Macron y la guerra civil en Francia


Algunos han creído erróneamente que el neoliberalismo no es más que una doctrina lo suficientemente heterogénea o incoherente como para no tener que preocuparse demasiado por ella. Otros pensaron que esta doctrina ya había sido relegada al olvido, y con ella las políticas y modos de gobierno que encontraban en ella su racionalidad, como si hubiera bastado constatar sus catastróficos efectos sobre la naturaleza y la sociedad para liberarse de ella de una vez por todas. Todos estos errores de análisis acumulados han provocado una gran ceguera. Es urgente comprender cómo el neoliberalismo es una doctrina de guerra civil, en el sentido en que Michel Foucault sostenía que «la guerra civil es la matriz de todas las luchas de poder, de todas las estrategias de poder» (Michel Foucault, La société punitive) Esto es algo que el gobierno actual sabe perfectamente, ya que lo aplica a sabiendas y sistemáticamente mientras acusa a los diversos «enemigos de la república» de ser responsables de ello, en una inversión que tiene todo de negación.
1. El miedo a la democracia
El neoliberalismo –doctrina que Édouard Philippe aclamó en 2019 ante la Autoridad Francesa de la Competencia, rindiendo homenaje a uno de sus principales fundadores, Friedrich Hayek, y a su concepción del Estado como guardián legal de la competencia económica efectiva– nació a finales de los años 30 con el objetivo de establecer un orden político firme y coherente que protegiera la propiedad privada y garantizara los intercambios competitivos del mercado, las «libertades económicas». Había que «renovar» el liberalismo haciendo del Estado la membrana protectora de la competencia de mercado, porque la política de laissez-faire de los liberales clásicos y su doctrina del Estado mínimo no habían logrado proteger al mercado del poderoso y peligroso deseo de igualdad de las masas. Desde el principio, los defensores del neoliberalismo identificaron explícitamente el principal problema que amenazaba su proyecto de hacer más fluido el mercado a través del Estado: la democracia, que siempre es susceptible de poner en peligro las libertades económicas. Su estrategia política, arraigada en una profunda demofobia reaccionaria, no ha cambiado desde Hayek hasta nuestros días. Consiste en contener, neutralizar o destruir todas las fuerzas que atenten contra los intereses económicos privados y el principio de competencia con el argumento de que la justicia social es un mito.
A la cabeza de estas fuerzas están los sindicatos, la oposición «colectivista», los movimientos sociales y las mayorías electorales «manipuladas por demagogos». Los doctrinarios neoliberales han dedicado innumerables páginas a idear formas de mantener en jaque a la democracia, no dudando en reclamar un derecho de excepción que otorgue al gobierno plenos poderes sobre los órganos parlamentarios, lo que uno de ellos, Alexander Rüstow, denominó «dictadura dentro de los límites de la democracia». Otros llegaron a subrayar la utilidad de la violencia fascista para salvar a la «civilización europea» de la «barbarie» socialista (Ludwig von Mises). Otras vías más «legales» también son practicables según las circunstancias, por ejemplo la introducción de una «constitución económica» para consagrar en la ley todas las condiciones de una economía capitalista de modo que queden protegidas de las opciones políticas y de la voluntad popular. Hay que hacer todo lo posible para derrotar al «Estado social» que uno de los suyos, Wilhelm Röpke, describió como «fruta podrida». En lugar de este Estado social, hay que construir y defender un «Estado fuerte», que Röpke definió como «un Estado totalmente independiente y vigoroso que no se vea debilitado por autoridades pluralistas corporativistas».
2. Una guerra sin final a la vista
Pero, ¿es legítimo hablar de «guerra civil» para describir la instauración del Estado neoliberal fuerte contra fuerzas sociales y políticas hostiles al capitalismo o simplemente deseosas de mayor igualdad y solidaridad?
A este respecto, la historia no engaña cuando se repite con tanta regularidad. Ya en 1927, Mises aplaudió en Viena cuando los poderes de emergencia otorgados a la policía para reprimir una manifestación obrera se saldaron con 89 muertos. En 1981, los tres Premios Nobel de Economía, Friedrich Hayek, Milton Friedman y James Buchanan, se reunieron en la Sociedad Mont Pelerin para celebrar la dictadura de Pinochet en el momento álgido de su represión. Röpke apoyó el apartheid en Sudáfrica, mientras que Hayek envió un ejemplar de su libro La Constitución de la Libertad al dictador portugués Salazar para, según decía en la carta que lo acompañaba, «ayudarle en sus esfuerzos por concebir una constitución protegida de los abusos de la democracia». Thatcher, que mantenía correspondencia con Hayek, hizo de La Constitución de la Libertad el libro de fe del Partido Conservador: reprimió militarmente la huelga de los mineros, matando a tres personas e hiriendo a más de 20.000, y trató con dureza los disturbios urbanos de negros e indopaquistaníes, al tiempo que permitía que la extrema derecha se desbocara. Como Gobernador de California a principios de los 70, Reagan introdujo la obligatoriedad de pagar tasas escolares y la represión del movimiento estudiantil por parte de la Guardia Nacional de California se saldó con un muerto. En su primer discurso como Presidente ante el Partido Republicano tras su victoria en 1981, agradeció a Hayek, Friedman y Mises, entre otros, «su papel en [su] éxito». «La guerra civil habita, atraviesa, anima e inviste al poder por todas partes», decía Foucault, «tenemos precisamente los signos de ella bajo la forma de esta vigilancia, de esta amenaza, de esta detención de la fuerza armada, en resumen de todos los instrumentos de coerción que el poder efectivamente establecido se da para ejercerla» (Ibid, p. 33).
Sin embargo, la imposición del orden de mercado mediante la neutralización o la destrucción de la democracia no puede ganarse a largo plazo el apoyo de la sociedad, con la excepción de las clases proempresariales que siempre se benefician de ello. Por eso, la estrategia de «enemistización», de creación de enemigos responsables del caos, es esencial para la política neoliberal de guerra civil, porque, a través de la batalla cultural y mediática que desencadena y que el Estado trata de controlar a toda costa, aglutina en torno al poder a la coalición social de quienes toman partido contra el enemigo social designado. Para los neoliberales, todos los que critican la «civilización capitalista» entran en la categoría de enemigos: En los años 20, Mises veía a la Rusia soviética como un «pueblo bárbaro»; en los 40, Röpke veía a los trabajadores como «invasores bárbaros en su propia nación»; y a finales de los 50, comparaba a los sudafricanos negros con una «abrumadora mayoría de bárbaros negros»; en los ochenta, Hayek calificó a los manifestantes estudiantiles de los setenta de «bárbaros no domesticados» y Buchanan los llamó los «nuevos bárbaros», mientras que Thatcher se refirió a los sindicatos mineros como el «enemigo interior».
3. Macronismo o la forma convulsa del neoliberalismo
Por tanto, no entendemos el neoliberalismo si olvidamos su carácter intrínsecamente autoritario. La frase de Hayek: «Prefiero un dictador liberal a una democracia sin liberalismo» resume la actitud neoliberal ante la democracia: aceptable cuando es inofensiva, hay que negarla de una u otra manera, incluso por los medios más violentos, cuando amenaza el derecho ilimitado del capital.
Por tanto, el macronismo no es violento por casualidad o accidente. Es una de las formas políticas que puede adoptar el neoliberalismo, porque es coherente con su estrategia de neutralización del poder de decisión colectivo cuando se opone a la lógica del mercado y del capital. Su particularidad histórica es que radicaliza la lógica neoliberal a destiempo, en un momento en que todas las señales sociales, políticas y ecológicas están en rojo, por lo que sólo puede agravar todas las crisis latentes o abiertas. El resultado está a la vista: el anquilosamiento convulsivo de Macron está generando una resistencia masiva y decidida de la sociedad.
Quienes interpretaron el neoliberalismo de Macron como una tercera vía moderada, a distancia del ultraliberalismo y del socialismo, estaban tristemente equivocados. Y los que creyeron ver una alternativa a la extrema derecha han llevado la ilusión al extremo. En este sentido, el macronismo no es un baluarte, es un trampolín, por dos razones: porque acentúa y amplía el resentimiento contra las élites y las instituciones; porque utiliza métodos, en particular la violencia policial, que no desentonarían en el cuadro de lo que modestamente se llama «iliberalismo». Basta con escuchar a un ministro del Interior como Gérald Darmanin para darse cuenta de la hibridación en curso entre el macronismo y la extrema derecha.
Macron cree que es útil para su causa jugar a ser el defensor del «orden republicano», e incluso cree que es inteligente comparar a los manifestantes contra la reforma de las pensiones con la extrema derecha trumpista asaltando el Capitolio, o contrastar los «disturbios» de la «turba» con la «legitimidad del pueblo que se expresa a través de sus representantes electos». El razonamiento aquí es tan simple como sofístico: todo lo que el Gobierno ordena o decide proteger es, por ese mismo hecho, legítimo y democrático, incluso cuando cercena los debates parlamentarios. Y, a la inversa, todos aquellos que se atreven a expresar su oposición al gobierno en nombre de valores democráticos, ecológicos o redistributivos se encuentran acusados no sólo de ilegalidad sino de ilegitimidad e incluso de neofascismo no reconocido. Hemos asistido a una operación retórica similar contra los Gilets jaunes, ya comparados con las ligas de 1934.
Denunciar «facciones y faccionalistas» como ha hecho no tiene otro propósito que fabricar al enemigo dentro de la propia sociedad, en la tradición bien establecida de los escritores neoliberales. Este es un aspecto esencial de cualquier guerra civil. Con el neoliberalismo contemporáneo, esta enemistad se dirige a todos aquellos que, a través de sus prácticas, estilos de vida o luchas, parecen amenazar la lógica normativa del mercado o la supuesta unidad indivisible del Estado. En el curso caótico del macronismo, hemos asistido a la invención continua de categorías de enemigos en función de las circunstancias, ya sean el «populismo», el «islamogauchismo», la no-mixidad, la teoría de género, el «separatismo», el «comunitarismo», el «poscolonialismo», el «wokismo», el «deconstruccionismo» o el «terrorismo intelectual». Con la decisión de disolver «Les Soulèvements de la Terre», que defendía un modelo de agricultura no productivista en Sainte-Soline, ahora son los términos «ecoterrorismo» y «ultraizquierda» los que se utilizarán sistemáticamente para neutralizar cualquier crítica a la ecología comercial de Macron. Las ventajas de tal vértigo denunciatorio no pueden subestimarse. Tiene la inmensa ventaja de constituir a quienes denuncian las diversas formas de desigualdad y de depredación como enemigos de la República, y de mantener así la creencia en la función pacificadora del Estado, precisamente por esta operación de negación de la guerra emprendida por este mismo Estado contra los opositores al orden neoliberal.
Podemos ver, entonces, lo que tiene de decisivo la invitación de Foucault a ver todo poder –y el propio poder neoliberal– en términos de la «matriz» de la guerra civil, en un momento como el actual. Permite no ceder a la ilusión de que la función esencial del Estado es armonizar las diferencias y los puntos de vista mediante un «diálogo» lo más racional posible entre los «interlocutores», sino verlo como un actor clave en la conducción de la guerra civil. Pero también permite tomar buena medida del alcance de las movilizaciones actuales, sacando a la luz la profunda coherencia que une la política de regresión del Estado social y la política ecocida de Macron.
Detrás del «caos» que ha desatado Macron, hay que detectar el otro mundo que llevan dentro los «facciosos». ¿Qué tienen de defensa de una vida digna para los trabajadores mayores y los futuros pensionistas, y de defensa de la naturaleza frente a los proyectos destructivos, que les confiere hoy un raro poder de coalición? Porque en cada caso, se trata de una vida deseable y de un mundo habitable. Y este deseo y esta habitabilidad son irreconciliables con la subordinación de la vida y la dominación del mundo por el capital y su Estado. Habrá que acostumbrarse: las lógicas del bien común y del capital, frente a la urgencia de las crisis y el endurecimiento de la postura neoliberal, parecen irreconciliables para la mayoría de la gente. Es en este sentido que no hay «diálogo» ni «compromiso» posible entre los que libran la guerra civil y la gran masa de la población que es su blanco.