EL NUEVO VITALISMO CONTRA EL ENCIERRO TECNOLÓGICO

El nuevo vitalismo contra el encierro tecnológico

El nuevo vitalismo contra el encierro tecnológico

El mayor desafío que se le va a plantear a la sociedad tecnológica en los próximos años va a estar liderado por el nuevo vitalismo. El vitalismo no es, no obstante, algo nuevo: sus orígenes se remontan a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando autores como Nietzsche, Bergson o Simmel armaron una crítica de la razón en nombre de la vida.

Frente al “desencantamiento del mundo” (Weber) practicado por la razón, frente a la reducción de la realidad toda a materia inerte, el vitalismo defiende que la inmensidad de la vida es inapresable por la razón. Cierto es que algunos de sus aspectos pueden ser revelados gracias a esta consciencia instrumental, pero son los que se limitan a la administración de materia muerta. La capacidad de razonar se ha ido de hecho empobreciendo, limitándose al estudio de las intervenciones sobre lo material, hasta hacerse mero cálculo. La razón en su forma actual se circunscribe a la comprensión del mundo en un sentido técnico-experimental, sin interrogarse por el pulso vital:

La Filosofía se transforma en ciencia empírica del hombre, de todo lo que puede convertirse para él en objeto experimentable de su técnica, gracias a la cual se instala en el mundo, elaborándole según diversas formas de actuar y crear. (…) El final de la Filosofía se muestra como el triunfo de la instalación manipulable de un mundo científico-técnico, y del orden social en consonancia con él (Martin Heidegger, “El final de la filosofía y la tarea del pensar”).

El vitalismo es la actitud difusa contraria a la tentativa de reducir la realidad a la medida de la razón instrumental, de confundir técnica que actúa sobre la vida con pensamiento acerca de la vida. Y digo “difusa” porque el vitalismo no es patrimonio de ninguna ideología, sino que se engarza con un amplio abanico de tendencias cuyo único rasgo común es el rechazo de la razón en su forma instrumental. El vitalismo adopta la forma “más [de] una atmósfera común a pensadores muy diferentes que [de] cierta filosofía particular” (Jean Hyppolite, “Del bergsonismo al existencialismo”).

Actitud, atmósfera o espíritu cuya preocupación no es ya el cómo obtener un dominio sobre el mundo, sino la reflexión ético-normativa sobre qué implica vivir verdaderamente y qué modelo de sociedad es el deseable para sostener esa idea de vida. El vitalista, el “sublevado sempiterno”, denuncia los automatismos de su sociedad por no considerarlos a la altura del incesante fluir vital. Aunque imprescindible, la institucionalización corre el riesgo de enquistarse y detener el hálito vital en lugar de darle un cauce apropiado. De convertir la sociedad humana en un juego de actos reflejos, de pura y simple administración del orden material.

“Queremos cantar el amor al peligro, a la fuerza y a la temeridad”, declara el primer punto del Manifiesto Futurista. “[D]ebemos reconocerle a todo guerrero, a toda organización combatiente, el prestigio ligado a sus hazañas. Debemos admirar el coraje de tal o cual hazaña de armas, la perfección técnica de tal o cual proeza, de un secuestro, de un atentado, de toda acción armada exitosa”, ha dejado escrito Tiqqun más recientemente. Para estas dos expresiones políticas del impulso vitalista “[i]mporta la afirmación de las fuerzas vitales, aun en lo que éstas tienen de capacidad destructiva” (María Pia, “Hacia la vida intensa”).

Con su actitud peligrosa, afirmativa de la vida, el vitalista pretende introducir una discontinuidad en el “circuito cerrado” que toda sociedad se construye a través de instituciones y dominio instrumental, con el objetivo de resguardarse del permanente cambio. El vitalismo celebra el conflicto, sí, pero solamente como medio para que la inestabilidad que este inyecta a su sociedad sirva para (re)introducir la pregunta ético-normativa por el sentido, por los fines en torno a los cuales esa sociedad ha decidido constituirse. Cuando los automatismos quedan interrumpidos, el humano puede por fin dedicarse a pensar en serio acerca de la vida.

El nuevo vitalismo es el paraguas bajo el cual se reúnen todos los reacios a la digitalización. El improvisado Partido que, pese a su imprecisión ideológica, va a plantarle cara al progresivo tránsito de la especie hacia una existencia mayormente virtual. El encierro tecnológico, proceso consistente en la total artificialización de las condiciones de existencia (prácticamente incuestionado por las ideologías ajenas a la sensibilidad vitalista) no va a quedar exento del juicio vitalista. El nuevo vitalismo apunta a la cabeza de la sociedad tecnológica y le espeta: “¿qué es vivir de verdad?” “¿mudarnos a Metaversia nos acerca o nos aleja de ese ideal ético-normativo de vida?” “¿cómo abrir paso a la vida en las actuales condiciones tecnológicas?”: este tipo de preguntas, mucho más trascendentales que el juego dialéctico, son las que hay que plantearle a nuestra época.

El grito afirmativo del vitalismo se infiltra como la carcoma en la arquitectura técnico-institucional de la sociedad digital. Contra la tentativa de hacer creer que el proceso de digitalización es neutral en relación a la vida, el vitalista persiste en interrogar por sus fundamentos ético-normativos para acabar revelando el panorama desolador de una sociedad de veras virtual, por estar constituida en torno al sinsentido como único valor. “¿Qué queda de la vida cuando el mundo ha quedado reducido al intercambio de bits y las interacciones a un «dar señal»?” es la incómoda pregunta que solamente el vitalismo se atreve a formular. El conjunto de automatismos que constituye cualquier sociedad es absolutamente vulnerable ante la pregunta ética fundamental: “¿cómo vivimos y cómo nos gustaría vivir para hacerlo más auténticamente?”

Ninguna meditación acerca de la sociedad tecnológica puede siquiera empezar sin atender a la cuestión ético-normativa, sin la cual su crítica se convierte en un ejercicio falto de finalidad. Por ello, el nuevo vitalismo se presenta como trampolín de cualquier pensamiento disidente que quiera apuntar a la base de la civilización tecnológica. Esta exaltación desesperada de la vida sigue siendo el mejor de los disolventes sociales, cuya sola mención rasga el velo de automatismo e irreflexión ética que la sociedad tecnológica querría imponer.

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