La fábrica del miedo (y IV)

LA FÁBRICA DEL MIEDO (y IV)

El poder político monopolista

Por su formalismo, la represión es visible mientras que la prevención es invisible, se rodea del secreto oficial, de la falta de transparencia. El Estado moderno es cada vez más opaco, al tiempo que las personas son cada vez más transparentes, una situación que ha experimentado un drástico giro: las persona saben muy poco del Estado, mientras el Estado sabe todo de las personas. El Estado archiva, digitaliza, ordena y clasifica infinidad de datos acerca de las personas, incluso recuerda más de unno mismo que el propio interesado.

Pero ni siquiera cabe hablar ya de Estado sino de un círculo muy reducido de burócratas y dispositivos, fuera de los organigramas oficiales, como en el caso de Gladio, que son quienes toman determinado tipo de decisiones. Se puede calificar de monopolismo en el ámbito de la función pública, del desplazamiento y concentración del poder político en las manos de unos pocos.

La circulación restringida de la información ilustra esa monopolización del poder. En plena sociedad de la información lo único cierto es que la información circula muy poco. La información es un poder, entre otros motivos porque está monopolizada, porque muy pocos saben lo que la inmensa mayoría desconoce. Una persona “bien informada” suele ser sinónimo de “persona influyente”, es decir, que pertenece al mismo círculo minúsculo de capitalistas, altos funcionarios y magnates de la prensa.

El monopolismo político ha conducido a la creación de un auténtico Estado paralelo o, como lo ha calificado recientemente el diplomático canadiense Peter Dale Scott, el “Estado profundo”, uno de cuyos exponentes son las denominadas “bandas parapoliciales”, que son una evidencia de la transformación fascista del Estado burgués.

El Estado profundo lo integran burócratas de “segundo nivel” (“técnicos”) que se reúnen y adoptan decisiones al margen de los focos y los micrófonos, mientras sus “superiores” (“políticos”) no sólo no saben sino que, en ocasiones, ni siquiera quieren enterarse. Comporta la introducción de varias novedades, entre ellas, una nueva relación del gobierno con el Estado, una nueva función de los partidos políticos, convertidos en aparatos del Estado, y la asunción de las funciones de los antiguos partidos fascistas por el propio Estado.

En los orígenes del fascismo, una de las tareas que emprendieron las primeras organizaciones negras fue la disolución a palos de las manifestaciones obreras, por lo que se las llamó “la banda de la porra”. Esa función la desempeñan hoy los antidisturbios, es decir, funcionarios especializados del Estado que no sólo actúan en la calle sino que reciben órdenes de otros funcionarios desde los despachos de las delegaciones de gobierno, mientras el político de turno que aparece como “responsable” se limita a poner el rostro en la conferencia de prensa correspondiente.

Controlados, descontrolados e incontrolados

La informalidad de la prevención supone la ausencia de control judicial, lo cual no es sinónimo de descontrol sino todo lo contrario, de la existencia de un control de otra naturaleza: el control político. Por influjo de una tradición volcada en el aspecto represivo del funcionamiento del Estado burgués, normalmente se entiende por “control” la subordinación de los funcionarios públicos a las órdenes judiciales. Pero la ausencia de control judicial es sólo una parte de la informalidad preventiva; la otra es el absoluto control político que ejerce el Estado sobre ella.

Sin embargo, la burguesía ha extendido la creencia contraria, por lo que es habitual aludir a los grupos de “incontrolados” en referencia a la actuación violenta de la ultraderecha, como si se tratara de algo ajeno al Estado mismo, cuando son movimientos no sólo creados sino gestionados políticamente desde ciertos aparatos del Estado que ejecutan determinadas tareas que son plenamente funcionales para el sostenimiento de la dominación de clase-siembran el miedo y la incertidumbre entre las masas, inhiben su actuación o, en última instancia, la encauzan y dirigen-proporcionan la apariencia de la tantas veces invocada equidistancia., de un gobierno “centrista” acosado por los extremismos de uno u otro signo, lo que pone en el mismo plano a las fuerzas revolucionarias que a la reacción más negra-fuerzan la adopción de nuevas medidas represivas, restrictivas de derechos, del estado de emergencia, así como refuerzan la libertad de movimientos (descontrol) de la policía -provocan confusión: las acciones más sonadas jamás se han esclarecido ni se pueden esclarecer porque el Estado burgués no se devora a sí mismo.

Tanto en España como en Italia los llamados incontrolados que participaron en la guerra sucia, nunca fueron nada distinto del Estado mismo, una de las formas de actuación paralela de su dispositivo de prevención. En un momento determinado el Estado los creó y, del mismo modo, los desmanteló cuando dejaron de ser necesarios. De ahí que la ultraderecha se reclute en el seno del propio dispositivo represivo del Estado, entre policías, militares, funcionarios de prisiones y vigilantes de seguridad.

El miedo guarda la viña

La guerra sucia demuestra-de manera brutal- que las medidas de prevención no sólo son pasivas, ni tienen por objeto último la vigilancia, sino la intervención positiva, lo que en las Universidades de Estados Unidos llaman “ingeniería social”, es decir, la capacidad de influir en el comportamiento político de los movimientos de masas, de inducir conductas previsibles dominadas por el miedo y adecuadas a las necesidades del propio Estado. El estado psicológico de miedo es una adaptación de la conducta del sujeto, del colectivo o del movimiento al alarde de omnipotencia por parte del Estado moderno. Nadie lo reconocerá jamás, pero no cabe duda que “el miedo guarda la viña”.

El miedo es una terapia de choque, especialmente presente en los momentos de auge del movimiento obrero, en las fases de crisis de la dominación. Desde 1969 en Italia se la calificó como “estrategia de la tensión”, que quizá hubiera sido más correcto calificar como “estrategia de la presión”, una política característica del imperialismo moderno que se inició en 1945 con la “doctrina de la contención” de George Kennan, dirigida contra la Unión Soviética y los países socialistas, hasta el punto de que algunos de ellos, como Cuba y Corea del Norte, han vivido una buena parte de su historia dentro de una verdadera olla a presión, en el cerco el asedio y el bloqueo.

Del mismo modo, en el interior de sus fronteras el poder también presiona, lo que genera conductas adaptativas por parte de los diversos movimientos políticos y sociales, una resignación que se lamenta con las frases típicas del “realismo” político, tales como “es lo que hay” o “no queda otro remedio”. La presión y la represión conducen a los movimientos políticos a la claudicación que, normalmente, adopta la forma característica de un reformismo que se escuda detrás de justificaciones al estilo de “seguimos luchando por los mismos objetivos” y “únicamente ponemos en práctica nuevos medios”. Por eso el régimen de los países capitalistas más fuertes está decorado por una constelación de organizaciones que tienen grandes objetivos y pequeños medios.

El reformismo demuestra que el miedo está cosechando los frutos esperados.

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