en absoluto simbólico: 279 GWh (Ferrer et al., 2015). Nuevamente, aparece la dependencia de altos consumos energéticos en la supervivencia urbana y la necesidad de reducir el tamaño de Madrid.
Respecto a los residuos sólidos, en Madrid se producen 395,40 kg/hab/año, de los cuales alrededor del 83% corresponden a los generados directamente por la ciudadanía y el 17% a la actividad económica (Ayuntamiento de Madrid, 2021d). De estos residuos, solo alrededor de 1/3 se reciclaron o compostaron según los datos oficiales, que en realidad probablemente no sean correctos (Greenpeace, 2020), lo que corrobora la linealidad del metabolismo urbano.
Ante estas problemáticas, cada vez se apuesta más por la economía circular. Pero la única que se acerca a la economía circular en la Tierra, quien consigue tasas de reutilización de los elementos superiores al 99%, es la naturaleza. Y, no nos engañemos, esas son las tasas necesarias en un mundo de recursos finitos. Para conseguirlo, la economía tiene que estar totalmente integrada en los ecosistemas. Solo así es factible. Esto requiere sistemas económicos basados en la energía solar, productos biológicos, el no uso de xenobióticos, desplazamientos a cortas distancias y metabolismos lentos y pequeños (González, 2017). Todo ello, imposible de encajar con grandes urbes.
De la ciudad al campo
La insostenibilidad estructural de las ciudades no quiere decir que no sean bienvenidas todas las medidas que aumenten su resiliencia frente a la crisis ambiental, sobre todo porque sus afectaciones recaen fundamentalmente en las poblaciones más desfavorecidas y es perentorio protegerlas. Lo que quiere decir es que no nos hagamos falsas expectativas de que son factibles grandes urbes a medio plazo (o tal vez incluso a corto, en función de cómo evolucione la crisis sistémica). Las políticas urbanas a llevar a cabo pasan por la reducción del consumo energético y material, su transición hacia un modelo renovable y su integración en el metabolismo ecosistémico, pero dichas políticas probablemente tengan que mirar más allá de las ciudades.
Las energías renovables deben ser verdaderamente renovables, es decir, aquellas producidas con energía y materiales renovables. O, dicho de otra manera, las que se basan en gran parte en la biomasa y las piedras. Fruto de la crisis ecosistémica, esto obliga a una buena gestión y elección de los destinos de la biomasa. Las miradas para hacer esto posible se tienen que dirigir hacia el mundo rural.
También necesitamos renovables para muchas más cosas que para producir electricidad. Por ejemplo, son necesarias máquinas que usen la energía mecánica del agua o del viento para realizar trabajo. Esto implica descentralizar los espacios productivos y llevarlos a los emplazamientos donde las renovables pueden dar las prestaciones.
Pero las energías renovables no son solo el viento, el sol o el agua. Las energías renovables son también las que nos proporcionan nuestros músculos y los de otros animales. Pensémonos como “máquinas” autorreparables (si los daños no son graves), que se alimentan con fuentes 100% renovables y muy versátiles. Esta revitalización del trabajo humano y animal implica volver, entre otras cosas, a poblar los campos para realizar las tareas agrícolas conforme empiecen a escasear las potentes máquinas que realizan ahora estas tareas.
No existen sustitutos del petróleo que puedan sostener un trasiego a largas distancias en cortos espacios de tiempo de grandes cantidades de información, bienes y personas. Esto obligará a economías locales. Pero las economías no solo serán más locales, sino que también serán fundamentalmente agrícolas, pues una sociedad industrial solo se puede sostener mediante combustibles fósiles.
Además, descarbonizar la economía en los plazos que son necesarios para que el cambio climático no se desboque requiere fijar grandes cantidades de CO2 de la atmósfera, además de dejar de usar los combustibles fósiles. Esto se puede hacer mediante políticas de renaturalización masiva de amplias regiones y de apuesta decidida por la agricultura ecológica.
Energías renovables para producir trabajo, seres humanos y animales como vectores energéticos, fuentes materiales renovables, economías locales y agrarias, renaturalización… todo ello fija un objetivo central para una transición ecosocial: articular un mundo rural vivo y agroecológico.
Este es un objetivo que no es pequeño ni sencillo. Requiere de un cambio de la visión de lo rural: su revalorización a costa del mundo urbano. Para ayudar a ello, es necesaria una importante inversión (que se debería sustraer probablemente del ámbito urbano). Por ejemplo, en servicios públicos (que son más caros que en las ciudades, ya que cada infraestructura atiende a un número menor de personas). También una legislación que promueva el éxodo rural. En el ámbito municipal, por ejemplo, recalificando terrenos urbanos en las ciudades en terrenos no urbanizables. En el ámbito estatal, derogando los tratados de libre comercio firmados y poniendo en marcha normativas que prioricen la producción local justa y sostenible. Y por supuesto haciendo una reforma agraria que convierta el latifundio en una gestión comunitaria de la tierra.
En conclusión, necesitamos hablar mucho más del mundo rural que del mundo urbano, porque es imperiosa la revitalización del primero y el desmontaje del segundo. Una bella forma de empezar sería convertir la Operación Chamartín en una gran apuesta por la agricultura de secano agroecológica en el norte de la ciudad.
Notas
[1] Las ciudades generan más del 80 % del PIB mundial (Banco Mundial, 2020). El área metropolitana de Madrid genera el 19% del PIB estatal (Wikipedia, 2021).
[2] En el siglo xxi, las ciudades consumen el 78% de la energía mundial y más del 75% de los recursos naturales, y generan el 60% de los GEI y el 70% de los residuos (UN-Habitat, 2012; Gardner, 2016). Demandan al año 6 millones de toneladas de materiales de construcción, y generan 2,6 millones de toneladas de residuos y 200 millones de kilolitros de efluentes (Pengue, 2017). La diferencia se queda en forma de nuevos edificios y vertederos.
[3] Mientras que la red de ferrocarriles a principios del siglo xx “tan solo” alcanzaba a EEUU, Europa, India, Japón, Argentina, México y poco más, la red de carreteras del siglo xxi abarca todo el planeta con una gran capilaridad y densidad.
[4] La energía eléctrica de 24 millones de coches eléctricos supondría un 20-25% adicional al consumo eléctrico español. Pero la potencia que instalar en los puntos de recarga estaría cerca de la duplicación de la potencia actual instalada (Prieto, 2019).
[5] El gasto energético mundial de esto ronda la extracción anual de petróleo (García-Olivares y col. 2018).
[6] En La Habana, la agricultura urbana proporciona en torno al 70% de los alimentos. Detroit produce cerca del 15% de los alimentos que consume dentro de la ciudad, y el 50% si se suman los espacios periurbanos (Fernández y Morán, 2015).
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