LA AMBIVALENCIA EMANCIPADORA POPULAR DEL CONSPIRACIONISMO(I)
La mentalidad del conspiracionismo se basa en la convicción de que se nos oculta la verdad y las verdaderas razones de los acontecimientos.
Con el aumento del tiempo que la gente pasa delante de las pantallas, con el encierro mental que esto ocasiona entre muchas personas aisladas, con la creciente división de la sociedad en tribus político-culturales mas o menos estancas, han proliferado las teorías alucinadas. Se trata de un aspecto del modo en el que amplios sectores de la población se han desconectado de las narrativas oficiales y aceptables de los medios de comunicación. A lo largo de la década de 2010, periodistas y políticos han ido manifestando cada vez más su inquietud. Pero en lugar de cuestionarse a ellos mismos y preguntarse el por que de esa desconfianza hacia unos y otros, se han centrado en el conspiracionismo, que para ellos es una nueva forma de nombrar la estupidez de la gente, o en todo caso, su irracionalidad fundamental. Las elites políticas y mediáticas señalan a las redes sociales como responsables de embrutecer el debate público y socavar los valores democráticos, cuando antaño las celebraban como los vectores más seguros s de la inteligencia colectiva y las ideas emancipadoras.
Tras la entidad de todos los acontecimientos ocurridos tras el “fin de la historia” con que acabó la Guerra Fría ha aumentado la confusión, y las teorías de la conspiración se han sumado al ruido. Ha aumentado la paranoia en la forma en que leemos las noticias (geo)políticas, económicas, medioambientales, etc que están en juego en la década de 2020. Este fenómeno de paranoia extrema ha dado lugar a la construcción de un afigura social negativa que es el ocnspiracionista. Ha alumbrado una nueva moda mediática y una nueva estrategia gubernamental: tachar de conspiracionista toda crítica incómoda al gobierno.
Las elites no han cambiado nada en su programa de reformas neoliberales, que producen metódicamente atomización y segregación social. No se cuestiona el funcionamiento global de una sociedad “a la deriva”, consumista, desigual y sin proyecto colectivo. Nada de cuestionar el uso endémico de las redes sociales, que encierran a los individuos en una burbuja de de opinión y alteran su relación con la realidad.
Lo que cambió en el año 2000 fue el éxito real de las teorías de la conspiración mediante la suma de dos fenómenos: el 11 de septiembre de 2001 y la entrada de internet en los hogares. La banda ancha permite que todo el mundo pueda ver y producir vídeos con suma facilidad. El smartphone sirve para multiplicar todo esto: ahora casi todos tenemos internet permanentemente en el bolsillo, así como la posibilidad de dejar de ser meros consumidores pasivos de contenidos, para publicar sonido, imágenes y texto en cualquier momento. Todos nos estamos convirtiendo en periodistas en potencia, pero sin la formación, los métodos y la deontología que suelen comportar. En cuanto a las redes sociales, nos permite crear comunidad. Donde antes nos sentíamos desanimados en nuestra búsqueda de una verdad alternativa, ahora nos ponen al instante en contacto con personas que no sólo piensan como nosotros, sino que también nos retroalimentarán. Nos sentimos fortalecidos en nuestra búsqueda de una verdad alternativa, mientras que antes podíamos desanimarnos con rapidez por la falta de contacto con personas que compartan nuestra búsqueda.
La adicción colectiva e individual a internet es un problema sanitario, social y político en si mismo. Jamás afirmarán que hace falta menos internet: lo que hace falta, según ellos, es educar a la gente para internet. Necesitamos reeducar al conspiracionista en un mundo inalterable. Es el imperativo neoliberal e industrialista: “Hay que adaptarse”. Desde la perspectiva plenamente progresista es inconcebible que un dispositivo tecnológico ultramoderno pueda provocar una regresión social, intelectual y moral. Corresponde a los individuos, a los educadores, a las asociaciones y a las administraciones adaptarse a una situación que carece de toda proporción, de todo sentido y de toda solución. Porque, ¿cómo formar mentes ilustradas exponiéndolas hasta 15 horas al día a flujos de imágenes-a menudo crudas, violentas o simplemente insignificantes- procedentes del mundo entero, jerarquizadas por algoritmos cuyos propios creadores dicen que escapan a su control? Es imposible que funcione. Así lo sugiere también la clara contribución de internet al auge en todo el mundo de movimientos (o regímenes) autoritarios, nacionalistas e integristas religiosos.
Hacia el año 2000 tanto desde un punto de vista centrista-democristiano 0o socialdemócrata-como desde un punto de vista anticapitalista, se suponía que la generalización de internet tendría en si misma prodigiosos efectos emancipadores. Para unos, ayudaría a derribar dictaduras y a promover el modelo de “democracia” parlamentaria en todo el mundo. Para otros, ayudaría decisivamente a construirun poderoso movimiento internacional de oposición al capitalismo, del que las contracumbres de Seattle, Génova y Davos eran sólo el comienzo; un movimiento organizado en red, protegido del riesgo de burocratización que había asolado los movimientos y partidos del siglo pasado, gracias a la horizontalidad y trasparencia de la web, sus páginas compartidas y sus “listas de correo”. Veinte años después los beneficiados por la red son las internacionales ultraliberales de extrema derecha, fundamentalistas religiosos o neoimperialistas como Putin, que avivan (entre otras cosas) las ideas conspiracionistas del momento.
Para explicar esta inesperada situación se suele señalar cada vez más el papel de los algoritmos, creados específicamente por los motores de búsqueda y las redes sociales de Silicon Valley. En You Tube, siete de cada diez contenidos visionados son recomendados por el algoritmo. El conspiracionismo no sería nada sin You Tube.
Según la teoría de la información de Claude Shannon, y a la hipótesis de una afinidad entre esta teoría y la difusión viral de eslóganes simplistas y fundamentalistas, el poder de una información ya no depende de su veracidad, sino de su grado de realidad, es decir, de la sencillez y rapidez con que se transmite. La naturaleza viral, asubjetiva, del odio, especialmente entre los jóvenes está diseñado.
Según el imperio del mal menor las numerosas aberraciones de esta sociedad no pueden poner en tela de juicio el hecho de que sería indiscutiblemente3 la menos mala posible. Por tanto, para transformarla no es necesario eliminar esas aberraciones. Pero este planteamiento elude por completo la extraordinaria concentración de poder en nuestras sociedades industriales avanzadas, la existencia de enormes brechas económicas y culturales entre las clases sociales, así como la catástrofe ecológica. El desarraigo sociocultural, el embrutecimiento por el flujo de imágenes producidas por las industrias culturales deriva en trastornos de la personalidad relacionados con el narcisismo o la “mentalidad de sobreviencia”.
La profesión periodística adquirió la costumbre de posicionarse contra los “hechos alternativos” y quienes los promueven, aliándose con los poderes políticos para señalarlos con el dedo. De este modo, en pocos años se han perdido puntos de referencia éticos esenciales. El partido de quienes defienden explícitamente el sistema económico y político vigente teme la libre circulación de la información en internet, a pesar de que la digitalización de la sociedad está en el centro de su proyecto político. Defienden una regulación y un control estricto de lo que circula por la red, en un mundo en que los individuos se están convirtiendo en totalmente dependientes de internet. Piden medidas conttgra las noticias falsas o las que pueden generar desórdenes públicos. Desde el punto de vista de las clases dirigentes la contradicción es exquisista: una vez que le ha metido a la mayoría de la gente en la cabeza que el colmo de la libertad política es informarse y debatir en internet, y no crfeyendo que se pueda usar de otra manera, se crean medios de control de la información y del debate que habrían sido muy difíciles de implementar en la vida real sin el recurso del terror físico.
El episodio pandémico de 2020-2022 se caracterizó por un experimento sin precedentes de control de la información a escala mundial, en consonancia con la desconfianza mostrada por una parte considerable (y socialmente muy diversa) de la población hacia los discursos oficiales. Desde el principio de este acontecimiento, la caza de noticias falsas adquirió una centralidad y una intensidad extraordinarias. Ciertamente, es comprensible que desde el momento en que las autoridades adoptan la hipótesis de que se está produciendo una gran catástrofe sanitaria, la situación exigía una disciplina social y, por tanto, un acuerdo más o menos general sobre la situación. Pero este imperativo de disciplina sirvió como pretexto para crear un ambiente asfixiante de ortodoxia y caza de herejes, al que contribuyeron los grandes medios de comunicación como las redes sociales. Con ocasión del episodio pandémico, las redes sociales completaron su metamorfosis de plataformas que fomentaban “la mayor expresión posible” en policías de la información en internet. Fascebook se presenta como actor y garante del bien público, entendido ante todo como orden público. Facebook se toma la libertad de censurar las declaraciones que se apartan de lo que dicen los expertos en salud, en particular los de la OMS. Nada de dejar que los individuos opinen por si mismos la pertinencia de una determinada noticia o tesis: la plataforma se esmera en etiquetar lo que es una verdad emanada de las autoridades sanitarias y lo que no es más que un “mito”. Recurre a los servicios de “fact-checkers”, que a veces trabajan en medios financiados por los oligarcas de la telefonía móvil, pero quienes además considera indispensable subvencionar. Estas subvenciones son un verdadero homenaje del vicio a la virtud, en la medida en que, como hemos visto acerca de otras cuestiones, el propio funcionamiento de los algoritmos de recomendación alimenta las intuiciones y convicciones heterodoxas de una gran parte de los usuarios. En un bucle de retroalimentación permanente e infernal, Facebook alimenta pues la heterodoxia al tiempo que refuerza la ortodoxia… cuando no es a la inversa. Este es el contexto moral y mediático en el que el conspiracionismo se está convirtiendo definitivamente en una cuestión de estado. El sociólogo Gérald Bronner dijo: “ Por teoría de la conspiración entendemos simplemente una interpretación de los hechos que cuestione la versión oficial”.
El conspiracionismo es la lectura paranoica de los hechos, más allá de lo que puede deducirse razonablemente de ciertos actos y de los vínculos establecidos entre ciertos actores sociales. Es la desconfianza que va demasiado lejos, o que se sitúa en el lugar equivocado, a la que se le va la pinza. De las “simplificaciones” de las conspiranoias no se derivan posturas ni acciones radicales. Puede que alimenten un sentimiento general de rechazo al funcionamiento capitalista de la sociedad, pero no contribuyen a hacer tambalear la creencia mayoritaria en los beneficios de los productos industriales. Las personas que formulaban teorías conspiranoicas-basadas en la certeza de que la pandemia y todas sus consecuencias habían sido organizadas de forma perfectamente controlada- eran también las más reacias a abandonar las redes sociales y sus smartphones. Se percibe en ellos un placer por buscar y encontrar nuevos hechos inquietantes o estremecedores en internet, como una inmensa dificultad para imaginar la organización y la lucha en la vida real, más allá de la difusión de noticias y comentarios en las redes sociales. El resultado del conspiracionismo es desviar el descontento y canalizar energías que podrían convertirse en luchas reales y en la transformación social hacia lugares donde dichas energías se disipan o, peor aún, se utilizan para alimentar proyectos reaccionarios. Todo ello acaba erigiendo una gigantesca barricada frente a cualquier movimiento emacipador que pretenda tomar forma en estos extraños tiempos.
¿Qué tendencias psicopolíticas se ven afectadas y amplificadas por la adicción a internet? La atomización y la soledad son tendencias de primer orden en nuestras sociedades de masas, que corren paralelas al abandono por parte de los individuos de su lugar en la historia colectiva. Ahora bien, la pérdida del sentido de la historia es un componente esencial del apoyo a las teorías y a las noticias conspiracionistas, o simplemente disparatadas. El fenómeno conspiracionista se presenta como el resultado de décadas de despolitización. Esta despolitización radical de la población en Occidente es, en parte, el resultado de la estrategia deliberada por parte de las clases dominantes. Ya en 1960 se hablaba de la privatización de las sociedades occidentales: la falta de interés por los asuntos públicos, tras dos siglos de intensa agitación. Pero no fue hasta después de la explosión de mayo de 1968-con sus preludios y sus extensiones por todo el mundo-cuando esta tendencia acabó por imponerse. Es evidente que se realizaron importantes esfuerzos ideológicos para acentuar el hastío occidental ante los conflictos sociales y las revoluciones. Toda una seried e condicionamientos mediáticos (en las ondas), empresariales (en los lugares de trabajo) y consumistas (allí donde la publicidad y los productos de moda nos son impuestos a nuestros ojos y oídos) fueron desplegados para desacreditar, deliberada o sutilmente, las pasiones políticas, la voluntad de debatir y de luchar sin intermediarios, sobre el pasado y sus esperanzas de libertad colectiva y de igualdad real. También en la escuela los sucesivos “reformadores” del sistema educativo nacional han hecho todo lo posible por socavar la enseñanza de la historia. A partir de los años setenta , las condiciones para la transmisión de la historia política vivida se fueron borrando a todos los niveles y en todos los intersticios de la vida social: en las familias, en el trabajo, en los barrios, en los partidos políticos, sindicatos y asociaciones. Internet no ha hecho sino agravar la pérdida que se derivaba de todo ello. El conspiracionismo es internet, más la enseñanza de la ignorancia. Salvo en condiciones excepcionales al pueblo se le niegan todos o casi todos los medios para dar sentido a las fuerzas históricas que lo acosan y, sobre todo, para participar en las deliberaciones que deciden su destino. Sin embargo, como observa Spinoza: “nadie puede renunciar a la facultad de juzgar”. Por lo que se ejerce lo mejor que se puede, en las condiciones que le son dadas, y con la determinación de la desesperación cuando, además, sólo tiene que pensar en su propia desgracia. El conspiracionismo no es la psicopatología de unos cuantos individuos descarriados; es el síntoma inevitable de la desposesión política y de la confiscación del debate público. Por lo tanto, es un completo disparate reprochar al pueblo que tenga ideas desencaminadas, cuando se ha organizado de forma tan metódica el que se le prive de todo instrumento de reflexión y se le relegue al margen de cualquier actividad reflexiva. Esto subestima el efecto de desrealización y de confusión inducido en tanto tal por el uso permanente de internet y la costumbre de llevar a cabo debates sobre cuestiones tan vitales y complejas recurriendo a videos “virales” y retuits fulminantes. El tipo de “contrainformación” que circula por internet se hace generalmente según el mismo patrón, con formatos (cada vez mas videos) y simplificaciones que nos sumen en las nieblas de las propagandas, a veces contrarias pero que en gran medida se complementan. Todo esto dificulta que podamos hacernos las preguntas fundamentales que rara vez tenemos tiempo de plantearnos: ¿en nombre de qué, en definitiva, debemos criticar a quienes nos gobiernan? ¿Qué tipo de mundo y de vida queremos? Y ¿qué estamos dispuestos a hacer para conseguirlo? Las élites dirigentes occidentales se han visto sacudidas en cierta medida por la extraordinaria confusión ideológica generada por la cascada de acontecimientos de los últimos años, con la digitalización de los modos de vida como telón de fondo, pero hasta ahora su poder no se ha visto alterado. El funcionamiento normal de internet es tanto un ingrediente del caos que podría hacerles perder el control en cualquier momento, así como un elemento que refuerza su exorbitante poder sobre las poblaciones de gran parte del mundo. En esta ambivalencia se sitúa el fenómeno del conspiracionismo, que en los últimos diez años se ha convertido en una obsesión de las clases dirigentes, ya sea fingida o sincera: hasta cierto punto, el conspiracionismo puede atenuar el control ideológico que ejercen sobre el pueblo, sacando a la luz puntos de vista heterodoxos potencialmente peligrosos para los gobiernos y la industria; al mismo tiempo, su proliferación constituye un escudo contra la aparición de movimientos consecuentes de emancipación, que pudieran poner en tela de juicio el orden industrial y digital.