LA TEOLOGÍA DE LA MEDICINA

La teología de la medicina

Thomas Szasz

La vida humana -esto es, una vida de autoconciencia y vigilia- es inimaginable sin sufrimiento. Sin dolor y pesar no podría haber placer y goce; así como no podría existir vida sin muerte, salud sin enfermedad, belleza sin fealdad, riqueza sin pobreza, y así sucesivamente con las incontables experiencias humanas que clasificamos en deseables e indeseables. Todos nuestros esfuerzos -morales, médicos, políticos y personales- se dirigen a reducir al mínimo las experiencias indeseables y a incrementar al máximo as deseables. Sin embargo, lo que complica la vida humana es el hecho de que muchas de las cosas que consideramos deseables entran en conflicto con, o sólo pueden asegurarse a costa de, otras que también consideramos deseables. Por ejemplo, comer o beber agradablemente suele entrar en conflicto con la propia salud, el placer sexual tropieza a menudo con la dignidad, la libertad entra en conflicto con la seguridad, y así sucesivamente. Por eso, la búsqueda de alivio ante el sufrimiento, aunque pueda parecer razonable, no puede ser una meta personal o política incondicionada. Y, si hacemos de ella semejante meta, es seguro que desembocará en mayor y no en menor sufrimiento.

En el pasado, la mayor desgracia para el mayor número fue causada precisamente por aquellos programas políticos cuya meta era el alivio más radical del sufrimiento para el mayor número de seres humanos. En los países sometidos al sistema comunista, donde los esfuerzos por aliviar el sufrimiento no se veían contrarrestados por ninguna otra fuerza efectiva, el comunismo había logrado ser la mayor fuente de sufrimiento; en el Occidente llamado libre, donde el “terapeutismo” ha conseguido un poder no contrapesado por fuerza eficaz alguna, la medicina ha logrado convertirse en una de las mayores fuentes de sufrimiento.

Cómo la medicina, el arte de curar, se ha transformado de aliado en adversario del hombre, y cómo pudo hacerlo precisamente durante aquellas mismas décadas en que su capacidad de curar alcanzaba las cotas más altas de toda su historia, es un relato cuya narrativa debe esperar otra ocasión y quizá incluso otro narrador. Bastará aquí advertir que no hay nada nuevo en el hecho de que, para los asuntos humanos, el poder de hacer el bien suele tener como contrapeso -si es que no se ve excedido por él- el poder de hacer el mal; que la ingenuidad humana ha creado, especialmente en las instituciones legales y políticas anglosajonas, sistemas que se han demostrado útiles a la hora de dividir el poder para hacer el bien en dos componentes básicos, a saber: bien y poder, y que esas soluciones institucionales y los principios morales que encarnan han procurado promover el bien, privando a sus productores y suministradores del poder sobre aquellos que desean escribir o rechazar sus servicios.

El monumento más destacado a ese esfuerzo por parte de los legisladores de proteger a sus súbditos ante aquellos que podrían hacerles un bien, incluso aunque significase matarles, es la cláusula de la Primera Enmienda garantizando que «el Congreso no promoverá ley alguna que respete el establecimiento de una religión o que prohíba el libre ejercicio de la misma».

Permítanme indicar brevemente cómo creo que esa garantía, y los principios morales y políticos que encarna, se aplica a nuestra situación contemporánea. Todos reconocen hoy la realidad del sufrimiento espiritual, es decir, el hecho de que los hombres, mujeres y niños pueden y suelen estar angustiados por no poder encontrar ni dar significado a sus vidas o porque no pueden ni aceptar ni crear pautas satisfactorias para regular su conducta personal. Aunque estas circunstancias desembocan en un inenarrable sufrimiento, nadie en los Estados Unidos -y aún menos ninguna autoridad judicial o legal- pretendería que semejante infelicidad justificara la imposición, a la fuerza, de ciertas creencias y prácticas religiosas a los sufrientes. Semejante intervención, aunque demostrase ser «útil» para el alivio del sufrimiento, violaría la garantía de la Primera Enmienda contra el «establecimiento de religión». Intento mostrar que ese principio se aplica, y debiera aplicarse, también a las intervenciones médicas, llamadas terapéuticas.

En otras palabras, mantengo que el sufrimiento provocado pro la enfermedad -prescindiendo de si es una enfermedad corporal efectiva o una supuesta enfermedad mental- no puede, en la ley americana, servir de pretexto para privar a una persona de libertad, aunque el encarcelamiento se llame hospitalización y aunque la intervención se llame tratamiento. Sostengo que semejante uso del poder estatal -ya sea racionalizado como un despliegue necesario del poder policial, o como aplicación terapéutica del principio de parens patriae- es contrario a las ideas e ideales consagrados en la Primera Enmienda de la Constitución. Para admitir este argumento, no necesitamos considerar qué podría, o debería, hacer el Estado a ciudadanos que no están sufriendo para hacer algo por aquellos que sí lo están. Los que gozan de seguridad social, o de jubilaciones, no están sujetos al poder judicial del Estado: no son encarcelados ni forzados a someterse a tratamientos médicos. Sin embargo, debemos considerar lo que está sucediendo en los Estados Unidos -y, naturalmente, en todos los demás lugares- a personas que están sufriendo, o que se supone que están sufriendo, para ayudarles de modo manifiesto. Es especialmente en este punto donde la teología de la medicina -y especialmente la teología de la psiquiatría y de la terapia- se impone clara y ampliamente. ¿Cómo triunfó la medicina allí donde fracasó la religión? ¿Cómo ha sido capaz la terapia de franquear el muro que separa la Iglesia del estado allí donde fue incapaz de hacerlo la teología?

Dicho brevemente, la medicina ha sido capaz de lograr lo que no pudo la religión, ante todo mediante una violación radical de nuestro vocabulario, de nuestras categorías conceptuales; y, en segundo lugar, subvirtiendo nuestros ideales y desplazando el poder de las instituciones dedicadas a protegernos al de quienes nos ayudarán tanto si lo queremos como si no. Ya lo hicimos con los negros. Ahora nos lo estamos haciendo unos a otros, prescindiendo de credo, color o raza. ¿Cómo se justifican y se hacen posibles las intervenciones psiquiátricas voluntarias, y las muchas otras violaciones médicas de la libertad individual? Llamado a las personas pacientes, llamando al encarcelamiento hospitalización, y a la tortura terapia; llamando a los individuos que no se quejan sufrientes, a los médicos y a los profesionales de salud mental, que infringen su libertad y su dignidad, terapeutas, y, a las cosas que estos últimos hacen a los primeros, tratamientos.

Por eso, términos como salud mental y derecho al tratamiento encubren hoy con tanta eficacia el hecho de que la psiquiatría constituye una servidumbre involuntaria. Las personas sufren. Desde luego. Y ese hecho -según médicos y pacientes, abogados y laicos- basta hoy para justificar el que se les llame y considere pacientes. Lo que, en otros tiempos, sucedió gracias a la universalidad del pecado, sucede hoy gracias a la universalidad del sufrimiento; hombres, mujeres y niños se convierten -quieran o no, les guste o no- en los pacientes-penitentes de sus médicos-sacerdotes.

Y, sobre el paciente y el médico, se levanta ahora la Iglesia de la Medicina, cuya teología define los papeles y las reglas de juego que han de jugar, así como sus leyes canónicas llamadas hoy salud pública y leyes de salud mental, imponiendo su conformidad con la ética médica dominante. Mis criterios sobre ética médica dependen ante todo de la analogía entre religión y medicina, entre nuestra libertad, o su carencia, a la hora de aceptar, o rechazar, cualquier intervención teológica y terapéutica.

Parece obvio que cuanto más se atribuya un mayor valor a la religión que a la libertad, más se intentará vincular la religión al Estado y fomentar las prácticas teológicas mediante la coacción estatal; asimismo, cuanto más se atribuya un mayor valor a la medicina que a la libertad, más se intentará vincular la medicina al Estado y fomentar prácticas terapéuticas mediante la coacción estatal.

La cuestión es así de simple, pero inexorable: cuando la religión y la libertad entran en conflicto, las gentes deben elegir entre teología e independencia; y, cuando la medicina y la libertad entran en conflicto, deben elegir entre terapia e independencia.

Si los norteamericanos se viesen enfrentados hoy a esta lección y si valoraran la religión tanto como valoran la medicina, intentarían sin duda reconciliar lo irreconciliable, llamado al encarcelamiento en instituciones eclesiásticas derecho a asistir a la iglesia, y a la tortura en el potro derecho a practicar los rituales de la propia fe. Si estos términos se aceptasen como los adecuados a las prácticas que nombran, el ritual religioso obligatorio y la persecución religiosa podrían considerarse constitucionales. Los sometidos a semejantes prácticas podrían entonces clasificarse entre las personas garantizadas en su derecho a la religión, y quienes se opusieran a semejantes violaciones de los derechos humanos podrían ser barridos como sediciosos del compromiso de una sociedad libre con la práctica de la libertad religiosa.

Los norteamericanos podrían entonces mirar hacia adelante, esperando con ansiedad los números siguientes del Times y del Newsweek que celebrarían por todo lo alto el último progreso de la investigación religiosa. Sin embargo, quizás no sea todavía demasiado tarde para recordar que fue el respeto por la cura de almas, asumido y practicado libremente, o no, lo que inspiró a los autores de la Constitución a la hora de suprimir el poder secular clerical. Era suficiente, y supongo que razonable, considerar que los teólogos dispusieran únicamente del poder espiritual, pues no necesitan otra cosa para desempeñar sus tareas. Asimismo, el respeto que siento por la cura de los cuerpos (y de las «mentes»), asumido y practicado libremente, es lo que me inspira a pedir que se prive a los médicos del poder inherente a su conocimiento científico y a sus capacidades técnicas, pues no necesita nada más para el desempeño de sus tareas

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