EL ESTADO-EMPRESA ESPAÑOL EN EL CAPITALISMO VERDE

El Estado-empresa español en el capitalismo verde

Erika González y Pedro Ramiro (La Pública, nº 1, junio de 2022)

LUNES 4 DE JULIO DE 2022

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Con la pandemia, ha vuelto el Estado. El neoliberalismo está muerto, las políticas de austeridad se fueron y las instituciones estatales recuperan su intervención decisiva en la economía. Según la visión dominante del relato neoliberal, comprada en no pocas ocasiones por las organizaciones de la izquierda social y política, durante las últimas cuatro décadas el Estado habría ido reduciendo al mínimo su participación en la mayoría de los aspectos que regulan la vida en sociedad, limitando su papel básicamente al fortalecimiento de la represión y el control social. Así que ahora, en el marco de la «reconstrucción» pospandémica, el Estado vendría a reaparecer para recobrar el protagonismo perdido, apostando por reactivar la economía de la mano del sector privado y pilotando la transición del modelo productivo hacia una economía verde y digital. En realidad, el Estado siempre ha estado ahí.

Hasta llegar a este punto de la historia, el Estado no ha dejado de operar como el motor principal en la expansión de las grandes empresas. A lo largo del siglo XX, los Estados centrales jugaron un papel fundamental para impulsar una constitución económica global con la que blindar los intereses del poder corporativo frente a los derechos de las mayorías sociales. Tras el estallido de la pandemia y el parón de las cadenas globales de valor, además de para seguir reforzando toda esa arquitectura jurídica de la impunidad, el Estado se volvió imprescindible para que directamente no se viniera abajo el sistema económico- financiero. Las inyecciones de liquidez, las subvenciones de costes laborales, los préstamos a fondo perdido y la socialización de pérdidas empresariales han sido determinantes para que no se produzcan quiebras en cascada.

Y así va a seguir siendo en los próximos tiempos, porque las expectativas de crecimiento y acumulación de las grandes corporaciones y fondos de inversión transnacionales se basan, precisamente, en que siga girando la rueda de esa permanente transferencia de recursos públicos al sector privado. De hecho, los planes de «reconstrucción, transformación y resiliencia», con los que hoy se anuncia la supuesta adaptación del metabolismo económico a los requerimientos que demanda la crisis ecológica, se articulan sobre la base del continuo rescate de los grandes propietarios. Mejor diríamos, entonces, volviendo al principio, que el mito del «libre mercado» se derrumbó, que los «hombres de negro» están esperando a la vuelta de la esquina y que los Estados nunca han dejado de operar para defender los intereses de la clase político-empresarial que nos gobierna.

La crisis orgánica del «milagro español»

Desde los inicios del capitalismo industrial, el Estado se constituyó como el soporte principal para la extensión de los negocios empresariales. Las grandes corporaciones transnacionales no habrían podido llegar a ser lo que hoy son sin una alianza permanente con las instituciones estatales. Como muestra la evolución del capitalismo español, las élites político-empresariales han logrado hacer fortuna con la expansión global de «nuestras empresas» gracias al apoyo de los aparatos estatales, concretado a través de múltiples mecanismos: económicos, políticos, jurídicos y culturales.

Las raíces del «milagro español» se localizan en la conformación de una gran alianza público-privada entre los mayores empresarios y las altas instancias del Estado. Desde el desarrollismo franquista hasta la «recuperación» tras las dos últimas crisis económicas, pasando por la incorporación de España a la globalización neoliberal y la internacionalización de los negocios empresariales a principios de este siglo, el Estado ha funcionado como el soporte político-económico ideal para la expansión global de los grandes capitales. Al mismo tiempo, ha acudido en auxilio de dichos capitales cada vez que ha habido problemas, ya fueran financieros o diplomáticos, para preservar la «seguridad jurídica» de sus contratos e intereses comerciales por encima de sus impactos sociales, ambientales y culturales.

Este win-win de las clases dominantes se inicia con la dictadura de Franco, con la que se aplastaron décadas de luchas obreras y se reposicionaron los intereses de las élites económicas. En los primeros años del franquismo, caracterizados por el aislamiento internacional y la autarquía, el Estado impulsó la industrialización mediante la creación de empresas públicas y la nacionalización de compañías privadas. A partir de 1959, con el Plan de Estabilización, comienza el conocido «desarrollismo»: se abren las puertas a la inversión extranjera y se potencian las medidas que conducirían a la integración de España en la economía-mundo occidental. Esencialmente, en torno a tres ejes: además de la industria, las políticas públicas de aquella época —y de todas las épocas subsiguientes— fomentaron el turismo y la construcción. La planificación de grandes infraestructuras hidráulicas, portuarias y viarias se sumó a la masiva edificación de viviendas, tanto en las grandes ciudades para albergar la migración interior como en los principales núcleos costeros con el fin de alojar turistas y segundas residencias.

En la transición a la democracia, el Estado continuó operando como el instrumento principal para la «modernización» de la economía. Con los Pactos de la Moncloa y las reformas económicas de finales de los años setenta del siglo XX, se fueron aplicando políticas que fortalecieron a las oligarquías nacionales en un período de gran incertidumbre, creando una línea de continuidad con los privilegios y las propiedades acumuladas desde la posguerra. A continuación, los gobiernos del PSOE que se sucedieron entre 1982 y 1996 promovieron la reconversión acelerada de la economía española para entrar a formar parte de la Comunidad Económica Europea, desmantelando la industria y fomentando el sector servicios. De este modo, el neoliberalismo se extendió a partir de un intenso trabajo de legislación y políticas públicas que consolidaron la liberalización de la economía, la reestructuración del sistema bancario, la devaluación de las condiciones laborales y la reconfiguración de todo el entramado de empresas públicas.

Con los gobiernos de José María Aznar, entre 1996 y 2004, se retomaron aún con más fuerza las reformas neoliberales iniciadas en los gobiernos presididos por Felipe González. La profunda reestructuración del sector público empresarial tenía un doble objetivo: cumplir con los criterios del Tratado de Maastricht, que se convirtieron en la piedra fundacional sobre la que construir la armadura jurídico-económica con la que desde entonces viene operando la Unión Europea, y «alcanzar la transformación económica y social de España, potenciando el protagonismo del sector privado en la actividad económica», tal y como rezaba el programa de modernización firmado por Aznar apenas dos meses después de ser investido presidente del Gobierno. Con los gobiernos del PSOE se vendieron las compañías estatales «poco rentables» y se sentaron las bases para los procesos de privatización; al término del primer gobierno del PP, la mayoría de las grandes empresas estatales (Endesa, Telefónica, Repsol, Gas Natural, Argentaria e Iberia, entre otras) habían sido completamente privatizadas.

Las políticas de «liberalización y flexibilización» atrajeron gran cantidad de capitales extranjeros que se dirigían a la economía productiva, dado que buena parte del sector industrial estaba en liquidación, y también a inversiones especulativas preferentemente dirigidas al sector inmobiliario, que se revalorizó a gran velocidad. Una vez más resultó decisivo el papel del Estado, que alimentó el engorde de la burbuja inmobiliaria eliminando restricciones a promotoras y constructoras. Las grandes infraestructuras fueron el destino principal de los fondos europeos de cohesión, los eventos internacionales se desarrollaron con cargo al presupuesto público y los macroproyectos disparatados se promovieron con el apoyo de las instituciones estatales. La maquinaria estaba engrasada financieramente por la abundante disponibilidad de crédito, y políticamente por el modus operandi que más tarde saldría a la luz a raíz de todos los escándalos de corrupción asociados al ladrillo, las grandes operaciones urbanísticas y el enriquecimiento personal de los responsables políticos de turno.

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Gracias a la conformación de esa gran alianza político- empresarial, sectores estratégicos como las finanzas, la energía, las telecomunicaciones, la construcción y el turismo pasaron a ser controlados por un reducido grupo de empresas. Y estas expandieron luego sus negocios a otras latitudes aprovechando las posibilidades que les brindaba la belle époque del neoliberalismo. En esta «década dorada», que engancha con los gobiernos de Rodríguez Zapatero —todos los ejecutivos españoles han considerado la expansión internacional de las empresas españolas como una «cuestión de Estado»— hasta el estallido de la crisis financiera, América Latina fue el destino prioritario. Se conformaba así una renovada clase político-empresarial, complementaria y bien relacionada con los clanes históricos del capitalismo familiar, que dirigiría el proceso de internacionalización y lideraría la España-marca hasta la entrada de los fondos de inversión transnacionales con la crisis financiera. Siempre en sintonía con todos los «políticos giratorios» que, ya fuera desde sus sillones en las instituciones públicas o desde sus asientos en los consejos de administración, se sumaron a recoger los dividendos que este modelo proporciona a quienes se sitúan en lo más alto de las estructuras del poder político- económico.

Tras el crash de 2008 y el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, el desarrollo del complejo inmobiliario-turístico-financiero que había liderado la economía española en las dos décadas anteriores se desinfló rápidamente. Y la recuperación de los beneficios empresariales se sostuvo a través de dos vías. Por un lado, las grandes corporaciones reacomodaron sus estrategias: ampliaron sus operaciones a otros sectores y mercados, apretaron las tuercas de la devaluación salarial, se deshicieron de los activos de menor rentabilidad y exprimieron los réditos del proceso de internacionalización. Por otro lado, el siempre presente soporte estatal llegó de la mano del rescate bancario, las exenciones fiscales, la reforma de la ley de alquileres, la socialización de los «activos tóxicos» y la obtención de liquidez mediante las compras de deuda por parte del Banco Central Europeo. A ello hay que añadir la catarata de decretos, leyes y contrarreformas que durante los gobiernos de Mariano Rajoy siguieron empujando a la baja las condiciones laborales, mientras contribuían a impulsar la reactivación de un nuevo ciclo inmobiliario- especulativo y la atracción del turismo internacional.

Pero el capitalismo español estaba tocado en su línea de flotación. La posición periférica en el sistema-mundo, la dependencia estructural de los sectores turístico e inmobiliario, la imposibilidad de recomposición de la clase media en torno a otro ciclo largo de expansión financiera, ya apuntaban directamente a una crisis orgánica del Spanish model al terminar la segunda década de este siglo. Todos estos factores, además, se insertan en una crisis estructural del capitalismo caracterizada por el aumento de la tríada estancamiento-deuda-desigualdad; la cual, para rematar el panorama, se superpone al declive de un modelo global de producción y consumo basado en la disponibilidad de energía fósil abundante y barata que ha llevado hasta el extremo los límites biofísicos del planeta. En estas condiciones, se hace materialmente imposible prolongar de manera indefinida la lógica de crecimiento y acumulación. Y en esto llegó la pandemia.

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El Estado-empresa en el capitalismo verde

La fuerte recesión económica, el hundimiento del sector turístico y el frenazo del ciclo de especulación inmobiliaria durante el transcurso de la mayor crisis socioeconómica que ha sufrido Europa desde hace un siglo terminaron de reventar las costuras del capitalismo hispano. Y de nuevo fue el Estado, redoblando su apuesta por salvaguardar los intereses de las clases dominantes, quien entró a operar como garante del rescate permanente de las grandes compañías y bancos. «Hace falta un nuevo contrato social», proclamaba solemnemente Ana Botín en la cumbre empresarial organizada por la CEOE en junio de 2020, para después recalcar que lo fundamental es que puedan asegurarse los mecanismos de extracción de riqueza: «Solo apoyando al empresario y a las empresas es posible todo lo demás». Justamente eso, garantizar los beneficios empresariales a costa del empeoramiento generalizado de las condiciones de vida para la mayoría de la población, es lo que subyace bajo el mantra de la «colaboración público- privada» para impulsar la «reconstrucción» del capitalismo español.

En estos momentos, con el gobierno «más progresista de la historia» encabezado por Pedro Sánchez, los fondos europeos Next Generation aparecen como el elemento más distintivo de las propuestas para «salir de la crisis». No en vano, esos 140.000 millones de euros que se van a movilizar desde el sector públicos, la mitad en créditos y la otra mitad en transferencias directas a los Estados miembros de la Unión Europea —que no van a ser dinero gratis, puesto que implican un aumento del endeudamiento estatal y una mayor aportación al presupuesto de la UE—, van a ser una inyección fundamental para sostener las cuentas de resultados de las grandes empresas españolas.

Con todo, no constituyen ni mucho menos el único mecanismo de apoyo estatal a «nuestras empresas»: restricciones a la inversión extranjera para impedir que los gigantes del capitalismo español sean adquiridos a bajo precio por transnacionales no europeas; rescate de los fondos y sociedades inmobiliarias que han hecho fortuna con el negocio del alquiler; avales a préstamos bancarios y colocación de pagarés empresariales por parte del ICO; entrada en el accionariado de compañías estratégicas a través de la SEPI; aseguramiento de negocios internacionales vía CESCE; ahorro de costes laborales con los ERTE; compras de deuda privada por parte del Banco Central Europeo. Solo este último programa del BCE tiene un presupuesto de 1,85 billones de euros para la adquisición de deuda soberana y corporativa.

Las propuestas gubernamentales para la «recuperación económica» nos teletransportan a décadas anteriores: más ladrillo, más turistas, más internacionalización empresarial. Las mismas compañías que han liderado el capitalismo español desde mediados del siglo pasado son las que ahora pretenden protagonizar la transición energética, la movilidad sostenible, la rehabilitación de viviendas, la alimentación saludable, la digitalización de la economía y la nueva estrategia de acción exterior. Las mismas multinacionales que nos han traído hasta la crítica situación actual, cada vez más concentradas y centralizadas tras los procesos de fusión que han sufrido y la entrada de fondos transnacionales como BlackRock en su accionariado, son las que abanderan la «transformación y resiliencia » de la economía española para embolsarse los fondos públicos y huir hacia adelante.

La especialización clásica del Spanish model trata de resurgir con una mano de barniz verde y digital. No hay capa de pintura, aun así, que pueda tapar la forma de operar habitual de las compañías que lideran la España-marca. Sus impactos socioecológicos nos retrotraen también a hace veinte años. En realidad, nunca han dejado de estar ahí: vertidos de hidrocarburos, contaminación de aguas y tierras, desplazamiento forzado de comunidades locales y pueblos indígenas, criminalización y hostigamiento de líderes sociales… El reciente derrame de Repsol en Perú es el penúltimo ejemplo del modus operandi habitual de las grandes corporaciones. Y es el Estado español el que —siguiendo con este mismo caso— tras asegurar los créditos bancarios concedidos a la petrolera para las obras de ampliación de la refinería La Pampilla, origen del vertido y del desastre ecológico en las costas peruanas, vuelve a ponerse de perfil a la hora de exigir responsabilidades a estas empresas por los impactos de sus operaciones.

Las promesas de seguridad y bienestar en esta fase de «reconstrucción» se fundamentan en la digitalización, la transición ecológica y hasta la «nueva economía de los cuidados». En el marco del Pacto Verde Europeo, bajo la superficie de un gigantesco programa de greenwashing, se trata de desplegar de nuevo el business as usual para así garantizar otro ciclo corto de dividendos empresariales. El relato de las «propuestas de futuro para la recuperación», pese a toda la retórica gubernamental, pasa por continuar con la lógica de acumulación por desposesión, expulsión y necropolítica.

A medida que ha ido avanzando la pandemia, las posibilidades de que se emprendieran reformas de calado para evitar la repetición del modelo post 2008 se han hecho cada vez más remotas. La nacionalización de sectores estratégicos, como ha podido verse con los casos de la sanidad privada o el oligopolio de las eléctricas, pasó de ser una declaración de intenciones a quedar sepultada bajo el avance de la privatización. La suspensión de los alquileres y la prometida reforma legal quedaron en una reestructuración de la deuda con los grandes propietarios de las viviendas y en un repunte de los desahucios. Y la renta básica para cubrir las necesidades básicas de toda la población, en el ingreso mínimo vital. La propuesta de aumentar los impuestos a las grandes fortunas para contribuir a la financiación de las políticas sociales, una primera medida indispensable para la justicia fiscal, ni siquiera ha llegado a estar sobre la mesa del Ejecutivo. Los avances en la subida del salario mínimo y la eliminación de la contratación temporal, al fin y al cabo, son muy poca cosa para enfrentar el avance acelerado de la colaboración público-privada como mecanismo de extracción de rentas en favor de las oligarquías nacionales y el capital transnacional.

En este contexto, la articulación de propuestas sociales y políticas con las que transitar hacia horizontes emancipadores requiere ir disputando y ganando cada vez más espacios al poder corporativo. Y la vía para hacerlo posible pasa por enfrentarse a los vectores centrales del proceso de acumulación capitalista: las élites político-empresariales que lideran las grandes corporaciones y los fondos de inversión transnacionales. Aquí es donde las organizaciones sociales se juegan las posibilidades de acometer propuestas transformadoras, moviéndose entre la urgencia de la resistencia comunitaria frente al avance de las privatizaciones, la exigencia permanente al Estado de mejoras en la regulación, y la construcción de alternativas basadas en la economía solidaria, de carácter ecologista, feminista y anticapitalista, que al tiempo que están avanzando se topan con dificultades para dar un salto de escala. En todo caso, frente a un Estado cada vez más autoritario y sometido a la lógica del poder corporativo, redistribuir la riqueza, repartir los trabajos y replantear las bases del modelo económico, fortaleciendo los procesos de autoorganización social desde la base sin renunciar a la disputa de ciertos espacios institucionales, aparecen como las únicas claves posibles para repensar el futuro con criterios de justicia social y ambiental.

 


Texto: Erika González y Pedro Ramiro (OMAL) / Ilustraciones: Alba Feito.

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