SOÑADORES LOCOS, PERO CUERDOS LIBRES(II)

SOÑADORES LOCOS, PERO CUERDOS LIBRES(II)

Apoliticismo

La estrategia o el medio práctico del apoliticismo había sido una de las señas de identidad anarquista para los sindicatos. Consistía en la desconfianza de la política obrera y sus partidos sustituidos por la lucha social de abajo a arriba. Era consecuencia de la experiencia de las luchas obreras  que siempre habían sido traicionadas por el juego político. Algunos artículos del “CNT del Norte” destacan este elemento ideológico y principio de acción no solamente negativo.

Así, el editorial del 9 de mayo de 1937, titulado “El cerco de hierro”, dice que más de un siglo llevaban las naciones buscando su salvación en la política. Se habían ensayado casi todos los sistemas de gobierno, plegándose unos y otros, no a las conveniencias de los pueblos, sino a las suyas propias; a las que su partido, con un sentido eminentemente particular  y egoísta les marcaba; desentendiéndose absolutamente de lo que pudiera significar  ecuanimidad y humanismo en el más amplio sentido de la frase. El balance, ciertamente, no podía ser más desconsolador. En España se estaba llevando  a cabo la más descomunal batalla contra el capitalismo y la reacción. Contra toda dictadura, viniere de donde viniere e impuesta por quien la impusiera. Ya estaban viendo cómo respondían las naciones que se regían por sistemas democráticos. Todos los que sentían la causa del oprimido, era innegable que estarían avergonzados de sí mismos, al no conseguir una ayuda más  eficiente para los que luchaban no sólo por la independencia de su suelo patrio, sino por las libertades del mundo, pues en el caso improbable de que fueran arrollados por la bestia carnicera del fascismo, también ellos y en fecha no muy lejana sentirían en sus carnes el zarpazo de ésta.  Sin embargo, la política  y la diplomacia, sinónimos entre sí, amarraban fuertemente sus brazos, paralizaba sus movimientos espontáneos y sólo les dejaba manifestar una simpatía platónica hacia la causa libertaria y horror a los procedimientos salvajes de la furia fascista internacional.

  1. Yáñez firma el artículo del 20 de mayo titulado “En la línea recta. No juguemos a la revolución”, donde dice que no faltaba quien, de mala fe, se encargara de propalar por ahí la idea absurda del fracaso intelectual y capacidad política de los trabajadores para regir sus destinos y dirigir la vida constructiva de la nueva sociedad que nacía, libre del tutelaje de los mediadores profesionales, que tanta miel habían venido chupando a la colmena estatal presupuestaria. Los comentarios que alude el autor giraban todos en derredor de los hechos acaecidos  últimamente en Barcelona, y la crisis, ya ese día resuelta , del gobierno, como si todo esto tuviera algo que ver  con la capacidad política de los trabajadores directamente. No amigos arribistas, no. La capacidad política de los trabajadores, basada en los sindicatos, y éstos en la soberanía del individuo, no podía haber fracasado, porque aún no había sido puesta en práctica. Los sindicatos  aún no habían tomado el peso en sus manos, ni la responsabilidad  en la administración de la cosa pública. Si efectivamente los sindicatos habían intentado controlar (nada más que controlar), en algo, las actividades de la retaguardia, ipso facto habían  chocado con la resistencia  de los sectores políticos, quienes se venían esforzando en no dar paso a los trabajadores organizados, pues, su sistema sindical y anti estatal les horrorizaba. Este temor a las organizaciones sindicales había echado  raíces muy profundas en el corazón de los elementos  políticos, llámense o no más o menos democráticos; pero los trabajadores organizados, y un gran sector de opinión que seguía a los libertarios, cansada de tantos santones, e impulsados todos por las necesidades  de la vida durante muchas y dolorosas experiencias, se iban abriendo paso al impulso del progreso, en constante evolución hacia el porvenir. Los sindicatos (se refiere el autor a los de la CNT) era entonces cuando debían  ir al acoplamiento de todos los elementos afines, encuadrándolos dentro de las respectivas actividades  y marco de actuación.

Por su parte, el editorial del 2 de junio de 1937, titulado “¿Programa político  o necesidad social?”, dice que cuando el país  iniciara la vida de reconstrucción, ¿Sobre qué bases lo haría? ¿Cuál sería la teoría predominante  que orientara la marcha de la sociedad? Ellos entendían que las que marcaran las necesidades sociales, despreocupándose en cuanto le fuera posible  de los programas políticos, ya que uno y la otra  eran totalmente opuestos, se repelían entre sí y había grandes dificultades  para crear entre ambos  unos lazos de unificación verdadera  y estable que produjeran una armonía efectiva. El programa político, por regla general, estaba confeccionado por un hombre   y con arreglo a sus especial criterio, y los hombres que entorno a este programa se unían, lo hacían en torno, no a una idea, sino al hombre que la programatizó; y las fluctuaciones de este partido eran el reflejo fiel y exacto de las evoluciones o retrocesos del hombre  que era la cabeza visible del partido. Así se daba el caso, que los partidos todos necesitaran producir en su seno escisiones periódicas  que respondieran al nacimiento de hombres nuevos, disconformes con la estabilidad del partido y su falta de visión de la realidad ambiente actual. Pero, con esta o sin esta escisión, el partido, todos los partidos, por más extremistas  que hubieran sido, terminaban siendo moderados en grado superlativo, por su jefe, quien le dio vida y aliento; iba siendo viejo y sus ideas, producto del cansancio, no evolucionaban: se anquilosaban y se estacionaban. Tampoco se daba un caso, ni podía darse, de que todo un pueblo y las necesidades materiales que la situación producía, se estabilizara o marchara en concordia con la inteligencia de un individuo, por más clarividente que ella fuera. Todos los partidos que no habían tenido otro guía  que un programa fijo, habían terminado aliando  con los que fueron sus enemigos y por ser los colaboradores más eficaces de aquello que decían destruir. Por el contrario, las organizaciones que tenían como finalidad atender a las necesidades sociales, no podían caer en el círculo vicioso, ni hacer una negación de sus postulados, como podían hacerlo los programas políticos; ya que estos no vivían del reflejo que les prestara un hombre , sino que vivían y se alimentaban de las necesidades que la hora imponía. Como no tenía una idea recta e inalterable, como su lucha no quedaba circunscrita  a un tema, o varios determinados, sino que su lucha y su actuación estaba sujeta a las normas  que las necesidades imponían; como no estaba sometida  a un nombre y6 de él habría de esperar  la orden de actuar  y la forma en que había de hacerlo, sino que su lucha y actuación estaba sujeta a las normas que las necesidades imponían; como no estaba sometida a un nombre  y de él había de esperar la orden  de actuar  y la forma en que había de hacerlo, sino que su lucha y actuación la determinaba la voluntad de las necesidades  comprendidas y analizadas  por un gran número, por el total de sus componentes , de hombres que luchaban bajo la égida  de una organización, no podían dejar de reflejar  el sentido evolutivo de la marcha de los pueblos, ya que en ellas había, por razón de su estructuración, la condensación de estas  necesidades y evolucionaban  al unísono con ellos. Por lo cual, la garantía más firme de la sociedad del mañana se hallaba en la aceptación de ésta, para su desarrollo, de las normas que informaban  a las organizaciones obreras; o sea, atenerse en un todo a las necesidades sociales  cuya representación máxima radicaba  en las agrupaciones de hombres  cuya misión era servir  a los intereses de clase desligados  de las necesidades partidistas. La realidad les decía que habían de luchar  y actuar con arreglo al dictado  de las circunstancias. Ningún hombre se marcaba una línea de conducta a seguir de por vida, ni se marcaba lo que había de hacer cada día por horas  en sus más nimios detalles. ¿Por qué no hacía esto?  Porque tenía la seguridad de no poderlo cumplir, porque hallaba causas que él no previno y que le imposibilitaban de poner en práctica cuanto él pensó, sin atenerse a que la realidad era una  y él no podía someterla a su capricho. Lo que el hombre y la sociedad  debían de hacer para su buena marcha, era lanzarse la norma general a seguir, que podía ser mejorar la vida  en todos sus órdenes  y dejar los detalles, que eran la lucha diaria y las modificaciones  que ella imponía, para llegar a la consecución de esta finalidad, para que fueran las circunstancias las que dijeran cómo, cuándo y de qué forma habían de luchar y cuál había de ser  su actitud de cada día. Sólo así harían labor4 práctica y positiva. Sólo así marcharían de acuerdo con la evolución natural que la vida imponía; así seguirían con la vida. Pero si se entregaban al programa político, desdeñando la necesidad social, caminarían frente a la vida porque negarían la evolución, o, por lo menos, querían someterla a su particular punto de vista, y esto era un error que lo pagaban bien claro las sociedades que así procedían; si precisaban  una demostración, miren la lucha que en España se desarrollaba; si la realidad social no hubiera sido tan sistemáticamente negada y ocultada, si hubieran sido atendidos los que de ellas eran sus heraldos y se hubiera practicado algo  de lo mucho y bueno que exponían, tuvieran todos la seguridad de que España no se hallaría en la situación que ese día la veían.

Y, como conclusión, decir simplemente que, como se ha visto, el sector de la CNT  que quería participar del Gobierno de Euskadi y su alianza con otras fuerzas políticas tuvo que dejar el apoliticismo en el cajón de las tentaciones prohibidas. La CNT quiso entrar en el País Vasco, al igual que en la nación, en el juego político haciendo dejación de los principios libertarios más característicos y particulares y descafeinando si incisividad con la sordina de su autocensura. Como se verá, esto se justificó por la llamada  responsabilidad del movimiento libertario y lo avaló la ideología del antifascismo.

Extraído de “La gesta traicionada. Los anarquistas vascos y la guerra civil en Euskal Herriak (Julio 1936- Junio 1937)” de Alfredo Velasco Núñez, pags. 189-192.

 

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