LA FÁBRICA DEL MIEDO (II)
La presencia simbólica de la represión
Ahora bien, el Estado burgués busca la “zanahoria”, esas fases de relajamiento, para las cuales basta la presencia simbólica de la represión, es decir, que necesita buscar un “cabeza de turco” o un “chivo expiatorio”. En las leyes militares del siglo XIX a esa víctima propiciatoria la llamaban “diezmo” porque asesinaban a uno de cada diez.
Es como los ahorcamientos en las plazas del pueblo: basta con que a uno le pongan la soga en el cuello siempre que haya otros mil observando la escena. La represión no es sólo el castigo por la infracción que alguien haya cometido sino también el escarmiento dirigido contra todos los demás, contra los espectadores.
Con el atentado de Boston hemos vuelto a comprobar recientemente la continua ostentación de un espectáculo dantesco. Casi toda la cultura estadounidense que llega a nosotros, especialmente el cine, trata sobre crímenes, criminales, policías, torturas cárceles y brutalidad, en definitiva. También en España los “sucesos” y las crónicas policiales acaparan un espacio prevalente no sólo en los medios de comunicación, sino en la “cultura” en general. Convertida en espectáculo, la represión selectiva aparece como si fuera democrática y, por consiguiente, plenamente justificada. De esa manera es como se alimenta a sí misma y, naturalmente, alimenta también el miedo.
Es difícil encontrar algo más contrario a la libertad que el miedo. Ambos se excluyen mutuamente. Además de paralizante, el miedo es condicionante: induce determinados comportamientos que son los que la clase dominante persigue. Para entender los resortes del miedo no hay nada mejor que recurrir a los ejércitos y las guerras, incluidas las guerras entre las clases sociales, porque a los soldados se les presenta como el prototipo de quienes no tienen miedo, sobre todo a los altos oficiales que jamás pisan una trinchera. Pero las armas y las guerras son disuasorias, por lo que su utilidad reside tanto en el uso como en la amenaza de usarlas. La historia de la segunda mitad del siglo pasado se escribió bajo la intimidación de las armas nucleares, que condicionaron de manera capital las relaciones internacionales, es decir, las decisiones de todos y cada uno de los Estados del mundo.
La guerra fría estuvo presidida, pues, por el “equilibrio del terror”, la intimidación y el temor de que las cosas aún pudieran ir peor. Lo mismo cabe decir del “ruido de sables” durante la transición española, el temor a un golpe de Estado militar. La prensa de la época destacó con un gran alarde tipográfico el miedo a la “involución”, esto es, la posibilidad de un retorno del régimen a 1939 en el caso de no aceptar el programa de reformas implementado por el propio régimen.
Pobres y proletarios
La dominación de la burguesía tiene recorrido cuando, además de sus cadenas, el oprimido aún tienen algo que perder. No se tambalea cuando las cosas van mal sino sólo cuando han tocado fondo, cuando el capitalismo genera una situación de desesperación entre las amplias masas, algo por lo demás inevitable a causa de la voracidad capitalista que conduce a lo que Marx calificó como un proceso de “pauperización” creciente. El pobre aún tiene algo que perder, mientras que el proletario es quien ya lo ha perdido. Por eso los protagonistas de las revoluciones y los cambios sociales no son los pobres sino los proletarios, no los que nunca han tenido nada sino los que lo han perdido todo.
No hará falta recordar que los que lo han perdido todo, también han perdido el miedo y, por lo tanto, que son ellos las únicas personas realmente libres, las que pueden sumarse a la revolución social.
A cada momento el Estado busca, identifica y persigue a su enemigo de clase, para lo cual redefine políticamente el alcance de la represión y, por lo tanto, del miedo. Procede a ello redefiniendo la norma y, correlativamente, su excepción, lo cual tiene simultáneamente dos significados. Uno es cuantitativo: a diferencia de la excepción, la norma es la medida que el Estado pone en funcionamiento con una frecuencia mayor; el otro es cualitativo: la norma es la medida contraria a la excepción.
Por lo tanto, la conversión de la excepción en norma a partir de 1939 ha supuesto la imposición de las medidas represivas opuestas a las que antes fueron características del
Estado burgués. Por ejemplo, los “tribunales de urgencia” previstos desde 1882 por la Ley de Enjuiciamiento Criminal se hicieron permanentes tras la creación del Tribunal de Orden Público en 1963. Del mismo modo, los consejos de guerra, que tampoco eran órganos judiciales permanentes, pasaron a formar parte del organigrama judicial, como si fueran de tipo ordinario.
Del mismo modo, las detenciones, que son una facultad excepcional de la policía, se convierten en habituales e indiscriminadas, e incluso la prisión preventiva se ha convertido en una medida que los jueces adoptan para infracciones de ínfimo alcance. No creo necesario recordar que tanto la detención como la prisión son los recursos más opuestos que cabe imaginar frente a lo que antes era la norma prevalente: la libertad de la persona.
El Estado del capital monopolista
En el Estado moderno la excepción se ha convertido en norma como consecuencia de la entrada del capitalismo en su fase imperialista. A partir de 1900 ha cambiado definitivamente la naturaleza del Estado burgués en los países avanzados, un proceso que ha recibido muchas denominaciones en la literatura política, entre ellas la de “capitalismo monopolista de Estado”. En esta nueva fase no sólo cambia el capitalismo sino que también cambia el Estado, y además, las relaciones entre ambos. Se trata de un Estado que comparte muchos rasgos característicos con el anterior porque ambos son burgueses por su naturaleza de clase. Sin embargo, no es el Estado burgués del siglo XIX.
Uno de sus rasgos característicos es el fin de la separación entre el Estado (burgués) y la sociedad (capitalista), una nueva forma de relación entre el Estado y las clases sociales que ha supuesto una transformación organizativa del Estado y una nueva forma de funcionamiento de las viejas instituciones públicas. El capitalismo monopolista de Estado supone una unión estrecha de los intereses privados (capitalismo) con los públicos (políticos), en donde incluso las personas son las mismas, tanto en la esfera privada como en la pública. El círculo de intereses privados relevantes no son cualesquiera de ellos sino el de un puñado de magnates propietarios de gigantescas empresas. A través de sus gestores, los monopolios convierten sus intereses privados en intereses públicos.
En su etapa monopolísta el capital ha perdido aquella energía interior que en otro tiempo condujo a su expansión por los cinco continentes para introducirse en un túnel negro de descomposición y bancarrota, que alcanza desde las relaciones internacionales a la convivencia familiar y vecinal. El Estado burgués ha adaptado sus formas de dominación a esa crisis general, cuya reproducción ha demostrado, además, que es permanente, a diferencia de las crisis premonopolistas. Antes periódicamente estallaban las crisis, en plural; ahora no hay más que una única crisis crónica. También aquí lo que antes era excepcional, se ha convertido en normal.
Esto ha configurado un tipo de políticas públicas dominadas por un principio procedente de las universidades estadounidenses al que califican de “gobernabilidad” que no mira a l pasado sino al futuro. En inglés dichas políticas no se traducen como “politics” sino como “policy”, por lo que involucran un determinado tipo de “policía” que ha conducido a definir al moderno Estado capitalista como un “Estado policial”, bien entendido que no se trata sólo de la policía sino que concierne a todos y cada uno de los dispositivos de dominación, como el ejército, los tribunales, los partidos políticos, los medios de comunicación o los sindicatos, así como a las políticas que los mismos implementan. Es un Estado organizado de una manera distinta que funciona de una manera también distinta.
El objetivo del Estado policial no es ya solo la represión sino principalmente la prevención, lo que comporta un dispositivo de control, vigilancia y, sobre todo, miedo. Por lo tanto, hay que definir el miedo no sólo como un estado psicológico más o menos extendido, sino como la consecuencia social de una política de prevención orquestada desde el poder, como uno de los instrumentos de dominación del Estado moderno.
No se puede confundir la represión con la dominación, con la diferencia de que mientras la represión es el fundamento de las políticas democráticas, la prevención lo es de las políticas fascistas, lo que Dimitrov en su informe a la Internacional Comunista calificó como un ejercicio terrorista del poder político dirigido contra las masas e incluso contra países enteros. Pone en primer plano nuevos mecanismos punitivos, característicos de esta fase del capitalismo. Así, en relación a las políticas implementadas tras los atentados del 11 de septiembre de 2011 en Nueva York, dos prestigiosos periodistas estadounidenses, Jo0hn Stanton y Wayne Madsen han escrito:
“Los historiadores recordarán que entre noviembre de 2001 y febrero de 2002 la democracia-tal y como había sido imaginada por los re3dactores de la Declaración de Independencia y la constitución de Estados Unidos-ha muerto. Al expirar la democracia ha nacido el estado fascista y teocrático norteamericano”.