DE UNA TEORÍA ECONÓMICA A UNA PRÁCTICA REVOLUCIONARIA
Sergio De Felipe
Las noticias, mis observaciones y mis lecturas me hacen reflexionar y me llevan a pensar que el sistema capitalista está en un proceso de rápido declive. Esta situación no es más que el resultado de sus contradicciones y de la propia dinámica interna del capitalismo. La crisis actual no sería más que el despertar de una crisis latente que se ha querido evitar durante décadas y cuyo inicio estaría en la crisis de superproducción de los años sesenta. ESta crisis se empezó a sentir en los países desarrollados en aquella década y se vería agravada por la suspensión de la convertivilidad del dólar en oro en 1971 y por la crisis del petróleo de 1973, y se caracteriza por un exceso de oferta y una saturación de los mercados.
Esta compleja crisis fue gestionada por los Estados mediante medidas económicas que, en general, empleaban el ideario neoliberal, después del fracaso de las medidas keynesianas para resolverla. La cuestión era abaratar los productos, y de esa manera, incentivar su consumo.
Esta es la época de las privatizaciones, de los cierres de empresas, de contención del déficit público, de la reconversión industrial, de la represión de los sindicatos más exigentes, de la desaparición del movimiento obrero (o lo que quedaba de él).
A estas medidas habría que incluir el inicio de la deslocalización del tejido productivo de los países desarrollados a partir de los años finales de la década de los ochenta, que, a la larga, debilitaría la economía real de estos y permitiría el surgimiento de nuevas potencias competidoras.
Este desmantelamiento, tanto del tejido industrial como del sector agropecuario, tenía como primer objetivo el abaratamiento de las mercancías y, como segundo, conjurar el peligro de cualquier posibilidad de ocupación y expropiación de los medios de producción por parte de los trabajadores.
También hubo otros factores para favorecer el crecimiento económico: por una parte, la revolución de las telecomunicaciones y de la informática a partir de los ochenta, y, por la otra, la mercantilización del territorio, a partir de la siguiente década, como nunca antes se había visto, con la construcción de viviendas e infraestructuras (en muchos casos, ejemplos de despilfarro y de destrucción del paisaje, sea este tradicional o natural).
Las elites de Occidente tuvieron éxito en apariencia: ostentaban su poder con un sentimiento de seguridad y optimismo. Pensaban que la cesión de gran parte de la producción a países terceros no representaría ninguna amenaza para nadie. Así, mientras China, la India o México se convertían en países productores, la vieja Europa y Estados Unidos, en mayor o menor medida, se convertían en centros de poder, es decir, en sociedades improductivas, como en tiempos pasados lo fuera la capital del Imperio romano, lugar de ocio, de poder, de espectáculo y de miseria moral.
Estas políticas sirvieron para crear un crecimiento sostenido durante décadas, solamente interrumpido por algunas pequeñas inestabilidades esporádicas (crisis de 1979 y de 1992, por ejemplo), hasta que en 2007 se produce un aumento del precio de las materias primas, el fin de la burbuja en el sector inmobiliario y un colapso financiero, que desencadenan la gran recesión, la cual tendría su origen en la crisi de superproducción iniciada en la década de los sesenta; esta se habría despertado con unos nuevos factores que agravan la situación: el cambio climático, el agotamiento de las materias primas estratégicas(petróleo, uranio, litio, etc), la contaminación, las migraciones masivas, el desmantelamiento del tejido productivo en el caso de los países desarrollados, la aparición de nuevas potencias (China y la India) y el declive de otras (Europa y Estados Unidos), entre otras cosas.
Como reacción ante estos acontecimientos, los Estados occidentales han intentado controlar la situación con la bajada de los tipos de interés, con nuevos recortes de los servicios estatales y, especialmente, con intentos de incentivación de nuevos sectores (la revolución de las renovables y de los automóviles eléctricos, por ejemplo). Sin embargo, las recetas que hasta ahora habían funcionado, ahora ya no son válidas: los tipos bajos no han mejorado el comercio ni los nuevos sectores tecnológicos han creado nuevos nichos de mercado. Esto ha llevado a que, desde 2007 hasta el presente, los Estados, en la mayoría de los casos, hayan optado paulatinamente por políticas tendentes al control de recursos estratégicos a cualquier precio (incluso conculcando los Derechos Humanos o aplicando la manu militari si fuera necesario), a la incentivación de modelos de producción energéticos que, en teoría, deberían servir para mantener el actual sistema (sin que en realidad sirvan para más que para crear una burbuja especulativa), a la anulación de cualquier tipo de discurso crítico y, en determinados momentos y lugares, a la represión de cualquier tipo de disidencia, a la criminalización de los pobres, de los extranjeros o de los “diferentes”. Estas políticas encaminan al mundo hacia el colapso, el caos, la destrucción y la barbarie como nunca antes, de tal modo que ponen en peligro hasta la propia vida en el planeta y, por tanto, la de nuestra propia especie. No hay visos de un verdadero cambio de política que conlleve un cambio de sistema (esto último sería como pedir que un pirómano cuidara de un bosque sin querer quemarlo).
Hasta aquí he dado grosso modo una explicación económica de las causas de la actual crisis, a lo cual quiero agregar que las políticas y decisiones tomadas para evitar la crisis no son actos neutros, sino que están condicionadas por un ideario determinado (la economía actual no es neutra, sino que es economía política, tal y como afirmaba J. L. Sampedro). Y, en el caso del Capitalismo, y al igual que el estatalismo, su protector, su ideario busca alienar y aislar al máximo al individuo para poder dominarlo. Por ello, no quiero quedarme con esta explicación para reclamar medidas convencionales que intenten salvar la crisis en su vertiente económica, aun reconociendo que las consecuencias de esta son terribles: desempleo, precariedad, empeoramiento de las condiciones de trabajo, anomia social, etc.
Ante esta situación tan desoladora no cabe ni quedarse con la explicación meramente económica ni con la solución reformista, la que reclama que medidas que mejoren las condiciones de trabajo o de vida, más empleo o más servicios estatales, sino actuar para socavar el sistema que nos limita, nos aísla y nos lleva a una catástrofe sin parangón, puesto que se ve que el progreso (dirigido por el poder) y la aparente mejra e las condiciones de vida encubren el deterioro de la Naturaleza y la pérdida de atributos y capacidades del ser humano y, en definitiva, de su libertad.
Para comenzar a combatir el capitalismo y el estatalismo hay que crear las bases para un mundo futuro, lo cual significa reconquistar el saber hacer: hay que aprender aquello que nos haga más libres y autosuficientes respecto del sistema: la artesanía, la agricultura, la ganadería, etc.; pero también hay que redescubrir las relaciones realmente humanas, las que no tienen un interés material, las que son genuinas y auténticas, cuando se aprecia al “otro” como ser único y diferente a nosotros, como ejemplo de tolerancia, de fraternidad y de solidaridad, lo cual implica a su vez, la reconstrucción del individuo, especialmente en el aspecto moral e intelectual. De esta manera luchamos contra algunos de los elementos que sostienen el capitalismo: la mercantilización de todo y la anulación de nuestras capacidades creativas y afectivas.
Sin embargo, estas acciones, que no solamente sirven para sobrevivir en un muy probable futuro distópico, sino para, como ya he dicho, fundamentar un nuevo mundo basado en la libertad y en valores e ideas superiores, no son los únicos medios para luchar contra Leviatán. Cualquier acción que sirva para debilitar el sistema, debe ser bienvenida, siempre y cuando sus consecuencias sean aceptables desde el punto de vista moral y estratégico.
Es primordial recuperar la idea de libertad del individuo, de la colectividad y de los pueblos. No se puede luchar contra un sistema tirano y liberticida mientras no se aspire a una LIBERTAD en mayúsculas.
Extraído de la revista “AL Margen. Publicación de debate libertario”Nº134